EN EL COLEGIO DE HUÉRFANOS

POR JESÚS FLORES THIES

 

Cuando pasados los años (¿los años? ¡medio siglo!), se leen los sesudos relatos sobre los difíciles años de la posguerra, el lector que no conoció aquella época se podrá preguntar cómo fue posible que aquel tinglado no se hubiera venido abajo. Muchas parecían ser las razones para una anunciada debacle: la presión de las potencias que vencían y que pronto se convirtieron en vencedoras absolutas, la metódica acción de los gerifaltes exiliados enquistados en los servicios, cocinas y trasteros de esas grandes potencias, las traiciones interiores, la hipertrofia de una Falange utilizada y utilizable que provocó en parte su lento desprestigio, la penuria, la falta de alimentos y de materias primas, la prolongada represión...   

Algún lector de este libro podrá decir: ¿”y cómo es posible que este tío nos quiera hacer creer que a su alrededor no pasaba nada, que no se daba cuenta de nada y de que todo era amable, aunque algo cutre?"

 

Por regla general, aún en épocas de crisis y en situaciones graves, cada cual sólo se da cuenta "en directo" de lo que pasa inmediatamente en su entorno, en su ambiente, en su círculo, aunque intuye o huele lo que ocurre en otros ambientes y otros círculos. En los años de la posguerra, la inmensa mayoría de la población española no conspiraba, pero tampoco traicionaba ni estraperleaba ni buscaba bicocas políticas. A pesar de las lógicas dudas, miedos y temores sobre el futuro, confiaba en que Franco sabría solucionar al final cualquier problema. A falta de otra política en la que entretenerse y perder tiempo, esfuerzo, dinero y trabajo, surgía esa cómoda fe y confianza todos sus colaboradores. Por eso la gente sacaba chistes del "Cuñadísimo", de "Abastos" y del "Todo por la tapia". Porque dos eran las columnas sobre las que se reedificaba España:  los españoles, en su inmensa mayoría, y Franco. Y entre ambos, un numeroso grupo, a veces anónimo o por lo menos silenciado en periódicos y cánticos laudatorios, de eficaces, voluntariosos, entusiastas, honrados y patriotas cargos políticos, administrativos o técnicos, que convirtieron a España en otra cosa muy distinta de la que había quedado exhausta después de la guerra civil. Se habla mucho de la época del estraperlo o de ciertas corruptelas que provoca la escasez, y muy poco de estos españoles que sin los sueldos, dietas, pluses y bicocas de la actual Administración española (en cualquiera de sus múltiples y caras versiones) trabajaron de firme para levantar a España. Nombres más sonoros y de más alta jerarquía en el régimen aparecieron años más tarde en tiras y aflojas de prestigios, alianzas subterráneas, codazos, pactos, traiciones y pliegos de firmas. Son los que han venido a dar una idea falsa de un sistema poco unido en el que todos medraban. Pese a las inevitables y acreditadas gusaneras, gracias a ellos España se rehizo de la última y más terrible de sus habituales catástrofes. Como diría Rafael García Serrano, ante ellos, "¡fuera gorros!".

               

No puedo contar aquí los entramados ni las claves de una política de la cual después se ha escrito mucho, porque entonces era yo un chaval y ni las buscaba ni las entendía. Me limito una vez más a contar lo que veía y sentía, venciendo sin esfuerzo mi lógica parcialidad a la hora de juzgar a personas, hechos o situaciones.

 

Hasta el día en que la tía Manola nos dijo que, debido a la situación económica familiar, a la carestía de vida y a otras dificultades que sería muy largo enumerar, había decidido enviarnos al Colegio de Huérfanos del Ejército, nuestra vida en Madrid había discurrido de una forma un poco lineal, sin altibajos y sin grandes sobresaltos. Esta decisión, meditada largamente, debió hacer sufrir a la tía Manola, entre otras cosas porque la abuela Paz, que de prudente y delicada tenía más bien poco, le había espetado cuando le comunicó su decisión: "tú lo que quieres es desprenderte de los niños de una vez". Esta frase le dolió, quizás pensando en su fuero interno si ella, cansada de los esfuerzos y dedicaciones hacia sus sobrinos (esos que da el diablo cuando Dios no da hijos), no estaba deseando descargar su responsabilidad en esa institución. Cuando nos contó lo que le había dicho la abuela Paz, la vi llorar, creo que por primera vez en mi vida.

