AÑORANZAS NAVIDEÑAS |
Texto:ZERIMER
Ilustraciones: ZOYO
Oh,
blanca navidad, nieve
I
MUNDI recordaba que, durante su infancia, había pasado diferentes tipos de navidades, unas, en vida de su padre, otras, en concreto dos, en el colegio y las más con su madre. Las del colegio hacía lo posible por olvidarlas y prefería recordar el resto y sus recuerdos eran de unas navidades en blanco y negro. El blanco lo daba la nieve, porque, entonces, todos los años nevaba por esas fechas y nevaba mucho y a él niño, le llamaban horrores la atención los copos cayendo mansamente y extendiendo una alfombra blanca por las calles de la que luego, si “cuajaba”, se podían hacer bolas y muñecos con nariz puntiaguda. Cuando nevaba, la gente decía que templaba, pero, antes y después, hacía muchísimo frío. Del blanco también formaba parte su inocencia, la inocencia de su niñez, la inocencia con la que, a esos años, un niño ve las cosas y sobre todo, si esas cosas iban envueltas en una magia que lo envolvía todo. El negro lo daba la época, el vestir de la gente, la escasez de alumbrado en las calles, que hacía que, en cuanto anochecía, se quedaran desiertas, la suciedad de las fachadas de las casas... Pero eran las navidades que iban ligadas a su infancia y las recordaba con ternura y para él, fueron sus navidades, sus navidades de entrañables recuerdos. ...
Los niños de San Ildefonso
iban desgranando con su sonsonete los números agraciados con premio en
la Lotería Nacional y con esa musiquilla, se despertaba Mundi el primer
día de vacaciones. Dormía con
un pijama de franela, con unos calcetines de lana que le había
hecho su madre, por lo de los sabañones y con la sábana y dos pesadas
mantas encima, el embozo le llegaba justo hasta la nariz. El olor del
desayuno venía desde la
cocina, y el saber que no tenía que volver al colegio en más de quince
días, le hacía arrebujarse
otra vez en la cama, lleno de gozo, hasta que su madre le llamaba para
que saliera a desayunar. Se levantaba y se vestía deprisa. ya que la
habitación estaba muy fría, abría la contraventana y frotaba los
cristales empañados, para mirar la calle a través de ellos. Los tejados
de las casas de enfrente estaban blancos, por la
noche había nevado.
El desayuno lo hacía en la
cocina, bueno, el desayuno, la comida, la cena y la mayor parte de la
vida en invierno. Por la tarde, si durante la mañana había hecho sol y
el cuarto de estar se había caldeado, entonces,
con el brasero y la mesa camilla, se podía pasar en él la tarde.
Pero la protagonista del
habitáculo era la cocina económica. De hierro, negra, dos fogones, una
puerta frontal que daba acceso al horno, otra, mas pequeña, por donde se
sacaba la ceniza que originaban el carbón y la leña en la combustión,
¡ah! y un grifo por donde salía el agua caliente de un depósito que
tenia la cocina y que se llenaba diariamente de agua para que se fuera
calentando. A un costado de la cocina, la fregadera, de una especie de
granito, con dos partes: una para fregar y la otra con una rampa
ondulada, para frotar la ropa cuando se lavaba. La salida de humos de la
cocina era una chimenea, incrustada en la pared, con el “tiro”que
permitía entrar más o menos aire para la combustión. Al otro costado de
la cocina, una superficie de baldosa blanca, debajo de la cual se
guardaban la leña y el carbón y que servía a su madre como mostrador,
donde preparar los alimentos que luego cocinaba. Así que en
ése escenario Mundi desayunaba y comía y cenaba. Un día tocaba
café(mas bien malta) con leche y una rebanada de pan con nata. Al hervir
la leche, en aquellos tiempos la leche venía del proveedor al
consumidor, daba una nata de casi un dedo de espesor
que esparcida por la rebanada de pan y con un poco de azúcar
le sabía a Mundi a gloria. Las comisuras de los labios se le
quedaban llenas de nata y azúcar, su madre le decía: ”Límpiate los
labios” y él lo solucionaba pasándose la lengua. Otros días, era pan con
aceite y azúcar o galletas María o simplemente leche con pan “migao” del
día anterior, sopas, que decía Mundi. Como extraordinario, había veces
que su madre compraba un bote de leche condensada y lo ponía al baño
Maria; la leche se convertía en una pasta marrón que extendida por el
pan le sabía riquísima. Muchos años después, en un viaje a Argentina,
comprobó que lo que allá llamaban el dulce de leche, dulce
tradicional, no era ni más ni menos que una variante de lo que él había
desayunado entonces.
