Nota: Agradecemos a D. Miguel Delibes, la autorización de la transcripción e inserción en esta Página Web, mediante nota personal del 28 de Abril de 2006. |
Miguel Delibes nace en Valladolid el 17 de Octubre de 1920, siendo el tercero de ocho hermanos. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Valladolid y ha compaginado la literatura con su cátedra de Derecho Mercantil en la Escuela de Comercio de Valladolid y con el periodismo profesional. En 1936, una vez terminado el bachillerato, ingresa en la Escuela de Comercio al tiempo que estudia modelado y escultura en la Escuela de Artes y Oficios. |
En 1938 se enrola voluntariamente en la Marina,
siendo destinado al barco "Canarias" hasta que termina la guerra. Su
vocación periodística, tan decisiva tanto para su vida como para su obra
literaria, comienza curiosamente como dibujante, ingresando en 1941 en
el periódico "El Norte de Castilla". En 1944, entra en la plantilla como
redactor y en 1958 llega a ser director del periódico, cargo que ocupa
hasta 1963. En 1945 Gana las oposiciones a la Cátedra de Derecho
Mercantil y obtiene plaza en la escuela de Comercio de Valladolid.
Después de algún tiempo como periodista, pasa a la novela, y en 1947 con
su primera obra, La sombra del ciprés es alargada gana el Premio
Nadal. En 1946 se casa con Ángeles de Castro, con la que tiene siete
hijos y de la que enviuda en 1974. Esta mujer desempeñó un papel
fundamental en su vida, convirtiéndose como él mismo ha manifestado
muchas veces, en la mitad de sí mismo. En 1974 muere su esposa y un año
después Miguel Delibes ingresa en la Real Academia de la Lengua. En 1983
recibe el premio Cervantes y en 1984 se le concede el "Libro de Oro" de
los libreros españoles como autor del año, además de recibir el Premio
de las Letras de Castilla y León.
El tema del fútbol
Las distintas generaciones que han pasado por el Colegio han ido dejando huella indeleble del carácter y personalidad de estos alumnos que con escasez de medios intentaba superar todas las situaciones que la vida les deparaba, baste narrar a continuación la anécdota que refiere el autor y académico de la Lengua D. Miguel Delibes en su libro “El otro fútbol”. Hace unas semanas publiqué un
intranscendente articulo sobre fútbol y puedo asegurar que en treinta
años corridos que llevo en oficio de emborronar cuartillas nunca un
trabajo mío ha desencadenado un tan abundante número de réplicas y
correspondencia como en este caso, lo que quiere decir que, al margen de
la liberación que pudo representar para algunos este deporte durante la
represión de la dictadura, el fútbol, en cualquier circunstancia
política, constituye la pasión dominante para no pocos españoles.
"Yo jugué mucho al fútbol de chico y aun de adolescente. En el Colegio
de Lourdes, de Valladolid, era una potencia entonces, en los años
treinta y con frecuencia, mediamos nuestras fuerzas con otros colegios
de segunda enseñanza: los jesuitas, los maristas o los muchachos del
Instituto. No es preciso decir que unas veces ganábamos y otras perdíamos,
pero en cualquier caso, siempre quedaba vivo un deseo: remachar el
triunfo obtenido o tomarnos el desquite de la derrota.
Había,
no obstante un colegio en Valladolid que siempre nos vencía:
el colegio de Santiago para huérfanos de Arma de
Caballería.
He dicho que nos vencía cuando será mas exacto decir que nos barria,
literalmente nos aplastaba por tanteos contundentes que, todavía lo
recuerdo, rara vez bajaban de nueve a cero o el catorce a dos. No creo
que en aquel campo de tierra apelmazada que los huérfanos tenian en la
trasera del edificio escolar de la calle de Muro alcanzáramos
nunca un resultado mas halagüeño que el de los seis o siete goles de
diferencia. Y ¿qué
tenían
los huérfanos de
Caballería
que no tuviéramos el resto de los escolares de Valladolid ? ¡Ah, los
huérfanos! Aquellos mozos practicaban un futbol precursor, hecho de
inteligencia y sobreentendidos, apoyado en una velocidad de diablos, una
entereza de atletas y un finísimo toque de balón. Posiblemente todo ello
dependiera de su preparador
físico
o del frecuente ejercicio de este deporte, lo cierto es que aquellos
muchachos ejecutaban otro futbol.
Para mayor escarnio, los huérfanos jugaban en alpargatas sin que sus
empeines parecieran resentirse de los secos trallazos que enviaban desde
treinta metros contra nuestra portería
con aquellos balones recios, coriáceos, que, como dice Vicente Verdú en
su estupendo y divertido libro El fútbol,
mitos, ritos y símbolos, <<trascendía el vaho de su vejiga (protegida
por talco) y la biografía
del cuero al que se le dispensaban cuidados vitalizadores dejándole
secar al sol y embadurnándole con grasa>>.
Para los huérfanos este pelotón pesadísimo no constituía el menor
obstáculo. Sus rapidísimos pies ensayaban el tiro a gol desde cualquier
punto y en cualquier circunstancia, sin preparación alguna, y, a menudo,
como el lector podrá deducir de los tanteos consignados, lo conseguían .
Su movilidad, sus disparos durísimos, con unos pies prácticamente
desnudos, me asombraban, hasta el punto de que hoy, a cuarenta años de
distancia, todavía los recuerdo con admiración."