 

Ni a Rafaelito ni a mí nos disgustó la noticia. Intuíamos que aquello iba a representar, en el fondo, el poder alcanzar unos niveles de libertad desconocidos hasta entonces. La verdad es que desde que nos pusieron bajo la autoridad de la tía Manola y de la abuela Paz, habíamos vivido en un ambiente, en muchas ocasiones, opresivo y poco cálido. La falta externa de afectividad (que no de cariño) era tan normal que ya ni la echábamos de menos. Con mi madre era otra cosa, ella ya no ejercía de educadora y, como sólo la veíamos semanalmente, nuestro trato con ella era afectuoso. Al igual que con las tías Maruja y Milagros, que nos trataban como auténticos sobrinos.

 

Era Rafael quien peor soportaba la disciplina y, en muchos caso, las absurdas normas caseras. Yo, quizás con más espíritu moruno que germano, sabía tener paciencia y esperar aires mejores con mejor humor. Ya se sabe, "sentado en la puerta de su tienda..." Horarios estrictos, prohibición total de jugar a la pelota (años después, como padre de familia de débil economía, comprendí el disgusto de mi tía ante la necesidad de renovar unas botas que se habían destrozado pegando patadas a un balón); incomprensión e indiferencia ante las "habilidades" literarias de Rafaelito y las pictóricas mías;

 

 

 

comidas y cenas con frecuencia silenciosas y tensas... En casa todo estaba vigilado y controlado. La siesta era obligatoria en verano y, quieras que no, había que acostarse después de comer. Yo me encamaba y procuraba mantenerme despierto, como desquite personal, ante lo inevitable. Me entretenía observando el raro fenómeno de reflejarse en el techo, en un rayo de sol que penetraba por la ventana casi cerrada, el ir y venir de peatones y vehículos por la acera soleada. Hasta se reflejaban los colores... Y me quedaba profundamente dormido, momento que aprovechaba mi abuela para dar un golpe en la puerta y decir: "¡a levantarse!". Porque la siesta era una especie de "siete y media", si no llegas, malo, y si te pasas, peor. Otra normativa llena de prohibiciones era la del agua. Beber antes de comer, era malo porque quitaba el apetito; beber en las comidas, en especial si eran calientes, hacían daño a los dientes; beber después de comer, encharcaba la tripa... El niño, que tiene una rara habilidad para la sobrevivir en situaciones mucho más terribles, supera todas estas tabarras y apenas si modifica su humor, porque el niño se acoraza.

 

El Colegio de Huérfanos representaba una especie de libertad, aunque no éramos tan ingenuos como para hacernos ilusiones excesivas. Pero un cambio es algo que gusta, en especial para el que se empieza a cansar de lo diario, lo habitual, lo de siempre o lo de todos los días. De todas formas, lo nuestro, con matices más o menos diferentes, no pasaba de eso que se suele llamar "conflicto generacional". El día en que a mis hijos les dé por escribir sus memorias infantiles, veremos en qué situación de tirano, más o menos suave, iba a quedar su progenitor. Pero que no se emocionen, que sus hijos, cuando les llegue el momento, también podrán decir algo de sus personales "conflictos generacionales".

 

En Madrid había varios Colegios de Huérfanos para hijos e hijas de militar. El de la Ciudad Lineal y el de Carabanchel Bajo para chicos, el de la Unión, también en Carabanchel Bajo, para chicas y colindante con el nuestro. El de las chicas era un colegio de monjas donde nuestras huérfanas estaban becadas. Ambos colegios eran vecinos pero era imposible pasar al colegio de las niñas donde muchos tenían hermanas. Había una alta valla metálica además de un cancerbero que impedía cualquier incursión. Sin embargo, en un sector de la valla, oculto por matorral y arbolado, solía algún "pínfano" tener una brevísima charla a través de la tela metálica con su hermana, pues el vigilante-cancerbero vigilaba. Este era el caso de Martín Gamborino que alguna vez pudo hablar con su hermana en aquel verdadero punto de encuentro. En otras ocasiones le escribía, y yo dibujaba algún monigote en el sobre. Gamborino tenía una hermosa voz de tenor de la que se aprovechaba el coro. Ya de teniente, moriría en Ifni en una desgraciada acción de guerra al mando de una sección de legionarios.

