AÑORANZAS NAVIDEÑAS

Texto:ZERIMER                                                                                                         Ilustraciones: ZOYO    

 

                                              Oh, blanca navidad, nieve
                                     una esperanza y un cantar
                                   
recordar tu infancia podrás
                                    al llegar la blanca navidad

 

I


Época de muérdago, abetos y ramas de pino convertidas en pequeños árboles caseros llenos de adornos, de belenes y trineos, de Reyes Magos y Papá Noel, de villancicos, de deseos de paz y felicidad, de paga extra, de excesos gastronómicos, de turrones, de reencuentros  familiares, de nostalgias, de recuerdos...

 


MUNDI recordaba que, durante su infancia, había pasado diferentes tipos de navidades, unas, en vida de su padre, otras, en concreto dos, en el colegio y las más con su madre. Las del colegio hacía lo posible por olvidarlas y prefería recordar el resto y sus recuerdos  eran de unas navidades en blanco y negro. El blanco lo daba la nieve, porque, entonces, todos los años nevaba por esas fechas y nevaba mucho y a él niño, le llamaban horrores la atención los copos cayendo mansamente y extendiendo una alfombra blanca por las calles de la que luego, si “cuajaba”, se podían hacer bolas y muñecos con nariz puntiaguda. Cuando nevaba, la gente decía que templaba, pero, antes y después, hacía muchísimo frío. Del blanco también formaba parte su inocencia, la inocencia de su  niñez, la inocencia con la que, a esos años, un niño ve las cosas y sobre todo, si esas cosas iban  envueltas en una  magia que lo envolvía todo. El negro lo daba la época, el vestir de la gente, la escasez de alumbrado en las calles, que hacía que, en cuanto anochecía, se quedaran desiertas, la suciedad de las fachadas de las casas... Pero eran las navidades que iban ligadas a su infancia y las recordaba con ternura y para él, fueron sus navidades, sus navidades de entrañables recuerdos. ...

 

Los niños de San Ildefonso iban desgranando con su sonsonete los números agraciados con premio en la Lotería Nacional y con esa musiquilla, se despertaba Mundi el primer día de vacaciones. Dormía con  un pijama de franela, con unos calcetines de lana que le había hecho su madre, por lo de los sabañones y con la sábana y dos pesadas mantas encima, el embozo le llegaba justo hasta la nariz. El olor del desayuno  venía desde la cocina, y el saber que no tenía que volver al colegio en más de quince días, le hacía arrebujarse  otra vez en la cama, lleno de gozo, hasta que su madre le llamaba para que saliera a desayunar. Se levantaba y se vestía deprisa. ya que la habitación estaba muy fría, abría la contraventana y frotaba los cristales empañados, para mirar la calle a través de ellos. Los tejados de las casas de enfrente estaban blancos, por la      noche había nevado.

El desayuno lo hacía en la cocina, bueno, el desayuno, la comida, la cena y la mayor parte de la vida en invierno. Por la tarde, si durante la mañana había hecho sol y el cuarto de estar se había caldeado, entonces,  con el brasero y la mesa camilla, se podía pasar en él la tarde.

La cocina daba al patio de luces y era amplia, una ventana de las de guillotina, daba luz, ventilación cuando hacía falta y acceso a la fresquera, que era una especie de cajón con paredes de malla metálica, donde se dejaban los alimentos para que se refrescaran. En aquellos años no había frigoríficos y en hogares muy avanzados, empezaban a estilarse las neveras que funcionaban a base de trozos de barras de hielo. Había también una puerta, que comunicaba con la despensa, donde se guardaban los productos no perecederos. Una mesa y cuatro sillas completaban el mobiliario de la cocina, en una de cuyas paredes había un calendario con San Antonio como figura principal. Al principio, las sillas se ocupaban todas, luego, más tarde, con la ausencia de su tía y la muerte de su padre sobraban dos. Mundi se preguntaba por qué  no se quitaron las sillas, pero allí seguían y siendo más mocito comprendió que era una de las mil formas que empleaba  su madre para tener presentes a sus seres queridos y ausentes.

