EL CASTILLO DE SANTA CRUZ Y LOS HUÉRFANOS DEL EJÉRCITO
Por José Luis Isabel Sánchez
 
Extraido de la conferencia dada en el Castillo de Sta. Cruz el día 17/07/04

1.- LOS HUÉRFANOS DE MILITARES

            
Triste es la situación del huérfano cuando desaparece el cabeza de familia y los que le rodean carecen de recursos para mantenerlo y educarlo, y más triste todavía era cuando, mucho tiempo atrás, el Estado no tenía la obligación de prestarle protección alguna, obligando a la Iglesia a fundar centros de acogida en los que, además de procurar su alimentación, se les daba la educación necesaria para poder desenvolverse en la sociedad.

La alta tasa de mortalidad de siglos pasados hacía que la orfandad fuese elevada en la sociedad civil, pero aún lo era mayor en la militar, pues a los fallecimientos debidos a dolencias comunes se unían los producidos en las frecuentes guerras, así como los ocasionados por enfermedades contraídas en aquellos lejanos y poco saludables países en los que se encontraba desplegado el Ejército español, cuyos componentes debían soportar unos climas a los que sus organismos no estaban acostumbrados y unas formas de vida y alimentación poco recomendables para mantener una buena salud.

Desde la creación en España de un ejército permanente en el siglo XVI, las viudas y huérfanos de los militares -e incluso estos mismos cuando llegaba el momento de separarse del servicio por edad o inutilidad- se acogían a la piedad de los reyes para obtener una pensión que les permitiese subsistir. Si no lo conseguían, estaban abocados a depender de la caridad pública o a vivir en la miseria, sin que de nada sirviesen los ser­vicios prestados por el cabeza de familia.

Los monarcas trataron de poner remedio a esta situación recurriendo al sistema más sencillo: limitar los matrimonios exigiendo determinados requisitos para poder contraerlos.

Felipe IV se quejaba a través de la Ordenanza promulgada en 1632 del excesivo número de casamientos que los militares contraían en los Países Bajos y en Italia, lugares donde se encontraba la casi totalidad de nuestro ejército, trazando un fiel retrato de la situación por la que atravesaban las familias de los militares fallecidos. Decía este Rey que se veía obligado a sustentar dos ejércitos «uno de vivos que me sirven, y otro de los muertos que me sirvieron, en sus mujeres e hijos. A los niños que dejan cuando mueren, es preciso asentarles plazas, porque no queden sin remedio para su sustento, y ello acrecienta el número  de la gente que no es efectiva para el servicio». Es decir, que la única solución que veía el rey para ayudar a los hijos de los militares era permitir que ingresasen en los Cuerpos como soldados a una edad muy temprana, lo cual suponía un perjuicio para el Ejército.

Ante esta situación, Felipe IV se vio obligado a prohibir que en los Países Bajos e Italia se casase más de una sexta parte de los soldados -una cuarta parte en España-, y que de capitán para arriba tuviesen que pedir licencia real, perdiendo su empleo en caso de casarse sin ella.

Las Ordenanzas que sucesivamente fueron estando vigentes se encargaron de recordar la anterior prohibición, a la que nadie prestaba atención, viéndose obligados los reyes a amenazar a los capellanes que oficiasen aquellas ceremonias en que los contrayentes no presentasen la debida licencia real.

En 1742 el rey reconocía que de coronel para abajo ningún militar estaba en condiciones de contraer matrimonio, «pues la asistencia de sus sueldos escasamente los produce lo suficiente para mantener su decencia sin la carga del matrimonio; el infeliz y mísero estado a que, en falta de sus maridos, quedan reducidas las mujeres, gravando mi Real Erario, ya con pensiones para su subsistencia, ya para las de sus hijos con empleos».

Con el paso del tiempo se fueron adoptando otras medidas coercitivas, dado el escaso resultado de las anteriores, entre ellas limitar la edad mínima del contrayente, no conceder destino en los regimientos a oficiales casados que no tuviesen un empleo inferior a coronel, exigir una renta con qué atender a la familia con el fin de que el sueldo lo destinase el militar a su propio sustento, y exigir a la cónyuge una dote.

Estas limitaciones se mantuvieron hasta la época liberal, pues la Ley Orgánica del Ejército, promulgada en 1821, dispuso que todos lo militares pudiesen contraer matrimonio «sin más requisitos y licencias que los demás españoles con solo llevar seis años de servicio», pero al retorno del absolutismo se volverían a implantar las medidas anteriores, amenazando con la pérdida del empleo a quienes se casasen sin licencia real y exigiendo para obtenerla que la cónyuge aportase una dote mínima de 50.000 reales.

Con la llegada de la Primera República, en 1873 el militar recuperó la libertad para contraer matrimonio, manteniéndose esta situación hasta que en 1901 se volvió a imponer la necesidad de la real licencia y de depositar una cantidad de dinero cuyos intereses unidos al sueldo que se cobrase fuese igual o superior al que cobraba un capitán. Quienes contraviniesen estas disposiciones serían castigados con la pérdida del empleo y privados de la pensión que les correspondiese.

Al llegar la Dictadura de Primo de Rivera se suavizaron las condiciones, manteniéndose la obligación de solicitar real licencia y tener un mínimo de 23 años, pero desapareció la exigencia de una renta, continuando el castigo de la pérdida de empleo a quien contraviniese esta ley.

La Segunda República siguió la norma de la Primera, concediendo libertad absoluta, en igual caso que la población civil.

Al término de la Guerra Civil se exigieron ciertos requisitos, no tan gravosos como los anteriores. Hubo que solicitar una licencia especial, tener cumplidos 25 años y que la futura esposa fuese de origen hispano o nacionalizada española, debiendo profesar la religión católica y no ser divorciada. Estas limitaciones desaparecieron en 1957, una vez firmado el Concordato con la Santa Sede, permaneciendo solamente el requisito de solicitar licencia, obligación que desapareció al llegar la democracia.

Pero las medidas tomados por los reyes durante los siglos pasados fueron poco efectivas, por lo que no tuvieron otro remedio que recurrir a la fundación de centros de acogida de huérfanos.

Uno de los primeros de estos Centros fue el Colegio de Nuestra Señora de Loreto, fundado por Felipe II en 1585, y destinado a la acogida de niñas huérfanas, más expuestas que los niños a arrastrar una existencia llena de penurias y a perder su honra, a la que tanto valor se daba en aquellos tiempos.

A este Centro seguirían otros, pero enseguida se comprobó que los esfuerzos de los monarcas no alcanzaban a todos los componentes del Ejército ni a la totalidad de los miembros de la familia desamparada que habían perdido al padre, por lo que se tuvo que recurrir a otro sistema: la creación de asociaciones.