 

La mayor parte de los huérfanos que estudiábamos en el colegio provenía de hijos de militares asesinados, muchos en Paracuellos (Lechuga, Belloso, Sevillano, Posadillo...), otros en la Mola de Mahón (Carcaño, Mota...) o en otros mataderos dirigidos, unos por Carrillo, otros por elementos de su misma catadura. Los que procedíamos de caídos en acción de guerra  éramos minoría.

 

Teníamos tantas ganas de aparecer por nuestro nuevo colegio que, a  primeras horas de la tarde del día ordenado en la documentación recibida, nos presentamos en el Colegio de "Santiago", que así se llamaba, cuando apenas si había en el colegio media docena de alumnos. Como dato para la historia, diré que el primero con quien hablé se llamaba Carranza, era de Málaga, "intelectual" y ateo. Componía poesías y también las letras de algunas de las canciones cuya música crearía (no sabía solfeo) Regueira, más conocido como el "músico". Para completar estos datos, diremos que Regueira, con el tiempo,  aprendió música y que Carranza dejó de ejercer de ateo, también con el tiempo.

 

Los del Colegio de Huérfanos nos denominábamos, y nos denominaban, "pínfanos". El motivo de este nombre viene de lejos, de los tiempos en el que los huérfanos de los Regimientos eran admitidos en ellos como educandos de banda. Era entonces el pífano un instrumento de las bandas de música, una especie de flauta que tocaban estos educandos. De ahí viene lo de pínfano que suena más musical con esa "n" intercalada. Hoy, los pínfanos somos una especie a extinguir, como las bandas de música militares...

 

Conforme iba cayendo la tarde empezaban a llegar los "pínfanos", la mayor parte veteranos de otros cursos, o procedentes del Colegio de Valladolid, es decir, que se conocían entre ellos. También había, lo supe más tarde, otros "pínfanos" que permanecían en el colegio todo el verano porque no tenían familia que pudiera hacerse cargo de ellos durante las vacaciones. Es decir, que ejercían de "pínfanos" los 365 días del año.

 

Muy pocos éramos los nuevos, que permanecíamos un poco apartados y un mucho observadores. Algunos de los veteranos vestían el uniforme del colegio, traje azul cruzado con botones dorados, gorra de plato y capa, pero la mayor parte usaban sus propias ropas "civiles". Lo que más nos llamaba la atención era el comportamiento ruidoso y desenvuelto de aquella tropa que reía, fumaba, gritaba y, lo que me era más desagradable, soltaba tacos con gran desenvoltura. Era un ambiente con ribetes algo barriobajeros y, durante algún tiempo, pensé si no nos habríamos equivocado de sitio, pero no pasaron muchos días para que yo me insertara sin problemas en la masa. Lo de los gritos y los tacos no era más que una máscara, lo bueno o lo malo se llevaba dentro.Un ejemplo puede mostrar fácilmente cual era nuestro estado emocional ante la nueva situación. Un chico procedente de noble familia militar venida a menos recibió, a la semana de su ingreso en el colegio, la visita de su madre que muy posiblemente se estaba haciendo las mismas consideraciones que la tía Manola sobre la oportunidad de ingresar a su hijo en tal institución. Cuando la buena mujer vio a su hijo vestido de alevín de tranviario, con remiendos, alpargatas y algo rapado por aquello de la higiene, se echó a llorar y le dijo a su hijo: "perdona, he hecho mal, ahora mismo vamos a ver al director para sacarte del colegio e irnos a casa". El hijo, que estaba acostumbrado a otros ambientes más selectos, pero indudablemente más aburridos, exclamó: "¡¡ ni se te ocurra !!". Ese era el caso de muchos de nosotros, de habernos dicho la tía Manola algo parecido, nuestra respuesta hubiera sido la misma.

 

Que nadie crea que a partir de ahora nuestra vida "en libertad", y con los nuevos compañeros, iba a ser un camino de rosas. El colegio era una institución dura y disciplinada, con carencias e incomodidades, con gentes buenas, regulares y algunas malas, tanto entre los compañeros como entre los inspectores, pero en este mundo nuevo en el que nos habían metido, tenía que ser uno mismo el que debía buscarse un lugar en el sol sin tener que pedir a otros que te lo regalaran. Aprendí más en dos semanas en el colegio que en dos años de los de antes. Era como una rara selva en la que había que sobrevivir entre muchos amigos y algunas fieras.