Paralelamente a esta actividad yo fui espectador
pasivo del fútbol desde 1929, mucho antes de convertirse este deporte en
un espectáculo de masas. Durante seis largos lustros fui asiduo del Real
Valladolid, asistí a su empecinado trajín en tercera División, a su paso
fulgurante por la Segunda y a sus casi veinte años de Primera, campeón
de invierno en una ocasión, empatándole al Madrid en Chamartín, o
eliminando al Atlético de la Copa, en otra, con aquél asombroso gol de
bolea de Sañudo que dejó estupefacto al desencantado público del
Metropolitano. El desaforado profesionalismo –el fútbol fue perdiendo
paulatinamente su carácter lúdico y los futbolistas ya no saltaban a la
pradera a jugar, sino a ganar dinero-, la táctica del cerrojo, cada día
mas extremada, y el vocabulario de la grada, soez, irritantemente
parcial, me empujaron , años mas tarde, a abandonar los estadios y a
convertirme en un espectador esporádico de los partidos televisados.
Deduzco de todo esto que yo no era un hincha. Tampoco un espectador
desapasionado –mis preferencias estaban claras-, pero íntimamente
rechazaba una victoria debida al caserismo de un arbitro o a la presión
asfixiante de la grada.
Mi articulo anterior no ha sido bien interpretado. Hablo en general,
pues hay cartas, como la de don Antonio Calderón, juzgador insigne, que
manifiestan una absoluta solidaridad con mi postura. No obstante, los
comentarios reprobatorios entienden que yo opongo la velocidad a la
belleza, el fútbol-arte al fútbol-fuerza, cuando creo que, tras una
atenta lectura de mi artículo, no puede deducirse esto. Ocurre que, en
la actualidad, yo identifico la estética del fútbol precisamente con la
velocidad y la fuerza y considero, por otra parte, que únicamente estas
cualidades son eficaces para contrarrestar las murallas defensivas al
uso.
En mi trabajo anterior había dos cosas claras:
Primera, el espectáculo se ha terminado si nos obstinamos en seguir
aferrados a las antiguas tretas para doblegar a una defensa, y segunda,
la debilidad del fútbol español resulta hoy incontestable frente al de
los países del norte de Europa. Me parece ocioso discutir estos dos
puntos, pero podemos subrayar algunos extremos que los aclaran. La
táctica del marcaje trajo como consecuencia el agarrotamiento de un
deporte hasta entonces preferentemente creador. El futbolista, antaño,
saltaba al césped con la esperanza de desarbolar por juego al
adversario. Hoy salta con la intención de inmovilizarlo. Desde este
enfoque resulta palmario que el que intente el ataque, al abrirse, lleva
las de perder. La defensa escalonada, si se practica bien, es
difícilmente vulnerable y el gol, si llega, suele presentarse
inopinadamente de un contragolpe a favor del que se defiende. Esto
explica ese hecho, aparentemente paradójico, del que se lamentan muchas
aficiones, de que sus equipos favoritos juegan mejor fuera que dentro de
casa. Fuera, salen a sujetar, a impedir mancillar su meta, dentro, a
eludir la sujeción y conseguir un gol El que sale a construir está
perdido. De ahí que hoy impere la destrucción. Dos no juegan si uno no
quiere. Y, con la destrucción, adviene la difícil vulnerabilidad de las
puertas y, consecuentemente, si en verdad es el gol
la salsa del fútbol, el tedio y el
aburrimiento. El fútbol actual se sirve en seco, sin salsa ni aderezos,
de ahí su insulsez.
En lo concerniente a la baja del fútbol latino, y
especialmente del español, frente al noreuropeo, creo que está a la
vista. Que el mediterráneo es flojo e inestable, no sabe
tirar a puerta, no pasar al espacio vacío,
me parece obvio por evidente. Pretender desbordar las defensas actuales
con las artes de antaño, mediante fintas, regates y pelotas bombeadas,
se me antoja una quimera. Esto ya no es factible.
Frente a esta táctica rutinaria e inoperante, los
noreuropeos han puesto en servicio otra, basada en la velocidad y la
fuerza, en la energía y el sentido de la anticipación, esto es, la
táctica que los huérfanos de Caballería
de Valladolid ya utilizaban, con los
resultados sorprendentes, en mis años mozos.
El septentrional conserva la vertical mientras puede, tira a puerta
desde lejos y sobre la marcha y, sobre todo, tiene la intuición del
espacio vacío para dejar la pelota muerta a la que un compañero de cara
al gol, puede llegar antes que su rival. Éste es todo un secreto. Y no
se aduzca en descargo del fútbol español, que los ases nórdicos fracasan
al insertarlos hoy en nuestros cuadros porque tropiezan con un
adversario más duro. Yo entiendo que el bajo rendimiento de estos divos
importados obedece a otras razones: por ejemplo, la pérdida del ritmo de
su antiguo equipo y la ausencia de respuesta a sus intuiciones. La
velocidad del nuevo equipo no es la misma que la del de procedencia y el
compañero no ve las pelotas que le deja en tierra de nadie o las
considera pelotas perdidas. El caso Cruyff en España me parece el más
esclarecedor. Cruyff jugaba demasiado para jugar bien, quiero decir para
jugar bien aquí, para ser entendido en nuestro país. Se encontraba
desasistido, empleaba unos métodos que no eran correspondidos y,
lógicamente, se aburrió. Di Stéfano y Kubala vinieron en otros tiempos y
encajaron. En la actualidad, el extranjero trasplantado se queda solo y,
en términos generales, el bueno se hace malo y el malo se hacer peor.
Mediterráneos y septentrionales no pueden ser mezclados impunemente. Son
dos conceptos del fútbol que normalmente se rechazan.
Entre unos y otros no hay entendimiento, no hay correspondencia, no
existe asociación. Es algo así como si hubiéramos pretendido encajar un
huérfano de Caballería en las filas del equipo de mi colegio allá por
los años treinta.
Miguel Delibes Julio de 1980 |