En 1728 el Cuerpo de Ingenieros creó una asociación a la que podían pertenecer todos sus componentes mediante el pago de una cuota destinada a cubrir las necesidades de sus viudas, la cual supuso, según el impulsor de la asociación, «un especial alivio para estas desdichadas, reducidas con sus hijos a mendigar para comer, si no eligen otro peor partido. Será a Dios esta obra tan acepta, como propia de la piedad del Rey, que se libertará de continuas instancias de esta naturaleza y su erario del crecido número de pensiones que les concede, y que dejará una memoria y una gratitud inmortal».

En 1751 la asociación se convirtió en montepío, que se nutría del descuento de ocho maravedíes por escudo de los sueldos de los generales, jefes y oficiales y de donaciones en dinero, bienes o muebles, entre ellos los 6.000 doblones con los que el rey acostumbraba a socorrer a las viudas y huérfanos.

Diez años más tarde este montepío se hizo extensivo a las viudas y huérfanos de los militares de todas las Armas y Cuerpos, que recibian una pensión cuya cuantía dependía del empleo del difunto marido.

Las viudas y huérfanos de los militares con empleo igual o superior a capitán quedaron amparadas por el Montepío, pero no así las de los oficiales subalternos.

Las viudas que recibiesen una pensión tendrían la obligación de mantener y educar a sus hijos hasta que cumpliesen los dieciocho años y a las hijas hasta que tomasen estado de casada o religiosa.

Con el paso del tiempo aparecieron otras disposiciones que modificaban o ampliaban el alcance de los beneficios y las pres­taciones que se concedían, manteniéndose la obligatoriedad del descuento hasta que en 1857 se determinó que las pensiones de viudedad y orfandad fuesen abonadas por el Tesoro Público, de igual forma que se hacía con los empleados civiles del Estado.

LOS COLEGIOS DE HUÉRFANOS DE LAS ARMAS

El sistema anterior se complementará más tarde con la creación de Colegios de Huérfanos por parte del Estado, siendo el primero de ellos el de la Unión, nacido en 1835 para recoger a las huérfanas de los militares fallecidos durante la guerra civil que asolaba al país. Este Colegio mantendrá su actividad hasta se transferido en 1987 a la Comunidad de Madrid.

Si la primera de las Guerras Carlistas, que asoló España entre 1833 y 1840  propició la creación del Colegio de la Unión, la Tercera, que comenzó en 1873 y terminó en 1876, obligó a crear el llamado Colegio de Huérfanos de la Guerra, que se estableció en Guadalajara en 1879, donde desarrolló su labor hasta que en 1936 fueron destruidos los edificios que ocupaba.

La labor de los anteriores Colegios se vería completada por el esfuerzo hecho por las Armas y Cuerpos, que por medio de Asociaciones destinaron los fondos aportados por sus socios al mantenimiento de establecimientos de acogida de huérfanos.

Fue el Arma de Infantería quien creó la primera Asociación y Colegio, siendo su promotor el general don Fernando Fernández de Córdoba, marqués de Mendigorría. Cuentan de este General la siguiente anécdota que le animaría a crear el Asilo. Un día del mes de noviembre de 1864, paseando por el Rastro, se cruzó con un niño en cuya cara se reflejaba el hambre y la tristeza, que llevaba en sus manos una guerrera militar con charreteras de teniente y cubierta de medallas. El general entabló conversación con el pequeño, quien le contó que su padre había muerto y su madre se veía obligada a vender el uniforme de su marido para poder dar de comer a sus hijos. No sé si esta anécdota es cierta o falsa, pero el caso es que el general Fernández de Córdoba consiguió que en 1872 la recién nacida Asociación abriese las puertas de un Asilo en Toledo, ocupando desde su creación un antiguo hospital fundado en el siglo XVI, que, al igual que este Castillo, llevaba el nombre de Santa Cruz, y que pasó de acoger a seis alumnos en 1872 a cerca de 400 en 1880, a 900 en 1895 y a 1.600 en 1903.

Una de las grandes preocupaciones de los rectores de los Colegios de Huérfanos fue mantener la buena salud de sus alumnos, siempre difícil de conseguir debido a las carencias de la alimentación y a que habitaban viejos caserones faltos de las más elementales normas higiénicas. Se consideraba dentro de la normalidad que cada año falleciesen alrededor de seis niños o niñas.

Así, eran frecuentes los sabañones, debido al frío, y las afecciones oculares producidas por la deficiente iluminación. Peor eran las epidemias, que obligaban a conceder a los alumnos frecuentes permisos para evitar el contagio y, en ocasiones, a cerrar los establecimientos.

Uno de los remedios a los que se recurría para mantener la buena salud e higiene de los alumnos eran los baños. Cuando el febrero de 1874 falleció el primer huérfano en el Asilo, antes de que comenzase el verano se construyó una zona de baños en el río Tajo, y al año siguiente –después de fallecer tres huérfanos- se trasladaron a Alicante once niños e igual número de niñas, ya que el médico del Asilo había recomendado que tomasen baños de mar. En otras ocasiones, la Asociación subvencionaba los viajes de los huérfanos a la playa o para tomar baños medicinales en Panticosa. La situación sanitaria mejoraría a partir de 1914 con la construcción de una sala de duchas, a la que pomposamente se le dio el nombre de “Salón hidroterápico”.

La falta de espacio en Toledo obligó a trasladar el Colegio lo a Aranjuez en 1887, instalándose en un edificio cedido por la Reina Gobernadora, doña María Cristina, lo que hizo que al Establecimiento se le diese el nombre de Colegio de María Cristina, y que a los que en él estudiaron se les conociese con el sobrenombre particular de “cristinos” .

Anterior a este nombre de “cristinos” se le dio a los huérfanos otro apelativo cariñoso, el de “pínfanos”. Este nombre provenía de la palabra “pífano”, que no es otra cosa que un instrumento musical similar a una flauta, que, en unión del tambor, eran usados en nuestro Ejército para marcar el paso y amenizar las marchas. Pues bien, los soldados que tocaban los pífanos y tambores solían ser niños huérfanos de edades próximas a los doce años, a los que, como ya he dicho anteriormente, se admitían por caridad en el Ejército.

Sin embargo, el aumento de huérfanos acogidos, producido por las guerras de Ultramar, hizo que muy pronto se iniciasen los trámites para que volviesen a Toledo los huérfanos varones, siempre y cuando el Ayuntamiento construyese un edificio a propósito para albergarlos, lo que se conseguiría en 1897.

La situación económica del Colegio de Toledo mejoró en los años veinte, lo que permitiría a partir de 1923 enviar a un elevado número de alumnos a veranear en Gijón. Fue tan bueno el recuerdo dejado por los días pasados en la playa, que se decidió establecer una colonia veraniega en dicha ciudad, aumentando el año siguiente el número de alumnos que asistieron a ella, repitiéndose los viajes durante los años siguientes.

Otras Armas siguieron el ejemplo de la de Infantería y crearon también sus colegios.