 

En el "Pinfanato" nadie era importante o insignificante por apellidos o por ser hijo de tal o cual héroe de la guerra. Ni se tenía  

en cuenta ni nos importaba; la mayor parte ignoraban las circunstancias de los demás, salvo en casos muy particulares y de los amigos más próximos. Con el tiempo, y de forma casual, nos enteramos de que entre nosotros había también huérfanos de militares que habían combatido en el bando "rojo", lo que por otra parte, como ya hemos dicho, nos hubiera traído al fresco.

 

En el Colegio de "Santa Bárbara, al que iría en el año 1948, conocimos a un "pínfano" del que supimos pronto su origen. Era hijo de un capitán que había combatido en el bando rojo. Acabada la guerra, perdió la carrera y poco después moriría, dejando viuda y un hijo. La mujer, para sobrevivir, se dedicó a limpiar cines y oficinas, mientras que el hijo se iba convirtiendo en un golfo, un chuletilla de barrio. Un compañero de su marido descubrió a la viuda en funciones de fregona, y se interesó por su situación. Le consiguió una pensión (el marido no había tenido proceso judicial alguno, salvo la fatal consecuencia de haberse quedado en el bando "rojo", que no era poca) y al hijo lo metió en el colegio para que se preparara para el ingreso en la General de Zaragoza. Acudió el chuleta con la convicción de que su historial familiar lo iba a marginar, pero cuando se dio cuenta de que allí nadie preguntaba nada, que nada personal importaba y que todos éramos asombrosamente iguales, se convirtió en uno más. Y pronto entró a formar parte de nuestro grupo al que "enriqueció" con su experiencia mundana.

 

 

Otra característica del Colegio de Huérfanos que nos llamó mucho la atención fue la existencia de lo que ahora se ha venido a denominar "hecho diferencial". Sin que se formaran compartimentos estancos, cada cual conservaba de una forma muy natural sus características regionales, hoy taifas. El grupo más numeroso era el madrileño y, después, el "africano" que solía superar a los demás en astucia y poder de supervivencia. Había un grupo de gallegos que conservaban su personalidad, a la que pertenecía el "músico" Regueira que nos enseñaba canciones en gallego y asturiano. Los había de otras procedencias can características muy definidas, como los canarios, mallorquines, andaluces y valencianos. También había importante representación procedente de Extremadura y de Aragón. Nunca, es decir, jamás hubo el menor conflicto o incidente por culpa de celos o pruritos de patria chica, y eso que en algunas ocasiones, para jugar partidos de fútbol u otro tipo de competición, nos agrupábamos por el lugar de origen, competiciones que solía ganar el numeroso grupo "africano".

 

Las penurias por las que pasaba España se notaban también en el colegio. Nuestro primer vestuario era desolador. Para diario nos entregaron un pantalón de dril gris, lavado y relavado, mejorado con unos hermosos remiendos de tela nueva, una chaqueta del mismo tejido, deformada por las múltiples lavadas y con los imprescindibles remiendos en los codos, y unas alpargatas. Parecíamos alevines de tranviarios, con la diferencia de que el uniforme de estos tenía mucho mejor aspecto que el nuestro. Durante el invierno se cambiaban las alpargatan, que ya era un subproducto oloroso y de aspecto indefinible, por un par de botas.

 

Para los días de paseo nos entregaron un uniforme hecho a medida, el que ya explicamos anteriormente. Como el “pínfano” tenía la propensión a crecer, a veces de forma espectacular dada la edad, muy pronto los pantalones dejaban ver los tobillos y las mangas de la chaqueta retrocedían en busca de los codos. Todo, acompañado de un deterioro del bello color azul inicial que se transformaba en un color indefinido, entre morado, ala de mosca y vieja sotana de cura. Era el momento de recuperar nuestras prendas "civiles", lo que ocurría a la mayor parte de los "pínfanos". Mi uniforme me duró más bien poco tiempo pues, siendo yo en la Academia Arana el más bajito de mi clase en el año 1945 (me di cuenta al ver una foto de grupo después de los Ejercicios Espirituales), al siguiente año, di un estirón, y en 1947 era ya de los más altos. 