A Mundi, en esas fechas,
le encantaba acompañar a su madre a la compra. Era para él un mundo
desconocido y se lo pasaba bomba por eso, la víspera de Nochebuena
cuando su madre se empezaba a arreglar, él, hacía lo propio y con sus
medias de lana hasta la rodilla, sus chirucas , sus pantalones
cortos, (ya tenía ganas de crecer para que le pusieran bombachos que, en
aquella época, era el paso previo a los pantalones largos), su camiseta
de felpa de manga larga ,su camisa de franela, su jersey de cuello alto
y su abrigo, se preparaba para ir con ella. Antes de salir, había veces
que su madre le ponía una boina marrón, aunque esa prenda no le gustaba
mucho y siempre que podía se la quitaba. Sí admitía, una bufanda que le
tapaba hasta justo debajo de los ojos y unos guantes de lana. Así, de
esa guisa y de la mano de su madre se iba con ella para “hacer la
plaza.”
Para ir al Mercado de
Abastos, que así se llamaba, tenían que recorrer unas cuantas calles. En
el trayecto, no dejaban de encontrarse con alguna conocida que, a pesar
del frío, se paraba para hablar un rato aunque fuera corto y es que, en
aquellos años, se conocía todo el mundo en una capital de provincias
pequeña como aquella. El tráfico
era escaso, hasta tal punto, que todavía no habían instalado
semáforos. La circulación la regulaban, en los principales cruces de
calles de la ciudad, los guardias urbanos ataviados con un uniforme azul
marino, sobre el que iba un larguísimo capote del mismo color y un
correaje blanco del que pendía una porra. En la cabeza un casco blanco y
en las manos guantes igualmente blancos. Un silbato estridente y un
movimiento continuo de brazos, indicaban a los escasos conductores lo
que debían hacer. Ese día, en torno al urbano, descansaban unos
paquetes, obsequio de algunos conductores en agradecimiento a su labor.
Era el aguinaldo. El Mercado de Abastos era un edificio grande que estaba en el centro de la ciudad y tenía dos pisos. En el que daba a la calle, estaban las verdulerías con productos traídos de madrugada directamente del campo. En el piso superior, las pescaderías y las carnicerías, pero lo que de verdad le gustaba a Mundi era, en esas fechas, el exterior del mercado. Unos hombres vestidos con unos blusones grises, pantalones de pana negros y muchas veces albarcas, custodiaban, en un pequeño cercado, a los pavos en espera de que alguien les comprase alguno. Pavos vivos, lo mismo que los capones y las gallinas que había un poco mas allí. Su madre solía comprar capón pues para pavo no llegaba. El problema era que el capón, con las patas atadas, lo metían en una cesta y había que matarlo en casa. Cuando vivía su padre, era él quien lo hacía, pero luego, tenían que recurrir a una vecina que era una auténtica maestra en el arte del degüello. Mundi colaboraba en el desplume del animal, una vez muerto. Se guardaba alguna pluma de las largas para jugar con sus amigos a los indios. Otra cosa que compraban, era el cardo que, a Mundi, le gustaba mucho como lo ponía su madre, con una salsa de almendras riquísima.
El día 24 por la mañana, acompañaba a su madre a otro de los lugares que a Mundi le encantaba: la tienda de ultramarinos...