Pero la protagonista del habitáculo era la cocina económica. De hierro, negra, dos fogones, una puerta frontal que daba acceso al horno, otra, mas pequeña, por donde se sacaba la ceniza que originaban el carbón y la leña en la combustión, ¡ah! y un grifo por donde salía el agua caliente de un depósito que tenia la cocina y que se llenaba diariamente de agua para que se fuera calentando. A un costado de la cocina, la fregadera, de una especie de granito, con dos partes: una para fregar y la otra con una rampa ondulada, para frotar la ropa cuando se lavaba. La salida de humos de la cocina era una chimenea, incrustada en la pared, con el “tiro”que permitía entrar más o menos aire para la combustión. Al otro costado de la cocina, una superficie de baldosa blanca, debajo de la cual se guardaban la leña y el carbón y que servía a su madre como mostrador, donde preparar los alimentos que luego cocinaba. Así que en  ése escenario Mundi desayunaba y comía y cenaba. Un día tocaba café(mas bien malta) con leche y una rebanada de pan con nata. Al hervir la leche, en aquellos tiempos la leche venía del proveedor al consumidor, daba una nata de casi un dedo de espesor  que esparcida por la rebanada de pan y con un poco de azúcar  le sabía a Mundi a gloria. Las comisuras de los labios se le quedaban llenas de nata y azúcar, su madre le decía: ”Límpiate los labios” y él lo solucionaba pasándose la lengua. Otros días, era pan con aceite y azúcar o galletas María o simplemente leche con pan “migao” del día anterior, sopas, que decía Mundi. Como extraordinario, había veces que su madre compraba un bote de leche condensada y lo ponía al baño Maria; la leche se convertía en una pasta marrón que extendida por el pan le sabía riquísima. Muchos años después, en un viaje a Argentina,  comprobó que lo que allá llamaban el dulce de leche, dulce tradicional, no era ni más ni menos que una variante de lo que él había desayunado entonces.
 

 

 

 

A Mundi, en esas fechas, le encantaba acompañar a su madre a la compra. Era para él un mundo desconocido y se lo pasaba bomba por eso, la víspera de Nochebuena cuando su madre se empezaba a arreglar, él, hacía lo propio y con sus medias de lana hasta la rodilla, sus chirucas , sus pantalones cortos, (ya tenía ganas de crecer para que le pusieran bombachos que, en aquella época, era el paso previo a los pantalones largos), su camiseta de felpa de manga larga ,su camisa de franela, su jersey de cuello alto y su abrigo, se preparaba para ir con ella. Antes de salir, había veces que su madre le ponía una boina marrón, aunque esa prenda no le gustaba mucho y siempre que podía se la quitaba. Sí admitía, una bufanda que le tapaba hasta justo debajo de los ojos y unos guantes de lana. Así, de esa guisa y de la mano de su madre se iba con ella para “hacer la plaza.”
 

Para ir al Mercado de Abastos, que así se llamaba, tenían que recorrer unas cuantas calles. En el trayecto, no dejaban de encontrarse con alguna conocida que, a pesar del frío, se paraba para hablar un rato aunque fuera corto y es que, en aquellos años, se conocía todo el mundo en una capital de provincias pequeña como aquella. El tráfico  era escaso, hasta tal punto, que todavía no habían instalado semáforos. La circulación la regulaban, en los principales cruces de calles de la ciudad, los guardias urbanos ataviados con un uniforme azul marino, sobre el que iba un larguísimo capote del mismo color y un correaje blanco del que pendía una porra. En la cabeza un casco blanco y en las manos guantes igualmente blancos. Un silbato estridente y un movimiento continuo de brazos, indicaban a los escasos conductores lo que debían hacer. Ese día, en torno al urbano, descansaban unos paquetes, obsequio de algunos conductores en agradecimiento a su labor. Era el aguinaldo.

 El Mercado de Abastos era un edificio grande que estaba en el centro de la ciudad y tenía dos pisos. En el que daba a la calle, estaban las verdulerías con productos traídos de madrugada directamente del campo. En el piso superior, las pescaderías y las carnicerías, pero lo que de verdad le gustaba a Mundi era, en esas fechas, el exterior del mercado. Unos hombres vestidos con unos blusones grises, pantalones de pana negros y muchas veces albarcas, custodiaban, en un pequeño cercado, a los pavos en espera de que alguien les comprase alguno. Pavos vivos, lo mismo que los capones y las gallinas que había un poco mas allí. Su madre solía comprar capón pues para pavo no llegaba. El problema era que el capón, con las patas atadas, lo metían en una cesta   y había que matarlo en casa. Cuando vivía su padre, era él quien lo hacía, pero luego, tenían que recurrir a una vecina que era una auténtica maestra en el arte del degüello. Mundi colaboraba en el desplume del animal, una vez muerto. Se guardaba alguna pluma de las largas para jugar con sus amigos a los indios. Otra cosa que compraban, era el cardo que, a Mundi, le gustaba mucho como lo ponía su madre, con una salsa de almendras riquísima.