De todas ellas nos referiremos brevemente al Arma de Caballería, por su íntima relación con el Castillo de Santa Cruz.

Su Asociación de Huérfanos fue la segunda creada, en 1891, siguiendo a la de Infantería, lo cual tiene su lógica, pues al combatir los componentes de ambas Armas en primera línea son los que sufren un mayor número de bajas.

Los fondos recaudados por la Asociación permitirían inaugurar al año siguiente en la ciudad de Valladolid el Colegio de Santiago, con idénticos fines que el de María Cristina de Infantería.

El Colegio se mantuvo en Valladolid hasta que durante la Guerra Civil resultó destruido, levantándose sobre su solar en 1976 la Residencia Universitaria Santiago.

La Guerra Civil trastornó la vida de todos los Colegios de Huérfanos, que al terminar la contienda tuvieron que ser reorganizados, pasando a convertirse en colegios-residencias de carácter universitario y preparatorio militar, dependientes de un Patronato al que pertenecían todas las Armas y Cuerpos.

Para dar fin a esta primera parte de la conferencia, sólo me queda referirme a las asociaciones creadas por los antiguos alumnos de los Colegios de Huérfanos, que tras haber compartido alegrías y tristezas durante sus años jóvenes deseaban mantener contacto para recordar aquellas vivencias una vez pasado el tiempo. Los “pinfanos” crearon la suya, que dispone en la actualidad de una página web: pinfanos.org. Los “cristinos” crearon otra en los años 30 y llegaron a editar antes de la Guerra Civil una revista, que servía de enlace y medio de comunicación entre sus asociados, repartidos por todo el país.

2.- EL CASTILLO DE SANTA CRUZ

Las Asociaciones de Huérfanos se mantenían no solamente con las cuotas pagadas por sus socios, ya que en ocasiones recibían donativos, unas veces en metálico y otras en especies. De los primeros hay que destacar los legados dejados a su muerte por algunos militares.

Entre los segundos se encuentra el caso del Castillo de Santa Cruz, donado a los huérfanos de Caballería por la condesa de Pardo Bazán, doña María de las Nieves Quiroga Pardo Bazán, conocida por el nombre de doña Blanca, viuda del general Cavalcanti.



 

 

Aunque otros conferenciantes, seguramente mejor preparados que yo, han hablado anteriormente del Castillo, creo obligado hacer algunas referencias a él, que sirvan de introducción y nos permitan saber en qué estado se encontraba la isla y sus edificaciones en el momento de efectuarse la donación al Arma de Caballería..

El Castillo se encuentra situado al sudeste de La Coruña sobre un islote de una superficie de unos 10.345 metros cuadrados, a aproximadamente cuatro km de distancia del de San Antón, formando con éste y el de San Amaro, ambos construidos en el siglo XVI y a los que en el XVII se uniría el de San Diego, el enclave de la defensa artillera de La Coruña. En las horas de bajamar la isla se comunica con tierra.

 

 

Data del año 1594, cuando lo mandó edificar el entonces capitán general Diego das Mariñas. En 1587 el pirata Francis Drake había atacado las costas españolas, siendo la ciudad de Cádiz la más perjudicada. Al año siguiente La Coruña fue testigo del regreso de los barcos españoles que no habían sido destruidos tras el desastre de la Armada Invencible. No tardó la reina Isabel I de Inglaterra en preparar su Armada para atacar nuestras costas, dándole el mando nuevamente a Drake, que se presentó ante La Coruña el 4 de mayo de 1589.

Drake penetró en la bahía coruñesa ciñéndose todo lo posible a la Punta de Mera, pasó por el través de San Antón pegado a la costa de Santa Cruz y manteniéndose fuera del alcance de las baterías del castillo desembarcó en la playa de Oza. El castillo de San Antón, asentado entonces sobre una isleta accesible por medio de barcas en todo su entorno, se hallaba todavía en fase de construcción, disponiendo de 19 troneras con cerca de una docena de piezas de artillería.

Ya conocemos el resultado del asedio, en el que destacó por su heroísmo María Pita y que supuso un fracaso para Drake, que a su vuelta a Inglaterra sería juzgado e inhabilitado por un espacio de cinco años.

A la vista de lo sucedido, se mejoraron las fortificaciones en el litoral de la bahía, construyéndose: Santa Cruz en 1594, San Diego en 1630-36, Mera en 1640-55, Valparaíso en 1655, etc., que en unión de San Antón formaron un sistema defensivo destinado a impedir acciones como la de 1589.

Hasta 1640 no se completaron las defensas de Santa Cruz, que no debieron tener gran importancia como podemos comprobar a la vista de este plano realizado en 1752, en el que se pueden observar unas murallas muy reducidas y dotadas de troneras para dos baterías, una de cuatro piezas y otra de tres. 

En el citado año el capitán general de Galicia, marqués de Croix, encargó al ingeniero Antonio Gaver un proyecto para mejorar el estado de la isla y de sus defensas. Al llevar el Castillo mucho tiempo abandonado, las instalaciones se encontraban muy deterioradas, por lo que se consideró que había que hacer nuevas la puerta de acceso y el rastrillo, reparar el Cuerpo de Guardia, la Capilla y el llamado “lugar común”, como también las murallas, cuyos parapetos de tierra habían desaparecido en algunos trechos como consecuencia de la acción de las aguas, recomendándose hacerlos de mampostería; también se hacía preciso techar las dos garitas de que disponía el recinto.

No se debieron considerar urgentes las obras, ya que éstas no se llevaron a cabo hasta 1774, manteniéndose entonces la batería de tres cañones ya existente, y construyéndose tras ésta una sencilla línea abaluartada que se extendía de un lado al otro de la isla  y era capaz para dos baterías de tres piezas cada una.

Transcurrieron veinticinco años hasta que de nuevo se consideró preciso hacer nuevas obras de mantenimiento. Realizada en 1799 una inspección del estado en que se encontraba la isla, se detectó que la acción del mar había dañado seriamente su base, excavando cavernas que amenazaban con hundir parte de las obras realizadas en 1774, por lo que el brigadier inspector del Real Cuerpo de Ingenieros don Miguel Hermosilla, aconsejó “recalzar” el islote para asentar sobre él una fortificación de carácter más moderna, siendo éste el nuevo aspecto que debería ofrecer la isla; pero las obras no se llegaron a realizar.

A través del siguiente montaje se pueden comprobar las obras realizadas en la isla de Santa Cruz a lo largo de dos siglos y medio.

Vemos que la entrada se encuentra en el mismo lugar de siempre, como es lógico, coincidiendo con la lengua de arena que permite en ocasiones la comunicación con tierra. Lo único que ha variado es la orientación de la puerta principal y las características del acceso, pasando de ser una rampa a un túnel. De construcción posterior a 1799 es la torre, que parece haberse levantado en el lugar que primitivamente se encontraba la Capilla. También es reciente el palomar.