Cuando se entraba a la
tienda, a la derecha, había un montón de sacos, cada cual con un
letrero, en los que se
encontraban las legumbres. A la izquierda, las verduras y las frutas y
al frente, el mostrador con su balanza de pesas y tras del que el
tendero, Celestino se llamaba, con guardapolvo azul, atendía a su
clientela. En la pared frontal, detrás del tendero, estanterías y
cajones donde se veían los chocolates, el laterío, las especias, el
azúcar, la sal, la harina y en esa época, los turrones, los mazapanes,
los polvorones, el guirlache... En un costado, un bidón, con una bomba
manual, con la que se extraía el aceite que demandaban las clientas;
pero a Mundi lo que le llamaba la atención era la romana. Colgaba
pendida de una cadena sujeta al techo y se empleaba para pesar las
patatas. La miraba con el ceño fruncido ,porque Mundi cuando veía algo
nuevo para él o le decían algo que no entendía, fruncía el ceño. Al
entrar en la tienda, su madre pedía la vez y esperaban a que le tocase
el turno. Mientras, Mundi oteaba las mercancías de la tienda y en voz
baja le decía a su madre: ”Compra castañas”. Le gustaban las castañas,
unas veces las comía asadas en el fogón y otras se las hacía su madre
cocidas en un puchero con unos granitos de anís. Allí compraban, además
de las castañas, turrón blando y duro, este último, era gordo, casi como
un ladrillo, para comerlo hacía falta primero romperlo con un martillo,
polvorones, que a Mundi le gustaba apretarlos antes de quitarles el
papel para luego metérselos
en la boca y casi asfixiarse, hasta que conseguía irlos tragando poco a
poco, los mazapanes, que no le gustaban tanto y unas barritas de
guirlache, que esas le gustaban un montón. Una tableta de turrón de yema
,que le gustaba a su madre, y unas almendras garrapiñadas completaban la
compra. ¡Ah! y una botella de sidra El Gaitero. Moscatel, vino rancio o
vino dulce, que es como también se le llamaba, anís del Mono y coñac
Soberano, había siempre en el aparador de
casa, por si venía alguna visita.
Lo que en esos años Mundi
no acertó a descubrir es que, en la tienda, además de todo lo que había
visto, había un libro alargado en el que, en las hojas, que encabezaban
los nombre de algunas de las clientas, se iba anotando los importes de
las compras hechas cada día y a finales de mes, éstas, compensaban la
totalidad o parte de la
deuda, generalmente parte. Y el nombre de la madre de Mundi encabezaba
una de esas hojas. Pero Mundi era ajeno a esos problemas y mientras
volvían a casa sólo estaba deseando
que llegara la noche
para poder comer turrón, porque, eso sí, hasta que no llegaba esa noche
no se comía nada de lo que se denominaba “dulces de Navidad” y la norma
se guardaba a rajatabla. La relación madre hijo no siempre era de color de rosa sobre todo para Mundi. En esos días, como hacía mucho frío y al no tener que ir al colegio, pasaba muchas horas en casa. Con los amiguitos, salía alguna vez o solían reunirse en casa de alguno de ellos. El día era largo y Mundi, como cualquier niño de su edad, tenía ratos en que hacía todo lo posible para incordiar a su madre. Ella, al principio, le avisaba y aguantaba, pero llegaba un momento en que no había otra solución que la que mejor entendía el chaval:¡La zapatilla!.
Cuando su madre se quitaba la zapatilla, el subconsciente de Mundi actuaba como un juez en una carrera de atletismo y le indicaba que el pistoletazo de salida había sonado y Mundi iniciaba una carrera desaforada, por el pasillo, en busca de su habitación, con su madre detrás. Había un problema, el pasillo daba una vuelta en ángulo recto sin peralte y allí llegaba Mundi pasado de revoluciones y sin frenos, con lo que irremisiblemente se daba con la pared de enfrente y en el rebote ,justo en ese momento, ni antes ni después, en ese preciso momento, es cuando su madre le colocaba el zapatillazo en una de las dos nalgas, sin preferencias ,en la que le cayera más a mano. Ahí se terminaba la carrera. Mundi, entonces, adoptaba una postura muy digna y con la mano puesta en el lugar dolorido, el cuerpo erguido y paso decidido, alcanzaba, por fin, su habitación, se encerraba en ella y entonces rompía a llorar. Se bajaba el pantalón y su calzoncillo de bragueta y en el espejo del armario se miraba la manzana maltrecha y conforme la silueta de la suela de la zapatilla se iba dibujando más netamente sobre su piel blanca, más grande era el llanto y la congoja de Mundi. Pero todo pasaba, al cabo de un rato salía de la habitación y con un “¿me perdonas? “, hacía las paces con su madre. Ella siempre le perdonaba y le pedía un beso a cambio. Besos de madre, besos que luego allá, en los colegios, echaría de menos. Besos que trataban de borrar los chorretones que el llanto había dejado en los carrillos de Mundi, besos de amor como sólo ellas saben darlos, besos que quedan en el recuerdo y que con el paso de los años se echan en falta.