 


 

El día 24 por la mañana, acompañaba a su madre a otro de los lugares que a Mundi le encantaba: la tienda de ultramarinos...

 

Cuando se entraba a la tienda, a la derecha, había un montón de sacos, cada cual con un letrero, en los  que se encontraban las legumbres. A la izquierda, las verduras y las frutas y al frente, el mostrador con su balanza de pesas y tras del que el tendero, Celestino se llamaba, con guardapolvo azul, atendía a su clientela. En la pared frontal, detrás del tendero, estanterías y cajones donde se veían los chocolates, el laterío, las especias, el azúcar, la sal, la harina y en esa época, los turrones, los mazapanes, los polvorones, el guirlache... En un costado, un bidón, con una bomba manual, con la que se extraía el aceite que demandaban las clientas; pero a Mundi lo que le llamaba la atención era la romana. Colgaba pendida de una cadena sujeta al techo y se empleaba para pesar las patatas. La miraba con el ceño fruncido ,porque Mundi cuando veía algo nuevo para él o le decían algo que no entendía, fruncía el ceño. Al entrar en la tienda, su madre pedía la vez y esperaban a que le tocase el turno. Mientras, Mundi oteaba las mercancías de la tienda y en voz baja le decía a su madre: ”Compra castañas”. Le gustaban las castañas, unas veces las comía asadas en el fogón y otras se las hacía su madre cocidas en un puchero con unos granitos de anís. Allí compraban, además de las castañas, turrón blando y duro, este último, era gordo, casi como un ladrillo, para comerlo hacía falta primero romperlo con un martillo, polvorones, que a Mundi le gustaba apretarlos antes de quitarles el papel para luego metérselos  en la boca y casi asfixiarse, hasta que conseguía irlos tragando poco a poco, los mazapanes, que no le gustaban tanto y unas barritas de guirlache, que esas le gustaban un montón. Una tableta de turrón de yema ,que le gustaba a su madre, y unas almendras garrapiñadas completaban la compra. ¡Ah! y una botella de sidra El Gaitero. Moscatel, vino rancio o vino dulce, que es como también se le llamaba, anís del Mono y coñac Soberano, había siempre en el aparador de  casa, por si venía alguna visita.

Lo que en esos años Mundi no acertó a descubrir es que, en la tienda, además de todo lo que había visto, había un libro alargado en el que, en las hojas, que encabezaban los nombre de algunas de las clientas, se iba anotando los importes de las compras hechas cada día y a finales de mes, éstas, compensaban la totalidad o parte  de la deuda, generalmente parte. Y el nombre de la madre de Mundi encabezaba una de esas hojas. Pero Mundi era ajeno a esos problemas y mientras volvían a casa sólo estaba deseando  que llegara  la noche para poder comer turrón, porque, eso sí, hasta que no llegaba esa noche no se comía nada de lo que se denominaba “dulces de Navidad” y la norma se guardaba a rajatabla.

La relación madre hijo no siempre era de color de rosa sobre todo para Mundi. En esos días, como hacía mucho frío y al no tener que ir al colegio, pasaba muchas horas en casa. Con los amiguitos, salía alguna vez o solían reunirse en casa de alguno de ellos. El día era largo y Mundi, como cualquier niño de su edad, tenía ratos en que hacía todo lo posible para incordiar a su madre. Ella, al principio, le avisaba  y aguantaba, pero llegaba un momento en que no había otra solución  que la que mejor entendía el chaval:¡La zapatilla!.

 

 

 