El Cuerpo de Guardia, que en 1752 se encontraba a la entrada al Castillo, se trasladó posteriormente a la zona de las baterías, conservándose todavía en 1964 el recuerdo de su utilidad: “antiguo Cuerpo de Guardia”.

El “lugar común”, o zona de servicios, también ha cambiado su situación a lo largo del tiempo, como se puede observar.

El edificio principal ha ocupado siempre un lugar central en la isla, el mismo en el que don José Quiroga levantaría el actual Castillo.

Se conservan restos de ambas baterías, habiéndose destruido parte de la más interior al construirse el embarcadero.

Por último, donde se puede observar una mayor actuación humana es en la base de la isla, cuyo perímetro se ha reforzado hasta conseguir el estado actual.

A la vista de los restos que se conservan, no parece que a partir del siglo XIX se mejorasen las defensas de la isla, más bien su importancia iría disminuyendo hasta volver a caer en el abandono, como ya había sucedido en otras ocasiones, decidiendo desprenderse de la isla el Ministerio de la Guerra a finales de dicho siglo.

Fue entonces adquirido por don José Quiroga Pérez de Deza, esposo de doña Emilia Pardo Bazán, quien hizo construir en la parte central de la Isla un pazo destinado a vivienda. Tras la separación del matrimonio, en 1883, don José Quiroga residió en la isla durante cierto tiempo, siendo heredado más tarde por doña Blanca..

Al realizarse en 1938 los trámites para la donación del Castillo, se pudo comprobar que la parte baja de la isla había ganado superficie con respecto al momento de la compra por don José Quiroga, de lo que se deduce que fue posteriormente a ella cuando se construyeron los muros de contención que hoy existen, con lo que se ganó una superficie que entonces invadía el mar.

Hablemos ahora de los protagonistas de esta historia.

LOS PROTAGONISTAS

De origen florentino, don José Cavalcanti de Alburquerque y Padierna había nacido en San José de las Lajas (Cuba), en 1871. Fueron sus padres don José Cavalcanti de Alburquerque y Uakey, natural de Madrid, y doña Eloisa Padierna López.

Su padre había iniciado la carrera militar desde los empleos más humildes, en 1863 ingresó como soldado voluntario de Caballería, alcanzando sucesivamente los empleos de cabo, sargento segundo y sargento primero, llegando en 1868 al empleo de oficial. En enero de 1871 pasó destinado a Cuba, motivo por el cual su hijo nació en aquel apartado lugar.

Nuestro personaje, decidido a seguir la profesión paterna, ingresó en la Academia General Militar de Toledo a los dieciséis años, continuando sus estudios en la Academia de Caballería, en la que en 1893 obtuvo el empleo de segundo teniente.

Tras pasar dos años tranquilos en la Península, en 1895 se ofreció voluntario para combatir la insurrección cubana, comportándose en aquella guerra con singular valor, que le valió la concesión de los empleos de capitán y comandante por méritos de guerra en el espacio de tan solo tres años.

A su regreso a España, una vez finalizada la contienda, pasó destinado al Ministerio de la Guerra, desempeñó sucesivamente diversos mandos en regimientos y fue agregado militar a la embajada de España en Roma.

Tras su ascenso a teniente coronel, en 1909, fue destinado a Melilla, donde intervino en numerosas acciones de guerra contra los moros.

El 20 de septiembre de 1909, al mando del Escuadrón de Cazadores de Alfonso XII, cargó en Taxdirt sobre una posición del enemigo desde la que éste amenazaba a la Infantería, obligándole a retirarse sobre su grueso, compuesto de unos 1.500 hombres. Sin pensárselo, cargó de nuevo contra el grueso, al que causó numerosas bajas, sufriéndolas también su escuadrón, lo que le obligó a una tercera carga para retirar las bajas, ocupando seguidamente una posición, que defendió y sostuvo hasta la llegada de la Infantería.

Su actuación heroica le valió la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando, máxima condecoración del Ejército español para premiar los hechos de guerra, así como el empleo de coronel por méritos de guerra, cuando sólo tenía 37 años de edad, convirtiéndose entonces en el militar de más brillante carrera y de mayor prestigio del Ejército.

En 1914 fue promovido al empleo de general de brigada, alcanzando el de general de división en 1919, con el que desempeñó el puesto de Subsecretario del Ministerio de la Guerra, segundo cargo en importancia tras el Ministro, y posteriormente el de comandante general de Melilla, una vez ocurrido el desastre de Annual, estando a su cargo la dirección de la reconquista del territorio perdido.

Causó baja en su destino a consecuencia de unas declaraciones realizadas al periódico La Correspondencia Militar, pasando a la situación de disponible y sufriendo más tarde un consejo de guerra, del que salió absuelto.

Dedicado a la política, fue diputado a Cortes, formando en 1823 parte del Directorio Provisional de Primo de Rivera. En 1924 fue ascendido a teniente general. En 1932 pasó a la situación de reserva, siendo posteriormente procesado por auxilio al golpe de Estado del 13 de septiembre, separándosele del servicio al año siguiente.

Alfonso XIII le había concedido en 1919 el título de marqués de Cavalcanti. La relación del general con el Colegio de Huérfanos de Caballería fue muy estrecha, llegando a ser presidente de su Consejo de Administración entre 1921 y 1925.

El 24 de octubre de 1910 había contraído matrimonio con una de las hijas de la ilustre escritora gallega doña Emilia Pardo Bazán, doña María de las Nieves Quiroga y Pardo Bazán, habiendo sido sus padrinos los infantes doña María Teresa, hija de Alfonso XII, y su esposo don Fernando de Baviera.

Se cuenta una anécdota de doña Emilia, muy acorde con su fuerte carácter. Cuando en una conversación familiar daba su opinión el marqués de Cavalcanti, aquella le cortaba con frecuencia de inmediato diciéndole: “Calla, José, que tú sólo eres un héroe”.        

Don José Cavalcanti falleció en San Sebastián el 4 de abril de 1937.

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El otro personaje de nuestra historia es doña María de las Nieves Quiroga y Pardo Bazán, hija, como queda dicho, de doña Emilia Pardo Bazán. Doña Emilia se había casado a los 16 años con José Quiroga Pérez de Deza, entonces estudiante de Derecho, con el que tuvo tres hijos, Jaime (1876-1936), Blanca (1879) y Carmen (1881-1935).

Debido a las vicisitudes de la vida, en doña Blanca recaerían los títulos nobiliarios familiares de condesa de Pardo Bazán y de la Torre de Cela, al que se uniría el de marquesa de Cavalcanti.

El título de condesa de Pardo Bazán le había sido concedido por el Papa Pío IX en 1871 a su abuelo, don José Pardo Bazán y Mosquera, a quien autorizó el rey don Amadeo I a usarlo en España; en 1890, a la muerte de su padre, lo heredó doña Emilia Pardo Bazán, quien recibió la correspondiente autorización de uso en 1918.