 

En este colegio participé por primera y última vez en una huelga. La provocó el desayuno cuyo café consideramos por aclamación que era un agua infecta. El director de la institución que regentaba el colegio, al que llamábamos el "Tuerto" (era tuerto...), en vez de coger el toro por los cuernos lo cogió por el rabo y se enfrentó a los huelguistas en tono paternal. Habíamos dejado en el comedor, sin tocar, todas las tazas llenas de café y nos habíamos ido en procesión hasta la parte posterior del colegio donde había una fuente en la que bebíamos formando una ruidosa cola. El "Tuerto" nos prometió mejoras y nosotros, cansados del juego, nos disolvimos "sin incidentes". Hubo una leve mejora que, como suele ocurrir en estos caso, duró más bien poco.

 

Soportábamos la escasez de una forma que pudiéramos llamar deportiva. La comida no era abundante pero sí suficiente, rutinaria y mal elaborada. Todos éramos muy jóvenes, estábamos creciendo y el apetito solía ser insaciable. Habría que imaginar las cuentas y los sudores de la responsable de la cocina para dar de comer a aquellas termitas, lo que no justificaba la mala preparación y hasta la escasa limpieza. Quien con el tiempo llegaría a ser el Agregado Militar en Bagdad durante la larga guerra Irán-Irak, de rancio apellido marino, Lozano Méndez-Núñez, uno de mis compañeros de mesa, conseguiría el récord local de bichitos ("cocos") en las lentejas. Las piedras y otros "pecios" no se podían ni contabilizar pues eran numerosísimos y él los alineaba en el borde de su plato mostrando a los demás, con lógico orgullo, sus trofeos. Mi asombro se aguaba con la sospecha de que nuestras derrotas venían de la falta de buena vista marinera, y que los detritus que nos correspondían, venían a aumentar forma involuntaria nuestra ración de proteínas.

                 

Compensábamos la escasez de varias formas, una de ellas era el refuerzo casero que solíamos llevar al colegio los domingos y sobre el que había que ejercer una perfecta vigilancia, pues podía volatilizarse en cuanto uno miraba para otro lado. En casa nos suministrábamos de leche en polvo y condensada, chocolate, quesitos en raciones, etc. 

               

Más por deseo de aventura que por verdadera necesidad, alguna vez hicimos incursiones en despensas y cocinas o en las huertas vecinas. Lo primero era algo casi imposible porque las monjas que dominaban ese sector del colegio solían ejercer sobre su territorio una vigilancia muy eficaz. Con todo, en unión de mi amigo Fernando Lechuga, pudimos saquear durante varios días la cesta del pan que cada mañana se suministraba al colegio. Descubrimos que el panadero dejaba durante unos segundos el gran cestón delante de la puerta, entraba y regresaba con el portero que le ayudaba a introducir el pan hasta las cocinas. Esos segundos los aprovechábamos Fernando y yo para coger dos barritas cada uno. Las monjitas debieron de regañar al panadero por traer una cantidad menor de la contratada y éste, sospechando la causa de no cuadrarle las cuentas, ya no abandonaba el cestón, sino que entreabría la puerta y llamaba a voces al portero. Desde un escondite cercano, Fernando y yo comprendimos que aquella fuente se había agotado.

               

En una ocasión hice una incursión en la huerta cercana. Había una muy extensa y bien cuidada que pertenecía a una institución de niños subnormales (creo recordar que era así, pero no lo aseguro). Yo me había hecho amigo de un chico de gran cabeza (cabezota), rubicundo y algo tardo de mente, pero con chispas de inteligencia que suele dar la vida para ayudar a sobrevivir. Era huérfano de un oficial de la Guardia de Asalto republicana asesinado en Barcelona en los primeros días de la guerra, lo que ya es mala suerte porque la mayor parte de aquella policía se quedó sin remordimiento alguno en el bando rojo. La mujer del asesinado, desesperada, decidió suicidarse y "suicidar" a sus dos hijos pequeños, y con esa idea se fue al puerto dispuesta a arrojarse con ellos al agua. Un compañero de su padre, que algo sospechaba, pudo evitarlo y se llevó a los tres a su casa. Y de alguna forma, que esa parte de la historia no me la contaron, sobrevivieron a las calamidades de la guerra, aunque ella murió poco antes de la liberación de Barcelona. Mi amigo acabaría en el colegio de "Santiago", el de Huérfanos del Ejército, con su aspecto algo tontorrón y un mucho bruto. Algún tiempo después se escaparía del colegio con una de las muchachas de servicio, la más fea, más gorda y más simplona, y se fueron a vivir a un barrio de chabolas. Que Dios les haya protegido porque, disminuido mental, mi amigo era un buenazo.