II
Su madre... siempre
pendiente de todos, de hacerles felices. Cuando vivía su padre,
pendiente de los dos, luego, dedicada a él, quedándose
siempre la última y siendo la primera en las privaciones. Se las
ingeniaba para estirar la paga de forma inverosímil. Recordaba Mundi, de
donde había salido el abrigo que llevaba de pequeño. Se deshizo un
abrigo viejo de su padre, se le dio la vuelta a la tela y unas hermanas
modistas, que vivían en el piso de arriba, se lo hicieron para él, por
supuesto mas pequeño, y muy bien hecho, pero con un fallo. Las modistas,
acostumbradas a coser para mujeres, le pusieron la botonadura al revés y
ahí estaba Mundi, abrochándose el abrigo a la izquierda. Fue su tía la
que dio la voz de alarma: ”A este niño le veo algo raro”. Vuelta con el
abrigo a las modistas para que cambiaran la botonadura, cierre de los
antiguos ojales y apertura de otros nuevos, cambio de lugar de los
botones y por fin, Mundi hecho un señor. No le hacía falta abrigo, pero poco menos, durante los ratos que pasaba en el cuarto de estar preparando su belén. Sobre un tablero, con una caja de zapatos organizaba un portal, dentro colocaba las figuritas que eran de barro y pequeñas. De algún tiesto de su madre cogía tierra y la esparcía por el resto del tablero. Un vecino, cuyo padre tenía una huerta, se encargaba de traer musgo para los belenes de todos los amigos. El río lo hacía a base de papel de plata y no faltaba la lavandera que colocaba en una orilla. En un costado, organizaba unos surcos y allí ponía un labrador cavando. Su madre le solía comprar alguna figurita nueva cada año: un pastor, unas ovejas, una casita. Con un poco de harina espolvoreaba lo que sería la nieve. Pero lo que no faltaba era un camino por el que venían los tres Reyes Magos. Para él, era una cosa mágica que cada día apareciesen más cerca de portal y mientras duró la magia, todas las mañanas, cuando se levantaba, lo primero que hacía era ir a ver lo que les faltaba para llegar, porque, eso, significaba que era lo que a él le quedaba para que le trajeran los juguetes...
El tablero estaba sobre
una mesa pequeña y ésta apoyada a la pared donde, Mundi, colocaba un
rectángulo de papel de estraza azul, a guisa de cielo, que su madre le
sujetaba con unos alfileres .Sobre el papel, pegadas con un poquito de
engrudo, unas cuantas estrellas y una más larga y con cola. La verdad es que durante los días previos a la Nochebuena, Mundi llevaba una vida muy agitada. Se lo pasaba en grande abriendo la puerta a los que venían a por el aguinaldo.
En aquellos años, ni el cartero, ni la lechera, ni el panadero, subían a las casas. Llamaban desde abajo, si la casa tenía timbres en el portal, al timbre y si no, usaban el picaporte(tres golpes limpios,3º dcha, tres golpes y repique,3º izda), en ambos casos, con timbre o con picaporte, después de llamar gritaban: ¡ cartero !, ¡ el pan !. El del hielo era otra cosa, llamaba y sin esperar, dejaba en el umbral del portal el trozo de barra de hielo que correspondía al vecino que estaba abonado. Si éste tardaba en bajar o no estaba en casa, cuando quería recoger el hielo, sólo encontraba un charco de agua.
“¡Hijo, baja al portal que
llama el cartero. Será carta de la tía!”. Y Mundi bajaba las escaleras
hecho una exhalación. El cartero, con su enorme carterón de cuero
colgado del hombro, esperaba paciente.”Toma chaval para tu madre”, y
Mundi ,vuelta otra vez escaleras arriba con la carta. De por sí corría,
pero mucho más, cuando pasaba por el primer piso, ya que, en la mano
derecha, vivía una señora que, en realidad, era muy buena y no se metía
con nadie y menos con Mundi, pues
tenía un hijo más o menos de su edad, pero había un pequeño
detalle que a Mundi le ponía los pelos de punta cuando la veía y es que
iba a la calle vestida con hábito. Una promesa que contrajo cuando su
hijo mayor cogió la tuberculosis . “Si me lo salvas llevaré hábito hasta
que se case”. Se salvó, pero no había manera de que se casase y ahí
andaba la mujer con su sempiterno hábito. Mundi, era demasiado pequeño
para entenderlo.