En 1908 el rey don Alfonso XIII concedió a doña Emilia, en reconocimiento a la importancia de tan insigne escritora en el mundo literario, el título de condesa de Pardo Bazán, cuyo nombre sería cambiado ocho años después por el de condesa de la Torre de Cela.

Inmediatamente doña Emilia cedió este título a su hijo don Jaime, que es con el que aparece en los escalafones del Arma de Caballería, a la que pertenecía como su cuñado, el general Cavalcanti, y en la que llegó a alcanzar el empleo de capitán de la Escala de Complemento.

A la muerte de doña Emilia, el condado de Pardo Bazán pasó también a su hijo don Jaime, quien conservaría ambos hasta que en 1936 fue apresado en Madrid por milicianos del Frente Popular y asesinado en unión de su único hijo, fruto del matrimonio habido con doña Manuela Esteban-Collantes.

La familia Pardo Bazán poseía en La Coruña, entre otras propiedades, además del Castillo de Santa Cruz, el Pazo de Meirás, y en Sanjenjo (Orense) el Pazo de la Torre de Miraflores. Todas ellas fueron heredadas por doña Blanca, habiendo recibido Santa Cruz de su padre en 1912. Al no tener hijos de su matrimonio con el general Cavalcanti, decidió desprenderse de estas posesiones al quedarse viuda. El pazo de Meirás se lo vendió al pueblo coruñés para que se lo regalase al Jefe del Estado, mientras el de la Torre de Miraflores lo hizo a la duquesa de Terranova, pasando luego la propiedad a los duques de Cardona.

 

 

En cuanto a la isla de Santa Cruz, con todas sus edificaciones y terrenos lo destinó a obra benéfica, de acuerdo con las conversaciones que en vida de su marido había tenido con él.

En carta del 10 de mayo de 1938, doña Blanca ofreció así la propiedad de la isla al general Franco: 

«Para honrar la memoria de mi marido y para expresar en su nombre al Arma de Caballería, la devoción que en su larga vida militar sintió por ella, se la ofrezco a V.E. con el ruego de que se digne aceptarla y dedicarla a los huérfanos de Caballería, a fin de que tomen baños de mar. Por estar situados los dos colegios de dicha Arma en Madrid y Valladolid, respectivamente, espero que el cambio de aires influirá en la salud de los hijos de los compañeros del que lo fue de mi vida».

El 5 de agosto de 1938 se firmó la escritura de cesión, en la que constaba que si en algún momento la finca no fuese utilizada por dichos huérfanos o el Arma de Caballería renunciase a la posesión o uso de la misma, «podrá usarlo y disponer de ello el Ejército para fines similares o para cualquiera otros que represente beneficios para la Patria».

Al mismo tiempo, doña Blanca se ofreció a realizar en su propiedad las obras precisas para que el Castillo pudiese ser utilizado a partir de la primavera de 1939, momento en que ella misma haría su entrega al Jefe del Estado.

Aunque la donación se hacía al «Ejército de la Nación Española», se especificaba que la misma tenía por finalidad «el aprovechamiento por parte del Arma de Caballería a huérfanos de dicho Cuerpo», debiendo ser esta Arma la encargada de su administración y gobierno, no pudiendo entrometerse ninguna otra Arma ni organismo.

La donación llevaría el nombre de “General Cavalcanti” y mientras permaneciesen en el Castillo, los huérfanos rezarían diariamente un padrenuestro por los antepasados de la Condesa, por su difunto esposo y por ella misma.

La finca, inscrita a nombre del padre de doña Blanca, era definida así en la escritura de donación:

«Un Castillo nombrado de “SANTA CRUZ”, sito en la parroquia de Santa Eulalia de Lians, término municipal de Oleiros, el cual se halla situado en un  islote que se comunica a las horas de bajamar con tierra, hallándose construido a tres millas del Castillo de San Antón y al Sudeste de La Coruña, limitando por todos los puntos cardinales con el mar que le rodea.

Tiene diversos edificios que ocupan la superficie de 697,95 decímetros cuadrados; la superficie del terreno de la parte alta es de 4.834 metros 30 decímetros cuadrados, y la superficie de la parte baja, 4.813 metros 63 decímetros cuadrados, o sea en total 10.345 metros 88 decímetros cuadrados.

Los edificios están destinados a vivienda; los terrenos a jardines en la parte alta, y en la parte baja otra porción a jardinería y lo restante a defensa contra la acción destructora del mar».

 

Como dato curioso, el valor de la finca era de 4.000 pesetas, aunque, como se remarcaba en la escritura de donación, «en la actualidad es superior».

El general Franco en la carta de agradecimiento que dirigió a la condesa de Pardo Bazán, manifestaba:

 

«No se equivocarán los beneficiados cuando con amor filial muestren su reconocimiento más profundo a quien consagró al Arma de sus progenitores los cuidados y desvelos que a lo largo de su brillante carrera supo sentir con intensidad imperecedera».

 

y añadía:

 

«Al aceptar en nombre de España y del Ejército tan espléndida donación, digna de todo elogio y prueba palmaria en los actuales instantes del aliento y fervor que nos dispensa el alma incomparable de la mujer española en esta Santa Cruzada Nacional, os ruego aceptéis mis sinceros testimonios de admiración y afecto».

 

El 8 de agosto de 1938 la condesa envió al Director del Colegio de Santiago la copia de la escritura de cesión del Castillo al Arma de Caballería.


3.- LA VIDA DE LA COLONIA VERANIEGA

 

El primer grupo de huérfanos, 24 en total, pudo ya veranear en la isla en el verano de 1939, como consta en la postal que al término del veraneo dedicaron a su benefactora, en la que, al lado de los nombres de los huérfanos, se puede leer la siguiente dedicatoria:  «A la Exma. Señora Marquesa Vda. de Cavalcanti el primer grupo de Huérfanos del Colegio de Santiago que disfrutaron los beneficios de su generosa donación: muy agradecidos.- Castillo de Sta. Cruz – 1 de Septiembre de 1939».

Dada la poca superficie del Castillo utilizable, los dos años siguientes el número de huérfanos que compusieron la colonia veraniega no pudo exceder de los 25, lo que hizo plantear, tras una visita realizada a Santa Cruz por el Jefe del Estado en el verano de 1943, la necesidad de hacer frente a una ampliación del Castillo y al mejor acondicionamiento y distribución de sus dependencias, lo que daría lugar a la redacción en el mes de diciembre siguiente de un proyecto de ampliación y reforma, al que pertenecen los planos que estamos viendo, encargados a arquitectos civiles madrileños.