               

Tras la corta biografía de este personaje, diré que fue él quien me dio la noticia, como quien transmite un secreto que se ha de guardar celosamente: "he encontrado un yacimiento de zanahorias". Me dijo "yacimiento", pero yo interpreté acertadamente que se trataba de la huerta vecina. Aquella misma noche me despertó y, sin hacer ruido, nos vestimos, saltamos por una ventana y corrimos hacia la huerta vecina. Ya conocía mi amigo el agujero por el que había que arrastrase para llegar a nuestro objetivo, y por él nos metimos como dos entrenados guerrilleros. La noche era muy oscura pero los contornos se adivinaban gracias a las luces más o menos lejanas. Yo seguía al rastreador de zanahorias que al fin se detuvo y murmuró: "creo que es por aquí", y empezó a escarbar y a arrancar matojos, mientras que yo le observaba asombrado de que con aquella oscuridad pudiera distinguir la mata de una zanahoria de la de una ortiga. Él cogió algo, lo alzó para ver mejor y dijo en voz baja: "¡Bah! son nabos". En aquel momento me di cuenta de que muy cerca de nosotros había alguien, y antes de que pudiera identificarlo, oímos dos disparos. No lo pensamos dos veces y salimos corriendo como liebres hacia el colegio. Pero lo más asombroso es que no corríamos solos porque de los surcos y plantones habían surgido otras sombras que, como nosotros, corrían como almas que lleva el diablo tentador de los rateros. No había duda de que el "yacimiento" de zanahorias no era un secreto y ya debía de haber sido visitada con anterioridad, lo que hizo que el guarda saliera aquella noche de caza... Quiero creer que el hombre disparó al aire.

                 

Todas las sombras corredoras regresamos al colegio por los caminos conocidos y, hubo suerte, ya que nuestras "rutas de evasión" eran diferentes y de ese modo no hubo aglomeraciones en los agujeros de las vallas. Al día siguiente ya estaban restaurados los agujeros en los accesos a la huerta vecina.

               

En el colegio había dos tipos de "cómitres": los galonistas y los inspectores. Los primeros solían ser alumnos aventajados, como el ya citado "músico" Regueira, que era uno de los que controlaban el orden en las clases en ausencia de profesores o inspectores. Algunos galonistas, como el citado "músico", eran implacables con los jaraneros que no le dejaba estudiar el día en que le tocaba ejercer el “mando”. Entre los inspectores había de todo. Yo no lo conocí, pues estuvo el año anterior, pero me hablaron de un bárbaro inspector, se decía que expulsado de la Guardia Civil, y que daba unos guantazos tremendos. Antes, hacía un par de años, sólo había en el colegio alumnos de hasta 13 años, pero al siguiente llegaron los "mayores” después de una reestructuración de los Colegios de Huérfanos. Los más pequeños contaron a los más mayores (14, 15... 17 años) las hazañas del odiado inspector, y un grupo de vengadores agarraron al individuo, lo metieron en un armario que había en la sala de juegos, y lo arrojaron con él a una especie de piscina que había en la parte trasera del colegio. De esta forma se libraron de él, no porque muriera ahogado, claro, sino porque no quiso regresar nunca más al lugar del crimen.

               

Sí llegué a conocer a otro inspector, éste mucho más frío, calculador y temible. Nunca pegaba ni daba el más mínimo coscorrón, pero cuando aparecía con su cara de intelectual del Politburó, con sus gafitas de jefe de "cheka" y una sonrisa flotando en su cara un poco de luna, todos callábamos y el orden más exquisito reinaba a su alrededor. Lo que nos aterraba de este inspector, al que apodábamos "Bolche", eran sus maneras suaves y crueles. "Vaya a ver a don David", podía decir casi en un susurro al oído del infeliz que había pescado hablando cuando debería callar. Don David era el director, de cuya mujer estábamos todos un poco enamorados. Ver a don David podía representar un aviso a la familia para advertir del mal comportamiento del "pínfano". También podía surgir delante de algún infractor de la disciplina como si la atmósfera coformara a un temible ectoplasma: "este domingo usted no saldrá de paseo ¿Me da su nombre?"