Esos días, todos subían a
los pisos.”El cartero les desea Felices Pascuas”,decía en una tarjetita
que entregaba cuando se le abría la puerta. Lo mismo el carbonero, y el
sereno y la lechera. Todos a por el aguinaldo.
Llegaba la noche del 24 y las
calles de la ciudad se iban quedando desiertas, las últimas tiendas
cerraban sus puertas y las pocas personas que se veían por la calle,
caminaban deprisa y encogidas con las manos en los bolsillos, deseando
llegar a sus casas. Por el patio de luces de la casa, se oía el
trajinar en las cocinas de las vecinas preparando la cena.
En casa de Mundi había una
tradición y era que tanto en Nochebuena como en Nochevieja el plato
fuerte era pescado y los días
de Navidad y Año Nuevo era la carne. Pero Mundi con lo que era
feliz era con los postres, estaba deseando de terminar para que su madre
sacara la bandeja donde estaban todos los dulces que habían comprado. Y
llegaban los postres y ahí era el momento de Mundi. Su madre disfrutaba
viéndole comer los dulces y
cuando tenía el polvorón en la boca le decía:”A ver si eres capaz de
decir Pamplona” y Mundi, Pamplona no decía, pero ponía todo perdido de
trozos de polvorón. Una vez, en vida de su padre ,le dieron a probar un
poco de sidra y el resultado fue que el gas se le subió por la nariz
y además de producirle unos lagrimones como puños, Mundi, soltó
un eructo, tal cual un peón caminero después de almorzar al borde de una
cuneta. En la memoria de Mundi, esas cenas estaban cubiertas de un tinte de amargura. Su madre hacía lo posible porque se sintiera bien, pero no podía evitar el recuerdo de los ausentes, ese sitio vacío en la mesa representaba para ella un abismo, el todo o la nada, por eso, cuando Mundi fue un poco mayor, no paraba de hablar durante la cena contándolo mil y una peripecias de su estancia en los colegios, haciéndola reir, y tratando que durante ese rato su madre fuese feliz. No podía evitar que, en algún momento, se hiciera el silencio y los ojos de su madre perdieran ese brillo del que hacía gala, nublados por alguna lágrima. Con la vuelta de su tía la cosa se animó porque la que no paraba de hablar era ella, aunque siempre, siempre, había un momento en que el recuerdo se apoderaba de la velada.
Dos fracasos constaban en
el currículum de Mundi por esas fechas, uno tenía relación con la Misa
del Gallo. Un año se empeñó en que quería ir y fueron y entre el
calorcito de la iglesia y la digestión de la cena fue entrar y quedarse
dormido como un tronco.
El otro en Nochevieja. Se
quedaban después de cenar escuchando la radio hasta que llegaban las
doce campanadas, pero Mundi nunca aguantaba, terminaba dormido encima de
la mesa. Su madre le despertaba cuando iban a sonar las campanadas. Era
un desastre, pues entre que estaba adormilado y lo grandes que eran los
granos de uva, sólo llegaba a meterse en la boca los tres primeros, el
resto los guardaba para el día siguiente ante el peligro de
atragantarse.
Sí recordaba que, un año,
su madre el día 30 le dijo:”Hijo, mañana por la mañana llega a la fonda,
que está a la vuelta de la esquina, un hombre que tiene mas ojos que
días tiene el año”. Mundi frunció el ceño, y su cerebrillo empezó a
procesar el dato. No dijo nada pero el día 31, él y un par de compis,
provistos de sus correspondientes abrigos y bufandas, estaban
desde horas bien tempranas apostados, cerca de la puerta de la
fonda, contando los ojos que tenían todos los hombres que entraban en
ella. Cuando su madre bajó para hacer la compra allí los encontró con
cara de desánimo. Le dieron pena y no pudo por menos de explicarles el
quid del dicho. En compensación, les dio dinero para que se compraran
chicle bazoka y regaliz de
palo.
Por la radio se oían las
campanadas y la radio era una inseparable compañera en aquellas fechas.