Entonces el Castillo estaba compuesto por dos torreones almenados, ambos de dos plantas, unidos por un cuerpo central de planta única, cuyo acceso principal se encontraba en el torreón de la izquierda, a través del cual se accedía a un vestíbulo, disponiendo a continuación de una sala de juegos, una clase, la cocina, el comedor y el oficio. La planta segunda estaba destinada a dependencias del capellán y de la servidumbre que atendía al edificio.

Comenzadas las obras, la entrada principal se trasladó al eje central del edificio, y sobre ella se colocó el emblema del Patronato de Huérfanos: una Cruz de Santiago. He leído en algún lugar que este escudo era el de la Orden de Santiago, a la que es cierto pertenecía don Jaime, pero más bien creo que sea el del Patronato, debiéndose la confusión a la similitud entre ambos. Por otra parte, lo contrario no parece tener sentido, ya que el Castillo nunca fue de la propiedad de don Jaime y aparece en su fachada en 1943. Había un segundo escudo en un lateral del torreón derecho, perteneciente a la familia Cavalcanti-Pardo Bazán.

Una vez traspasada la puerta principal se llegaba a un amplio vestíbulo, desde el que se accedía a una sala de visitas, separada de una clase mediante una puerta corredera, que permitía convertir ambas habitaciones en un salón de actos de 14 metros de longitud por 5 de anchura.

Comunicada con esta clase, el torreón de la derecha contenía una segunda, con una capacidad ambas para 70 alumnos, disponiéndose en sus proximidades de un ropero y un servicio; el torreón de la izquierda se reservaba para comedor y cocina.

La construcción de una segunda planta sobre el cuerpo central permitió disponer de un dormitorio que se extendía a lo largo de toda la fachada principal y que albergaba 49 literas dobles, al cual se accedía a través de una escalera que se abría al fondo del vestíbulo. Completaban la distribución de esta planta las celdas de las religiosas que atendían a los huérfanos, la enfermería, las habitaciones del capellán y el administrador y las duchas, lavabos y servicios.

Con la finalidad de darle una mayor capacidad al Castillo, se pensó en adosar a su fachada posterior una especie de claustro, destinado a ser utilizado como capilla, que terminaba en un altar al que se adosaban la sacristía y un pequeño almacén. Este porche, al estar cubierto, podría servir, en caso de lluvia, como zona de recreo.

Con el fin de mantener el carácter exterior del edificio, tanto a esta ala como a la planta construida se le dio la misma configuración arquitectónica del antiguo Castillo, dotándosele del sistema almenado de que disponían los torreones. Este presupuesto de obras se elevaba a 350.000 pesetas.

Aquí tenemos una fotografía de tres de las estancias del Castillo tal y como estaban en los años 40-50 del pasado siglo:  la Capilla, el Comedor y el Vestíbulo.

Las edificaciones existentes en la isla se completaban con una torre cuadrangular próxima al túnel de acceso a la explanada del Castillo, que más tarde se utilizaría como botiquín y residencia del médico, un torreón circular sin uso al que se le daba el nombre de “palomar”, el antiguo cuerpo de guardia, al que tenían prohibido el acceso los huérfanos, y los dormitorios del servicio.

Los niños pasaban en aquella cala paradisíaca unas vacaciones maravillosas e inolvidables: su alegría, sus canciones, su alborozo lo llenaba todo y lo invadía todo.

La prensa coruñesa recordaba en los años cuarenta el uso del Castillo como colonia:  

«Durante los veranos más de cien huérfanos hacen, en turnos proporcionales, veraneos de veinte días, saturándose de aire, sol y yodo en las deliciosas playas de Santa Cruz».

 

En los años cincuenta el turno de veraneo se amplió de veinte días a un mes. Se establecían dos turnos de veraneo, el mes de julio destinado a los huérfanos pequeños del Colegio de La Inmaculada de Valladolid y el de agosto a los mayores del Colegio de Santiago, ambos del Arma de Caballería. La asistencia era voluntaria, siendo las madres quienes realizaban la solicitud, que, en ocasiones, y por motivos fundados, se extendía a los dos turnos.

Los huérfanos acudían acompañados de parte de sus profesores, que, además de cuidarlos y vigilarlos, impartían clase a los que habían suspendido alguna asignatura.    

El viaje hasta La Coruña se hacía en los años 50 en un tren especial, con pasaporte militar, como si de reclutas se tratase, y siguiendo las mismas vicisitudes que ellos: vagones de madera corridos, los clásicos de tercera clase; parada obligatoria en muchas estaciones para dejar el paso libre a otros trenes más veloces; nuevas paradas para comer o cenar, lo que hacía que el viaje se prolongase a lo largo de 48 interminables horas. A la llegada a La Coruña les estaban esperando camiones de la Capitanía General, que les trasladaban a Santa Cruz, no sin sufrir frecuentes averías, ya que el material de que disponía el Ejército en aquellos tiempos no estaba para muchos trotes y siempre se reservaba el que estaba en mejores condiciones para motivos más guerreros. Pero todo valía la pena ante el espectáculo que se ofrecía a los ojos de los “pínfanos” cuando desde tierra veían por primera vez la isla que les iba a acoger durante los siguientes treinta días y contemplaban aquella gran masa de agua que era el mar, que nunca hasta ese momento habían visto algunos al natural.

Los huérfanos hacían el viaje acompañados por todo el personal encargado de su cuidado: director, profesores, médico, capellán, cocineros, personal de limpieza, etc.

La colonia se regía por un horario que se respetaba, pero, a pesar de ello, todos los que allí fueron no dudan en calificar aquellos días de un auténtico veraneo, en el que la actividad central del día lo constituía el baño, que no se perdonaba hiciese sol, nubes, frío, marea alta o baja. Si la marea era alta, el baño tenía lugar en el muelle del Castillo, si era baja, en la playa. Los “pínfanos” no tenían más remedio que aprender a nadar para disfrutar de su estancia, a lo que les ayudaban los compañeros mayores, los profesores, e, incluso, alguna de las madres que alquilaban habitaciones en el inmediato pueblo de Santa Cruz para estar cerca de sus hijos. Una de estas madres, de la que muchos “pínfanos” siguen teniendo hoy en día un gratísimo recuerdo en su memoria, enseñó a nadar a toda una generación de huérfanos, y armada de una gran paciencia no cesaba en su empeño hasta conseguir que el neófito entonces  lograse atravesar a nado, con marea alta, el espacio que había entre la isla y el muelle del pueblo.

Los huérfanos recuerdan con especial predilección la hazaña que se repetía todos los años de tratar de cruzar a nado la bahía desde la isla hasta el puerto de La Coruña. Para ello, cinco o seis “pínfanos” se lanzaban al mar desde unos peñascos próximos a Santa Cruz, a los que llamaban “Isla de los pulpos”, siendo acompañados por otros en barcas para recoger a aquellos que desistiesen de la travesía. Casi ninguno lograba llegar a las instalaciones del puerto, pero en 1958 tuvo éxito uno de los nadadores, que, tras una travesía de varias horas, consiguió alcanzar el muelle del Náutico, al que arribó con síntomas de congelación, siendo atendido y reanimado en las cocinas del Club.