Cuando su madre se quitaba la zapatilla, el subconsciente de Mundi actuaba como un juez en una carrera de atletismo y le indicaba que el pistoletazo de salida había sonado y Mundi iniciaba una carrera desaforada, por el pasillo, en busca de su habitación, con su madre detrás. Había un problema, el pasillo daba una vuelta en ángulo recto sin peralte y allí llegaba Mundi pasado de revoluciones y sin frenos, con lo que irremisiblemente se daba con la pared de enfrente y en el rebote ,justo en ese momento, ni antes ni después, en ese preciso momento, es cuando su madre le colocaba el zapatillazo en una de las dos nalgas, sin preferencias ,en la que le cayera más a mano. Ahí se terminaba la carrera. Mundi, entonces, adoptaba una postura muy digna y con la mano puesta en el lugar dolorido, el cuerpo erguido y paso decidido, alcanzaba, por fin, su habitación, se encerraba en ella y entonces rompía a llorar. Se bajaba el pantalón y su calzoncillo de  bragueta y en el espejo del armario se miraba la manzana maltrecha y conforme la silueta de la suela de la zapatilla se iba dibujando más netamente sobre su piel blanca, más grande era el llanto y la congoja de Mundi. Pero todo pasaba, al cabo de un rato salía de la habitación y con un “¿me perdonas? “, hacía las paces con su madre. Ella siempre le perdonaba y le pedía un beso a cambio. Besos de madre, besos que luego allá, en los colegios, echaría de menos. Besos que trataban de borrar los chorretones que el llanto había dejado en los carrillos de Mundi, besos de amor como sólo ellas saben darlos, besos que quedan en el recuerdo y que con el paso de los años se echan en falta.

 

II

Su madre... siempre pendiente de todos, de hacerles felices. Cuando vivía su padre, pendiente de los dos, luego, dedicada a él, quedándose  siempre la última y siendo la primera en las privaciones. Se las ingeniaba para estirar la paga de forma inverosímil. Recordaba Mundi, de donde había salido el abrigo que llevaba de pequeño. Se deshizo un abrigo viejo de su padre, se le dio la vuelta a la tela y unas hermanas modistas, que vivían en el piso de arriba, se lo hicieron para él, por supuesto mas pequeño, y muy bien hecho, pero con un fallo. Las modistas, acostumbradas a coser para mujeres, le pusieron la botonadura al revés y ahí estaba Mundi, abrochándose el abrigo a la izquierda. Fue su tía la que dio la voz de alarma: ”A este niño le veo algo raro”. Vuelta con el abrigo a las modistas para que cambiaran la botonadura, cierre de los antiguos ojales y apertura de otros nuevos, cambio de lugar de los botones y por fin, Mundi hecho un señor.

No le hacía falta abrigo, pero poco menos, durante los ratos que pasaba en el cuarto de estar preparando su belén. Sobre un tablero, con una caja de zapatos organizaba un portal, dentro colocaba las figuritas que eran de barro y pequeñas. De algún tiesto de su madre cogía tierra y la esparcía por el resto del tablero. Un vecino, cuyo padre tenía una huerta, se encargaba de traer musgo para los belenes de todos los amigos. El río lo hacía a base de papel de plata y no faltaba la lavandera que colocaba en una orilla. En un costado, organizaba unos surcos y allí ponía un labrador cavando. Su madre le solía comprar alguna figurita nueva cada año: un pastor, unas ovejas, una casita. Con un poco de harina espolvoreaba lo que sería la nieve. Pero lo que no faltaba era un camino por el que venían los tres Reyes Magos. Para él, era una cosa mágica que cada día apareciesen  más cerca de portal y mientras duró la magia, todas las mañanas, cuando se levantaba, lo primero que hacía era ir a ver lo que les faltaba para llegar, porque, eso, significaba que era lo que a él le quedaba para que le trajeran los juguetes...

 

 

 

 

El tablero estaba sobre una mesa pequeña y ésta apoyada a la pared donde, Mundi, colocaba un rectángulo de papel de estraza azul, a guisa de cielo, que su madre le sujetaba con unos alfileres .Sobre el papel, pegadas con un poquito de engrudo, unas cuantas estrellas y una más larga y con cola.

La verdad es que durante los días previos a la Nochebuena, Mundi llevaba una vida muy agitada. Se lo pasaba en grande abriendo la puerta  a los que venían a por el  aguinaldo.

 

En aquellos años, ni el cartero, ni la lechera, ni el panadero, subían a las casas. Llamaban desde abajo, si la casa tenía timbres en el portal, al timbre y si no, usaban el picaporte(tres golpes limpios,3º dcha, tres golpes y repique,3º izda), en ambos casos, con timbre o con picaporte, después de llamar gritaban: ¡ cartero !, ¡ el pan !. El del hielo era otra cosa, llamaba y sin esperar, dejaba en el umbral del portal el trozo de barra de hielo que correspondía al vecino que estaba abonado. Si éste tardaba en bajar o no estaba en casa, cuando quería recoger el hielo, sólo  encontraba un  charco de agua.