Alberto Oliveras, cargaba las tintas durante esos días con su “Ustedes
son formidables”,presentando casos que ponían el corazón en un puño. El
contrapunto lo ponían “ Cabalgata fin de semana “,Pepe Iglesias “el
Zorro”, aquellas voces
familiares de Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa , Matilde Vilariño y
tantas otras, que hacían volar la imaginación, interpretando a
personajes que acababan convirtiéndose en ídolos de los oyentes.Además
los villancicos, a todas horas villancicos. En la emisora local el
programa ”Por la sonrisa de los niños”, recaudaba fondos para comprar
juguetes a los niños pobres.
En vacaciones, con el frío que hacía, el refugio de los niños era el cine y como las sesiones eran continuas y de programa doble, mejor que mejor. Desde el gallinero, con su bolsa de pipas, Mundi, era feliz viendo: ”Manolo guardia urbano” o ”Cerca de la ciudad” donde Marsillach, hacía de cura de un barrio marginal de Madrid, y al “Gordo y el Flaco” y a Charlot y a Rin- Tin-Tin. En las españolas se hacía alusión a la Navidad. Pero la película que le sorprendió a Mundi, siendo un poco más mayor, fue “Navidades blancas”. Ahí es donde se dio cuenta de que había unas navidades diferentes, navidades en colores. Pero él estaba viviendo la suyas, las navidades de tintes grises, a lo sumo sepias y que a falta de referencias, coloreaba, a su aire, con esa paleta multicolor que da la ilusión de la niñez.
III Las figuras que representaban a los Reyes Magos no distaban ni un palmo de su destino y Mundi estaba cada vez más nervioso ya que, veía, le faltaba menos para disfrutar de sus juguetes.
La carta la escribía
siempre con mucha antelación, su ingenuidad le hacía pensar que convenía
escribir pronto no sea que se terminasen los juguetes y se quedase sin
nada. Se esmeraba en la letra para que le entendieran bien .Le habían
inculcado que no había que pedir demasiados juguetes, pues así llegaba
para todos. Pero él, a lo suyo, bastantes días antes de escribir la
carta, pegaba la nariz a los escaparates de las tiendas de juguetes
y empezaba a hacer
su lista mental para plasmarla en la misiva. El acontecimiento de Reyes
tenía su ritual, la víspera por la tarde, su madre preparaba en casa una
merienda de chocolate hecho y picatostes. Lo hacía muy bien, compraba
una tableta de” chocolate de hacer”, dura y negra como el tizón, la
rallaba y una vez hecha polvo, la mezclaba con leche caliente y al fuego
lento, en una cazuela, despacito, le iba dando vueltas, con una cuchara
de palo, hasta que hervía. Mundi invitaba a dos o tres amiguetes y
sentados en torno a la mesa de la cocina, esperaban a que se hiciera. Su
madre colocaba la cazuela con el chocolate en el centro de la mesa y una
fuente con pan frito y azúcar, les iba sirviendo y hasta que no
terminaban la cazuela, no se levantaba ninguno. Una vez vacía la
cazuela, uno a uno pasaban por la fregadera donde su madre, les daba un
buen refrotado de cara para quitarles los restos del chocolate. Luego,
bien abrigados, se iban a ver la cabalgata de Reyes. La verdad es que Mundi recordaba que la cabalgata era un tanto pobre y triste. Al principio una carroza, que no recordaba bien a qué hacía alusión, porque de lo que se acordaba era del plato fuerte que venía después: ¡Los Reyes!.
Venían en caballos y
acompañados por unos pajes a pie. Mundi no sabía, que los caballos eran
del cuartel de su padre y los pajes, soldaditos
debidamente caracterizados. Los Reyes iban por orden: primero
Melchor, luego Gaspar y al final de todos Baltasar. Este último, era el
que más impresionaba a Mundi y por el que sentía una atracción especial;
hasta tal punto que, aquel año, Mundi juraría que cuando llegó a su
altura le miró sólo a él, a Mundi y le dijo:” ¿Qué tal te has portado
este año?”.”¡Bien, he sido bueno!”, gritó Mundi , y estaba seguro que el
otro le sonrió mientras le guiñaba un ojo y le saludaba con la mano. A
Mundi le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo
y por supuesto no reparó en que al “Rey”, cuando le saludaba con
el brazo, se le bajaba la manga y se le veía el brazo blanco en
contraste con la cara y las manos “negras”,tiznadas con corcho ahumado.