También se les ha quedado grabado en la memoria las faenas pesqueras que por las noches realizaban acompañados del entonces guarda del Castillo, Ramón “el barquero”, quien con la sabiduría propia de la gente del mar instruía a los huérfanos en el arte de la pesca y de la supervivencia en el mar.

Otro de los entretenimientos de los veraneantes era el marisqueo, aprovechando la marea baja, recogiéndose mejillones, lapas, y hasta percebes, que posteriormente se cocinaban en una hoguera aprovechando una lata de tomate vacía suministrada por la cocina. Labor de especialistas era la captura de navajas, recurriendo a echar sal gorda en el orificio del molusco, para provocar que emergiese.

Parte de las mañanas la dedicaban al estudio, pues algunos de los asistentes a la colonia habían llevado consigo las calabazas cosechadas durante el curso, por lo que debían preparar las asignaturas para los exámenes de septiembre.

Con frecuencia se salía por las tardes a Santa Cruz de Liáns, en cuyo puerto los más adinerados se permitían el lujo de tomar el aperitivo, compuesto por una nécora y un porrón de sidra, por el que pagaban cincuenta céntimos. El trato con los habitantes del lugar era muy afectuoso y estrecho. Éstos solían acudir a la misa de los domingos y días festivos en la isla, para lo cual los “pínfanos” se ofrecían a traerlos y llevarlos en una hermosa barca perteneciente al Jefe del Estado, de nada menos que ocho remos. Esta buena acción era recompensada con una invitación a sabrosas nécoras al regreso de la ceremonia religiosa. También se recuerdan los partidos de fútbol que alineaban en una parte del campo a los huérfanos y en la otra a los jóvenes del pueblo y veraneantes, enfrentamientos de gran rivalidad, aunque nunca llegase en ellos la sangre al mar.

Especialmente emocionantes eran las despedidas que algunos de estos buenos amigos hacían a los huérfanos en la estación de La Coruña al terminar las vacaciones, en las que se escapaba más de una lágrima, tal era la estrecha amistad que se llegaba a forjar con los habitantes de aquella zona.

Aprovechando la belleza singular de aquellos parajes, se hacían frecuentes excursiones a los pueblos, playas y calas próximas: Mera, Sada, Santa Cristina, Bastiagueiro, etc., llegando a veces las caminatas hasta el Pazo de Meirás.

Excursiones de mayor importancia eran las que se realizaban a La Coruña, en ocasiones para asistir a los concursos hípicos. Entonces había que acudir perfectamente vestidos con el uniforme del Colegio (chaqueta y pantalón corto azul marino, camisa blanca, corbata negra y gorra). Con tal motivo, el viaje se hacía en barco regular desde el puerto de Santa Cruz, durando el trayecto media hora y resultando un viaje muy agradable si la marea no se encargaba de estropearlo, pues en ocasiones parecía que iban a ser engullidos por el mar, no pudiendo evitar que las olas mojasen a los sufridos viajeros, lo cual les obligaba a permanecer empapados el resto de la tarde.

A veces las excursiones se hacían a lugares más apartados, empleándose para ello todo el día, como al Ferrol, donde los marinos recibían a los huérfanos y se esforzaban en que pasasen una agradable jornada; a Betanzos, o a Padrón, población al Sur de La Coruña, lindando con la provincia de Pontevedra, donde a las orillas del río Sar, afluente del Ulla, el Patronato de Huérfanos disponía de un Colegio al que asistían los “pínfanos” de menor edad, entre los 6 y los 12 años. Parece ser que los autobuses que facilitaba para el viaje la Capitanía General no estaban en muy buenas condiciones, porque se recuerda que las averías que sufrían hacía que en ocasiones a la vuelta de estas excursiones se llegase al Castillo a altas horas de la madrugada.

Un día especialmente significativo era aquel en que se elegía a varios huérfanos para que cumplimentasen a doña Blanca en su domicilio. Vistiendo sus mejores galas se desplazaba un pequeño grupo a La Coruña, saludaba a la marquesa de Cavalcanti, le entregaba un ramo de flores y a continuación pasaban con ella un rato escuchando sus confidencias y consejos al tiempo que paladeaban un sabroso vaso de leche con pastas.

Con el paso del tiempo, y debido, quizá, a que el número de huérfanos peticionarios se iba reduciendo, comenzaron a veranear en Santa Cruz también las huérfanas, lo cual obligaría a realizar nuevas obras de acondicionamiento. Eran los años sesenta. El turno de julio se reservaba para las niñas y el de agosto para los niños. Las niñas habían ido hasta entonces a Salinas (Asturias), pero la baja demanda de plazas en Santa Cruz debió aconsejar fundir ambas colonias.

A Ramón le había sucedido como guarda Manoliño (de nombre completo Manuel Rabón Perillo), que quería a los huérfanos como si se tratase de sus hijos. Decía que le daban más trabajo las huérfanas que los huérfanos, pues a éstos sólo tenía que vigilarlos para que no se bañasen de noche, mientras que ellas le obligaban a no perder de vista el acceso al castillo hasta altas horas de la madrugada para que no se acercasen los jóvenes del pueblo y veraneantes a ligar con ellas. La dedicación continua de Manolo a los “pínfanos” le traía con frecuencia las reprimendas de su mujer, Josefa, que le echaba en cara que atendía «mais os rapaces que a ela».

En 1964 fue la Comandancia de Obras de la 8ª Región Militar quien levantó los planos del Castillo y redactó un proyecto de obras para dar al Castillo un uso más racional, reduciendo su capacidad a 70 huérfanos, número que se consideraba suficiente en aquellos años. En las siguientes imágenes podemos apreciar la configuración que se le dio a su interior, así como un croquis de la totalidad de la isla tal y como se encontraba hace 40 años.

Al volverse la moral menos exigente, a los huérfanos se les daba en ocasiones permiso para asistir a las verbenas de los pueblos próximos. En caso de no ser autorizados, los más arriesgados abandonaban sigilosamente el Castillo, siendo al día siguiente la envidia de sus compañeros al contarles lo que habían hecho, tratándose en muchos casos de pura fábula. Al regreso, entre los fugados se jugaban a los chinos quién tenía que cruzar desnudo a nado desde el muelle del pueblo al embarcadero del Castillo para traer la barca en la que pasaban todos ellos. Manolo sufría mucho con estas aventuras nocturnas, y se lamentaba que «si se afogaba un rapaz» él «morría de pena».

El horario en los años 70 era: diana a las 8,00 o 9,00, desayuno, clases de recuperación, baño, comida, siesta, merienda, salida, cena y silencio alrededor de las 12 de la noche, a no ser que hubiese fuego de campamento, en cuyo caso éste se retrasaba.