 

 

 

 

“¡Hijo, baja al portal que llama el cartero. Será carta de la tía!”. Y Mundi bajaba las escaleras hecho una exhalación. El cartero, con su enorme carterón de cuero colgado del hombro, esperaba paciente.”Toma chaval para tu madre”, y Mundi ,vuelta otra vez escaleras arriba con la carta. De por sí corría, pero mucho más, cuando pasaba por el primer piso, ya que, en la mano derecha, vivía una señora que, en realidad, era muy buena y no se metía con nadie y menos con Mundi, pues  tenía un hijo más o menos de su edad, pero había un pequeño detalle que a Mundi le ponía los pelos de punta cuando la veía y es que iba a la calle vestida con hábito. Una promesa que contrajo cuando su hijo mayor cogió la tuberculosis . “Si me lo salvas llevaré hábito hasta que se case”. Se salvó, pero no había manera de que se casase y ahí andaba la mujer con su sempiterno hábito. Mundi, era demasiado pequeño para entenderlo.

Esos días, todos subían a los pisos.”El cartero les desea Felices Pascuas”,decía en una tarjetita que entregaba cuando se le abría la puerta. Lo mismo el carbonero, y el sereno y la lechera. Todos a por el aguinaldo.

 Llegaba la noche del 24 y las calles de la ciudad se iban quedando desiertas, las últimas tiendas cerraban sus puertas y las pocas personas que se veían por la calle, caminaban deprisa y encogidas con las manos en los bolsillos, deseando  llegar a sus casas. Por el patio de luces de la casa, se oía el trajinar en las cocinas de las vecinas preparando la cena.

En casa de Mundi había una tradición y era que tanto en Nochebuena como en Nochevieja el plato fuerte era pescado y los días  de Navidad y Año Nuevo era la carne. Pero Mundi con lo que era feliz era con los postres, estaba deseando de terminar para que su madre sacara la bandeja donde estaban todos los dulces que habían comprado. Y llegaban los postres y ahí era el momento de Mundi. Su madre disfrutaba viéndole comer los dulces  y cuando tenía el polvorón en la boca le decía:”A ver si eres capaz de decir Pamplona” y Mundi, Pamplona no decía, pero ponía todo perdido de trozos de polvorón. Una vez, en vida de su padre ,le dieron a probar un poco de sidra y el resultado fue que el gas se le subió por la nariz  y además de producirle unos lagrimones como puños, Mundi, soltó un eructo, tal cual un peón caminero después de almorzar al borde de una cuneta.
 

En la memoria de  Mundi, esas cenas estaban cubiertas de un tinte de amargura. Su madre hacía lo posible porque se sintiera bien, pero no podía evitar el recuerdo de los ausentes, ese sitio vacío en la mesa  representaba  para ella un abismo, el todo o la nada, por eso, cuando Mundi fue un poco mayor, no paraba de hablar durante la cena contándolo mil y una peripecias de su estancia en los colegios, haciéndola reir, y tratando  que durante ese rato su madre fuese feliz. No podía evitar que, en algún momento, se hiciera el silencio y los ojos de su madre perdieran ese brillo del que hacía gala, nublados por alguna lágrima. Con la vuelta de su tía la cosa se animó porque la que no paraba de hablar era ella, aunque siempre, siempre, había un momento en que el recuerdo se apoderaba de la velada.

 

Dos fracasos constaban en el currículum de Mundi por esas fechas, uno tenía relación con la Misa del Gallo. Un año se empeñó en que quería ir y fueron y entre el calorcito de la iglesia y la digestión de la cena fue entrar y quedarse dormido como un tronco.

El otro en Nochevieja. Se quedaban después de cenar escuchando la radio hasta que llegaban las doce campanadas, pero Mundi nunca aguantaba, terminaba dormido encima de la mesa. Su madre le despertaba cuando iban a sonar las campanadas. Era un desastre, pues entre que estaba adormilado y lo grandes que eran los granos de uva, sólo llegaba a meterse en la boca los tres primeros, el resto los guardaba para el día siguiente ante el peligro de atragantarse.

Sí recordaba que, un año, su madre el día 30 le dijo:”Hijo, mañana por la mañana llega a la fonda, que está a la vuelta de la esquina, un hombre que tiene mas ojos que días tiene el año”. Mundi frunció el ceño, y su cerebrillo empezó a procesar el dato. No dijo nada pero el día 31, él y un par de compis, provistos de sus correspondientes abrigos y bufandas, estaban  desde horas bien tempranas apostados, cerca de la puerta de la fonda, contando los ojos que tenían todos los hombres que entraban en ella. Cuando su madre bajó para hacer la compra allí los encontró con cara de desánimo. Le dieron pena y no pudo por menos de explicarles el quid del dicho. En compensación, les dio dinero para que se compraran chicle bazoka  y regaliz de palo.