Allí se quedó Mundi, quieto, viendo como se iba alejando “su” Rey, hasta
que su madre le devolvió a la realidad tirando de él, la cabalgata había
terminado y el frío cada vez era más
intenso. Esa noche, Mundi no cenaba, un vaso de leche era
suficiente, ya que todavía tenía el chocolate y los picatostes a mitad
de digestión. Se acostaba pronto, para que los Reyes no le sorprendieran
despierto, pero, antes, cepillaba bien las botas, que dejaba en el
cuarto de estar junto al belén y
un plato con un poco de turrón y unas copitas y una botella de
anís, por si tenían frío y querían echarse un traguito. Unos trozos de
pan duro para los caballos, completaban el ágape de recepción.
La verdad es que por mucho
que hacía por dormirse no había manera, apretaba los ojos con fuerza,
metía la cabeza debajo de las mantas, pero le podía la curiosidad de si
oía algún ruido. La casa
estaba en silencio, así que, a las tantas, por fin, se quedaba dormido y
en el sueño volvía a revivir su
conversación con el Rey Baltasar. Y llegaba el día, en cuanto su madre le despertaba salía corriendo como una bala en dirección a la habitación donde se suponía habían dejado los juguetes. La verdad es que, cuando llegaba a la puerta, se paraba en seco, contenía la respiración y la abría despacio, muy despacio y poco a poco, iba asomando la cabeza. Que habían estado allí era seguro pues, el pan, los trozos de turrón y las copas habían desaparecido, y por si había dudas, las figuras de los tres Reyes del belén estaban pegaditas al portal. Así que con fuerza terminaba de abrir la puerta y se plantaba en la habitación. Nunca consiguió que le trajeran todo lo que había pedido, sí es cierto que algo coincidía pero, en aquellos años, las posibilidades estaban muy limitadas y la desilusión que se llevaba, viendo la menguada carga que le habían traído, la compensaba cuando, mas tarde, se reunía con sus amigos y veía que, salvo raras excepciones, estaban en la misma situación. Mundi recordaba con emoción su ingenuidad mientras duró la magia. Cuando descubrió la realidad, quiso permanecer aferrado a esas sensaciones vividas en aquellos días hasta el punto que, aun hoy, hecho todo un señor mayor, el día 6 de Enero se levantaba con el gusanillo de la incertidumbre y el niño que llevaba dentro, salía a relucir cuando deshacía los envoltorios de los regalos.
Algunos juguetes de los
que en aquellos años le habían traído, todavía los guardaba arrinconados
en un viejo trastero. Un triciclo, con el que había batido record de
velocidad por el pasillo, un rompecabezas, un juego de construcciones,
una escopeta de corcho, un arco sin flechas, ya que la única flecha que
venía con él, de las de ventosa,
desapareció cuando decidió hacer puntería sobre uno de los cuatro
cristales que componían
la ventana de su habitación y cosa rara, acertó. La flecha se
quedó pegada con la ventosa en el cristal y todo hubiera ido bien de no
ser porque la masilla que lo sostenía estaba ya pasada y lentamente,
cristal y ventosa, con flecha incorporada, se fueron
a la calle. Hubo
suerte pues no pilló a nadie, el cristal se hizo añicos y algún
mozalbete de los que pasaban por allí se quedó con la flecha. Mundi de
eso no se enteró pues, para él, había sonado el disparo de salida y
corría que se las pelaba por el pasillo tratando de evitar el
zapatillazo de su madre. También guardaba... un libro de cuentos de Hans
Christian Andersen. Este regalo fue idea de su tía y la verdad es que el
libro era muy bonito; grande como un atlas, de tapas duras ,hojas gordas
y con unas ilustraciones, en sepia, preciosas. Lo que pasaba es que las
ilustraciones eran demasiado reales y Mundi cometió el fallo de empezar
a leerlo por la noche, en la cama, antes de quedarse dormido y fue
dormirse y empezar a dar vueltas alrededor de su cama un puñado de
brujas, de las auténticas, de mentón prominente,
narices curvas, muy curvas, que casi se juntaban con la barbilla,
y bocas melladas, vestidas con sayales negros y cabezas con escasos,
pero largos pelos blancos. La habitación se había convertido en un
auténtico aquelarre y Mundi optó por taparse por completo pero, cada vez
que asomaba la gaita por una rendija de las mantas, allí seguían.