El paso de la isla a tierra se hacía por la playa si había marea baja. En caso contrario, Manolo -o su hijo Jaimiño, si el primero no podía- llevaban en la barca a los huérfanos de quince en quince, participando todos como remeros, incluidas las señoras del servicio de cocina y limpieza. La embarcación había sido de remos hasta que Capitanía regaló un motor fuera borda.

Durante la travesía, los huérfanos más traviesos aprovechaban para atemorizar al resto de los pasajeros balanceando la barca lateralmente hasta que casi le entraba agua.

Un día muy especial era el dedicado a la compra de pescado, en la que cooperaba un grupo de huérfanos, que se levantaba a las tres o cuatro de la mañana para ir a la subasta del puerto. El guarda era quien dirigía la operación, que daba como resultado el retornar a la isla con el pescado más fresco y barato.

En otras ocasiones también los “pínfanos” ayudaban en la compra de otros alimentos, trasladándose al mercado de mayoristas en San Roque de Afuera, detrás del campo del Deportivo. Durante el viaje de vuelta siempre se les ofrecía la oportunidad de hacerse con una pieza de fruta o con otra golosina.

En dos ocasiones se estropeó el veraneo, fue con motivo del encallamiento del petrolero Erkovic cerca de la playa de Bastiagueiro y del Urquiola en la ría de Ferrol, lo que impidió el baño y redujo el consumo de pescado.

Sin embargo, no todo era idílico en el Castillo, y la situación era bastante diferente a como la percibían los huérfanos. Los gastos de mantenimiento eran cuantiosos, ya que el Patronato destinaba medio millón de pesetas durante todo el año para tenerlo dispuesto para ser utilizado únicamente en los meses de julio y agosto. En 1979 se tuvieron que invertir 750.000 pesetas más para poder arreglar los desperfectos causados por los temporales que se habían cebado en la isla.

Al presupuesto anual de mantenimiento había que unirle el sueldo del guarda, Manoliño, que permanecía en la isla todo el año, y que se elevaba a 650.000 pesetas.

La utilización del Castillo por el Patronato de Huérfanos iba llegando a su fin al haberse ido reduciendo poco a poco el número de peticionarios. En 1978 solamente asistieron en el mes de julio 10 huérfanos del Colegio de Santiago y en el de agosto 17 huérfanas del de María Cristina, no habiendo ningún solicitante en 1979.

Esta situación, insostenible para el Patronato, le hizo proponer a la superioridad que el Castillo pasase a pertenecer a Acción Social del Ejército, lo cual no se oponía a las condiciones impuestas por doña Blanca en su donación.

Pero esta propuesta no fue admitida por el citado organismo del Ministerio de Defensa, que alegó que ya disponía de suficientes plazas en establecimientos de playa y campo destinados a colonias infantiles, aunque no desechó realizar un estudio sobre el aprovechamiento que se podía dar al Castillo.

El Patronato no se dio por vencido y siguió insistiendo ante Acción Social, hasta que recibió la negativa de este organismo a quedarse con el Castillo. Ante esto, se le hizo la oferta a la Capitanía General de la 8ª Región Militar, con sede en La Coruña, quien aceptó, haciéndose cargo de él el 1 de enero de 1981, pensando en destinarlo a residencia de verano de la Región.

En los años siguientes el Castillo se utilizó como residencia de verano y también como alojamiento para equipos deportivos, recibiendo por esos días la catalogación de patrimonio histórico-artístico.

Esta nueva dependencia no se mantuvo durante mucho tiempo, ya que en el mes de septiembre de 1987 el Ministerio de Defensa decidió desprenderse del mismo sacándolo a la venta, valorándolo en un mínimo de 100 millones de pesetas. Dos meses antes el Ayuntamiento de Oleiros se había dirigido a dicho Ministerio consultándole sobre la forma de acceder a la propiedad del Castillo.

Se recibieron ofertas particulares de compra, llegando a circular el rumor de que deseaba adquirirlo un grupo privado para convertirlo en casino de juego.

Sin embargo, la oferta más seria fue la que partió del Ayuntamiento de Oleiros, que deseaba destinarlo a centro cultural público. En el mes de febrero de 1988 se celebraron las primeras reuniones entre el alcalde de Oleiros y el director de la Gerencia de Infraestructura del Ministerio de Defensa, y al mes siguiente se hizo la oferta de compra: 86 millones de pesetas, cantidad que fue superada por un particular, que llegó a ofrecer 121 millones.

En la sesión extraordinaria celebrada por el Ayuntamiento de Oleiros el 14 de noviembre se presentó una moción respecto a la adquisición del Castillo, según la cual se ofrecían 89 millones de pesetas. Se pensaba dedicar el Castillo a Centro Nacional de Educación Ambiental, según el proyecto financiado por el ICONA, a quien se le cedería el edificio. Sometida la moción a la votación de los concejales, fue aprobada por mayoría.

De todos es conocido el final de esta historia, y de cómo el famoso Castillo dejó de pertenecer al Ejército tras medio siglo de haberlo utilizado para sus fines.

El importe de la venta se destinó a la realización de importantes obras de conversión del Colegio de Santiago en una moderna Residencia para universitarios, a la que se le dio el nombre de San Fernando. Creo que doña Blanca estaría satisfecha del fin que tuvo su herencia, pues en el fondo se cumplió su deseo de que sirviese para atender las necesidades de los huérfanos del Ejército.

El Ejército no olvidó su generosidad, y para que su nombre y gesto perdurase en la memoria de sus huérfanos, en el hall de entrada a la Residencia San Fernando se puede hoy en día contemplar una placa de bronce en la que aparece la siguiente leyenda:

 

«En memoria de la Excma. Sra. Doña María de las Nieves Quiroga Pardo Bazán, condesa de la Torre de Cela y de Pardo Bazán y marquesa viuda de Cavalcanti, en agradecimiento por su donación “GENERAL CAVALCANTI” del Castillo de Santa Cruz, hecha al Ejército en agosto de 1938 para su aprovechamiento por los huérfanos del Arma de Caballería. En 1989 se procedió a su venta, con cuyo importe se remodeló esta Residencia de Huérfanos “San Fernando”. Madrid, octubre de 1993».

 

Hasta aquí todo lo que he podido recopilar sobre la historia del Castillo en relación con los huérfanos del Ejército.

Para terminar, sólo me queda desear que aquellos 40 años de convivencia entre los “pínfanos” y la población gallega sigan perdurando en la memoria de todos, que los cuantiosos desembolsos realizados por el Patronato en aquellos tiempos tan difíciles para mantener en pie el Castillo haya servido para que hoy en día podamos seguir contemplando su belleza y la utilidad que le ha dado el Ayuntamiento de Oleiros, al que felicito sinceramente por la labor que ha  realizado. Muchas gracias por su atención.