Por la radio se oían las campanadas y la radio era una inseparable compañera en aquellas fechas. Alberto Oliveras, cargaba las tintas durante esos días con su “Ustedes son formidables”,presentando casos que ponían el corazón en un puño. El contrapunto lo ponían “ Cabalgata fin de semana “,Pepe Iglesias “el Zorro”,  aquellas voces familiares de Pedro Pablo Ayuso, Matilde Conesa , Matilde Vilariño y tantas otras, que hacían volar la imaginación, interpretando a personajes que acababan convirtiéndose en ídolos de los oyentes.Además los villancicos, a todas horas villancicos. En la emisora local el programa ”Por la sonrisa de los niños”, recaudaba fondos para comprar juguetes a los niños pobres.

 

 

En vacaciones, con el frío que hacía, el refugio de los niños era el cine y como las sesiones eran continuas y de programa doble, mejor que mejor. Desde el gallinero, con su bolsa de pipas, Mundi, era feliz viendo: ”Manolo guardia urbano” o ”Cerca de la ciudad” donde Marsillach, hacía de cura de un barrio marginal de Madrid, y al “Gordo y el Flaco” y a Charlot y a Rin- Tin-Tin. En las españolas se hacía alusión a la Navidad. Pero la película que le sorprendió a Mundi, siendo un poco más mayor, fue “Navidades blancas”. Ahí es donde se dio cuenta de que había unas navidades diferentes, navidades en colores. Pero él estaba viviendo la suyas, las navidades de tintes grises, a lo sumo sepias y que a falta de referencias, coloreaba, a su aire, con esa paleta multicolor que da la ilusión de la niñez.

 

III

Las figuras que representaban a los Reyes Magos no distaban ni un palmo  de su destino y Mundi estaba cada vez  más nervioso ya que, veía, le faltaba menos para disfrutar de sus juguetes.

 

 

 La carta la escribía siempre con mucha antelación, su ingenuidad le hacía pensar que convenía escribir pronto no sea que se terminasen los juguetes y se quedase sin nada. Se esmeraba en la letra para que le entendieran bien .Le habían inculcado que no había que pedir demasiados juguetes, pues así llegaba para todos. Pero él, a lo suyo, bastantes días antes de escribir la carta, pegaba la nariz a los escaparates de las tiendas de juguetes  y empezaba a  hacer su lista mental para plasmarla en la misiva. El acontecimiento de Reyes tenía su ritual, la víspera por la tarde, su madre preparaba en casa una merienda de chocolate hecho y picatostes. Lo hacía muy bien, compraba una tableta de” chocolate de hacer”, dura y negra como el tizón, la rallaba y una vez hecha polvo, la mezclaba con leche caliente y al fuego lento, en una cazuela, despacito, le iba dando vueltas, con una cuchara de palo, hasta que hervía. Mundi invitaba a dos o tres amiguetes y sentados en torno a la mesa de la cocina, esperaban a que se hiciera. Su madre colocaba la cazuela con el chocolate en el centro de la mesa y una fuente con pan frito y azúcar, les iba sirviendo y hasta que no terminaban la cazuela, no se levantaba ninguno. Una vez vacía la cazuela, uno a uno pasaban por la fregadera donde su madre, les daba un buen refrotado de cara para quitarles los restos del chocolate. Luego, bien abrigados, se iban a ver la cabalgata de Reyes.

La verdad es que Mundi recordaba que la cabalgata era un tanto pobre y triste. Al principio una carroza, que no recordaba bien a qué hacía alusión, porque de lo que se acordaba era del plato fuerte que venía después: ¡Los Reyes!.