Cuando, al día siguiente, despertó, el libro estaba sobre la mesilla, no
había ni rastro de las brujas, pero él, Mundi, estaba caladito de sudor
y de otro líquido que olía de una forma un tanto extraña. En una
palabra, estaba meadito vivo de miedo.
Bastantes años después...
El matrimonio soportaba
paciente el atasco que formaban los vehículos, tratando de encontrar
sitio en el parking del Centro comercial. Las fachadas del
establecimiento resplandecían con un sinfín de motivos navideños,
diseñados a base de bombillas de
mil colores. Como todos los años ,la víspera de Nochebuena,
acudían juntos para hacer las compras de Navidad. Desde principios de
noviembre, las campañas publicitarias en prensa, radio y televisión,
presentaban los productos navideños e invitaban a su consumo. Pero,
ellos, permanecían fieles a la tradición y hasta ese día no compraban
nada relacionado con esas fechas. Consiguieron aparcar el coche y se
dirigieron al hipermercado. A la entrada, les recibió un tipo, a guisa
de Papá Noel, vestido de
colorado, con larga barba blanca y un buen tripón; hacía sonar una
campanilla y decía muchas veces ¡hop!, ¡hop!, ¡hop!, mientras que a los
niños les daba caramelos. Junto a él, en el suelo, tenía un gran saco,
en teoría, lleno de juguetes. La música ambiente, desgranaba temas
navideños, la mayor parte en inglés. Entraron y más adelante se
encontraron con unos tronos, sobre una tarima, en los que estaban
sentados los tres Reyes Magos, por cierto, uno con gafas. El negro, era
negro de verdad, y Mundi no pudo por menos de esbozar una sonrisa
recordando el Baltasar de su infancia. Una fila de niños acompañados de
sus padres, esperaban pacientes que les llegara el turno de entregarles
la carta y hacerse una fotografía con su rey preferido. Viendo las caras de expectación de esos niños, Mundi , se dejó llevar por los recuerdos de aquellas navidades de su niñez ,las navidades de aquellos años de carteros y serenos, de braseros y cisco, de faldas plisadas y pololos, de mantillas y devocionarios, de fusibles de cerámica e interruptores de pera, de orinales y botellas de agua caliente, de cuarterones de picadura y librillos de papel de liar, de carbonilla y billetes de tercera clase, de películas censuradas y gallinero, de permanentes y brillantina, de Frente de Juventudes y Sección Femenina, de sotanas y bonetes, de besugos y chicharros, de colchones de lana y somieres de muelles, de tirabuzones y plexiglás, de cocinas económicas e infiernillos, de botejas de leche y repartidores de carbón, de soldados y niñeras, de Mariquita Pérez y mecanos, de escopetas de corcho y cocinitas de hoja de lata, de tebeos y cromos, de canicas y tabas, de panas y chirucas , de maletas de cartón piedra y emigrantes, de eras y trillos, de máquinas de vapor y motos con sidecar ,de hoces y zoquetas, de calles de adoquines y farolas de gas, de mili y Servicio Social, de leche en polvo y queso americano, de Fiscalía de Tasas y fielatos, de “fiaos” y Letras de cambio, de fondas y alquiler de habitaciones con derecho a cocina, de blusones y guardapolvos, de botijos y porrones, de besos furtivos y moral pública, de cataplasmas y fósforo Ferrero, de sabañones y pasamontañas, de achicoria y agua de litines, de abrigos vueltos y medias con costura, de carros de mano y mozos de estación, de pan de hogaza y azúcar moreno, de cines de sesión continua y matinales, de gaseosas de sobre y sifones, de seriales y diarios hablados (partes), de manteles de hule y cajas redondas de arenques en salazón, de igualas y sanguijuelas, de irrigaciones y aceite de ricino, de inocencia y credulidad...; años, que le tocó vivir en una edad en la que todo es posible porque todo queda por llegar. Años, que le producían una cierta añoranza y que cada vez le quedaban más lejanos y borrosos, con seres entrañables, amigos, vecinos, personas, objetos y hechos, que formaron una parte muy importante de su vida a la que no quería renunciar.
Navidad
2004-2005
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