 

 

 

Venían en caballos y acompañados por unos pajes a pie. Mundi no sabía, que los caballos eran del cuartel de su padre y los pajes, soldaditos  debidamente caracterizados. Los Reyes iban por orden: primero Melchor, luego Gaspar y al final de todos Baltasar. Este último, era el que más impresionaba a Mundi y por el que sentía una atracción especial; hasta tal punto que, aquel año, Mundi juraría que cuando llegó a su altura le miró sólo a él, a Mundi y le dijo:” ¿Qué tal te has portado este año?”.”¡Bien, he sido bueno!”, gritó Mundi , y estaba seguro que el otro le sonrió mientras le guiñaba un ojo y le saludaba con la mano. A Mundi le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo  y por supuesto no reparó en que al “Rey”, cuando le saludaba con el brazo, se le bajaba la manga y se le veía el brazo blanco en contraste con la cara y las manos “negras”,tiznadas con corcho ahumado. Allí se quedó Mundi, quieto, viendo como se iba alejando “su” Rey, hasta que su madre le devolvió a la realidad tirando de él, la cabalgata había terminado y el frío cada vez era más  intenso. Esa noche, Mundi no cenaba, un vaso de leche era suficiente, ya que todavía tenía el chocolate y los picatostes a mitad de digestión. Se acostaba pronto, para que los Reyes no le sorprendieran despierto, pero, antes, cepillaba bien las botas, que dejaba en el cuarto de estar junto al belén y  un plato con un poco de turrón y unas copitas y una botella de anís, por si tenían frío y querían echarse un traguito. Unos trozos de pan duro para los caballos, completaban el ágape de recepción.

La verdad es que por mucho que hacía por dormirse no había manera, apretaba los ojos con fuerza, metía la cabeza debajo de las mantas, pero le podía la curiosidad de si oía algún ruido. La casa  estaba en silencio, así que, a las tantas, por fin, se quedaba dormido y en el sueño volvía a revivir su  conversación con el Rey Baltasar.

Y llegaba el día, en cuanto su madre le despertaba salía corriendo como una bala  en dirección a la habitación donde se suponía habían dejado los juguetes. La verdad es que, cuando llegaba a la puerta, se paraba en seco, contenía la respiración y la abría despacio, muy despacio y poco a poco, iba asomando la cabeza. Que habían estado allí era seguro pues, el pan, los trozos de turrón y las copas habían desaparecido, y por si había dudas, las figuras de los tres Reyes del belén estaban pegaditas al portal. Así que con fuerza terminaba de abrir la puerta y se plantaba en la habitación. Nunca consiguió que le trajeran todo lo que había pedido, sí es cierto que algo  coincidía pero, en aquellos años, las posibilidades estaban muy limitadas y la desilusión que se llevaba, viendo la menguada carga que le habían traído, la compensaba cuando, mas tarde, se reunía con sus amigos y veía que, salvo raras excepciones, estaban en la misma situación. Mundi recordaba con emoción su ingenuidad mientras duró la magia. Cuando descubrió la realidad, quiso permanecer aferrado a esas sensaciones vividas en aquellos días hasta el punto que, aun hoy, hecho todo un señor mayor, el día 6 de Enero se levantaba con el gusanillo de la incertidumbre y el niño que llevaba dentro, salía a relucir cuando deshacía los envoltorios de los regalos.

 

 

 

Algunos juguetes de los que en aquellos años le habían traído, todavía los guardaba arrinconados en un viejo trastero. Un triciclo, con el que había batido record de velocidad por el pasillo, un rompecabezas, un juego de construcciones, una escopeta de corcho, un arco sin flechas, ya que la única flecha que venía con él, de las de ventosa,  desapareció cuando decidió hacer puntería sobre uno de los cuatro cristales que componían   la ventana de su habitación y cosa rara, acertó. La flecha se quedó pegada con la ventosa en el cristal y todo hubiera ido bien de no ser porque la masilla que lo sostenía estaba ya pasada y lentamente, cristal y ventosa, con flecha incorporada, se fueron  a la  calle. Hubo suerte pues no pilló a nadie, el cristal se hizo añicos y algún mozalbete de los que pasaban por allí se quedó con la flecha. Mundi de eso no se enteró pues, para él, había sonado el disparo de salida y corría que se las pelaba por el pasillo tratando de evitar el zapatillazo de su madre. También guardaba... un libro de cuentos de Hans Christian Andersen. Este regalo fue idea de su tía y la verdad es que el libro era muy bonito; grande como un atlas, de tapas duras ,hojas gordas y con unas ilustraciones, en sepia, preciosas. Lo que pasaba es que las ilustraciones eran demasiado reales y Mundi cometió el fallo de empezar a leerlo por la noche, en la cama, antes de quedarse dormido y fue dormirse y empezar a dar vueltas alrededor de su cama un puñado de brujas, de las auténticas, de mentón prominente,  narices curvas, muy curvas, que casi se juntaban con la barbilla, y bocas melladas, vestidas con sayales negros y cabezas con escasos, pero largos pelos blancos. La habitación se había convertido en un auténtico aquelarre y Mundi optó por taparse por completo pero, cada vez que asomaba la gaita por una rendija de las mantas, allí seguían. Cuando, al día siguiente, despertó, el libro estaba sobre la mesilla, no había ni rastro de las brujas, pero él, Mundi, estaba caladito de sudor y de otro líquido que olía de una forma un tanto extraña. En una palabra, estaba meadito vivo de miedo. 
 

 

 

 

Bastantes años después...
 

El matrimonio soportaba paciente el atasco que formaban los vehículos, tratando de encontrar sitio en el parking del Centro comercial. Las fachadas del establecimiento resplandecían con un sinfín de motivos navideños, diseñados a base de bombillas de  mil colores. Como todos los años ,la víspera de Nochebuena, acudían juntos para hacer las compras de Navidad. Desde principios de noviembre, las campañas publicitarias en prensa, radio y televisión, presentaban los productos navideños e invitaban a su consumo. Pero, ellos, permanecían fieles a la tradición y hasta ese día no compraban nada relacionado con esas fechas. Consiguieron aparcar el coche y se dirigieron al hipermercado. A la entrada, les recibió un tipo, a guisa de Papá Noel,  vestido de colorado, con larga barba blanca y un buen tripón; hacía sonar una campanilla y decía muchas veces ¡hop!, ¡hop!, ¡hop!, mientras que a los niños les daba caramelos. Junto a él, en el suelo, tenía un gran saco, en teoría, lleno de juguetes. La música ambiente, desgranaba temas navideños, la mayor parte en inglés. Entraron y más adelante se encontraron con unos tronos, sobre una tarima, en los que estaban sentados los tres Reyes Magos, por cierto, uno con gafas. El negro, era negro de verdad, y Mundi no pudo por menos de esbozar una sonrisa recordando el Baltasar de su infancia. Una fila de niños acompañados de sus padres, esperaban pacientes que les llegara el turno de entregarles la carta y hacerse una fotografía con su rey preferido.

Viendo las caras de expectación de esos niños, Mundi , se dejó llevar por los recuerdos de  aquellas navidades de su niñez ,las navidades de aquellos años de carteros y serenos, de braseros y cisco, de faldas plisadas y pololos, de mantillas y devocionarios, de fusibles de cerámica e interruptores de pera, de orinales y botellas de agua caliente, de  cuarterones de picadura y librillos de papel de liar, de carbonilla y billetes de tercera clase, de películas censuradas y gallinero, de permanentes y brillantina, de Frente de Juventudes y Sección Femenina, de sotanas y bonetes, de besugos y chicharros, de colchones de lana y somieres de muelles, de tirabuzones y plexiglás, de cocinas económicas e infiernillos, de botejas de leche y repartidores de carbón, de soldados y niñeras, de Mariquita Pérez y mecanos, de escopetas de corcho y cocinitas de hoja de lata, de tebeos y  cromos, de canicas y tabas, de panas y  chirucas , de maletas de cartón piedra y emigrantes, de eras y trillos, de máquinas de vapor y motos con sidecar ,de hoces y zoquetas, de calles de adoquines y farolas de gas, de mili y Servicio Social, de leche en polvo y queso americano, de Fiscalía de Tasas y fielatos, de “fiaos” y Letras de cambio, de fondas y alquiler de habitaciones con derecho a cocina, de blusones y guardapolvos, de botijos y porrones, de besos furtivos y moral pública, de cataplasmas y fósforo Ferrero, de sabañones y pasamontañas, de achicoria y agua de litines, de abrigos vueltos y medias con costura, de carros de mano y mozos de estación, de pan de hogaza y azúcar moreno, de cines de sesión continua y matinales,  de gaseosas de sobre y sifones, de seriales y diarios hablados (partes), de manteles de hule y cajas redondas de arenques en salazón, de igualas y sanguijuelas, de irrigaciones y aceite de ricino, de inocencia  y credulidad...; años, que le tocó vivir en una edad en la que todo es posible porque todo queda por llegar. Años, que le producían una cierta añoranza y que cada vez le quedaban más lejanos y borrosos, con seres entrañables, amigos, vecinos, personas, objetos  y hechos, que formaron  una parte muy importante de su vida a la que no quería renunciar.

                                   

             Navidad 2004-2005