               

Pero a este personaje también le llegó su San Martín. Semanalmente había "duchas". Se encendían calderas, se organizaban turnos y se armaba un pequeño guirigay, remedo del infierno de Dante, entre nubes de vapor y cuerpos desnudos. Alguien, escudado en el anonimato de la multitud y de la niebla, empezó a gritar con voz atiplada: "¡Bolche, marica!". Y el inspector, hasta entonces sereno y distante, perdió los estribos y, lo que es peor, "perdió los papeles" y se precipitó hacia los lavabos gritando: "¿Quién es el hijo de puta que ha dicho eso?". Lo que vino después es digno ser estudiado por los psicólogos que entienden de reacciones de las masas. Alguien gritó: ¡El “Bolche” ha llamado puta a la madre de un pínfano”!. Inmediatamente empezamos a cantar, al principio en voz baja, y luego cada vez más alto, una cancioncilla, más bien un estribillo que en otras ocasiones, cuando no estaba delante, tarareábamos en su "honor". Con la música de "Giovineza", canción italiana que se hizo muy popular en el bando nacional durante la guerra, cantábamos cada vez más fuerte: "¡Bolchevique, bolchevique...!", y empezamos a desfilar delante del odiado "Bolche" cantando a gritos el pegadizo estribillo: "Bolchevique, bolchevique, bolcheviiiiiique...” El hombre aguantó el chaparrón sabiendo que había llegado el fin de su tiranía y, en definitiva, el final de su estancia en el colegio. Al día siguiente lo abandonó y nunca más volvimos a saber de él.

               

Otros inspectores eran excelentes personas. Uno de ellos, el "Canario", muy impuesto en matemáticas, ayudaba a todo aquel que solicitaba su sapiencia. Con el tiempo, algunos "pínfanos" se colocaron de inspectores en otros colegios de la institución que regentaba el nuestro, que se llamaba del "Divino Maestro". Uno de ellos, apellidado Gener Bitini, que era más bien bajo, ante la perspectiva de tenerse que enfrentar con los alumnos del colegio de Huérfanos de Ferrocarriles, hizo correr la voz de que él era un campeón de judo de reacciones imprevisibles y terribles cuando se le enfadaba. Dicen que le dio un resultado excelente.

                 

Entre los profesores había de todo, buenos, regulares y mediocres. El que nos daba inglés se apellidaba Echevarría y de él se decía que estaba en Madrid desterrado por nacionalista vasco. Cuando abría la puerta de la clase gritaba: "¡Good morning!", y lanzaba desde la misma puerta su pesada cartera de cuero sobre la lejana mesa del profesor. No siempre acertaba. Era una buena persona. Teníamos otro, el de Literatura que era un poco maníaco. Un tipo delgado, pequeño, que frecuentemente venía de uniforme ya que era alférez de complemento. No supo ganarse las simpatías de sus alumnos pues con frecuencia ejercía de chivato en ratos libres, y eso agitaba en su contra al patio. Los días en que estaba de buenas y quería ganarse las simpatías de los chavales, nos leía poemas de Baudelaire, de Espronceda, de Rubén Darío, de los Machado y de García Lorca, pero siempre buscando aquellos versos de contenido más “erótico”. Nos especializamos en las "Flores del Mal" y en el "Romancero Gitano". Empezamos a aficionarnos a la poesía entrando en su jardín por el sendero más "verde". Un día, cuando acababa de leernos un poema de García Lorca, arrancó la hoja y se la tiró al más cercano. "Para ti, le dijo, guárdala". Muchas manos se levantaron pidiendo también su parte en el reparto, y allí quedó medio libro de poemas de Lorca repartido entre nosotros.

               

En esta clase de literatura pude obtener, de haberlo querido, un puesto de honor en el libro de los récords. Cuando el profesor, el "Literato", nos dictaba los argumentos de nuestra literatura clásica (El Lazarillo de Tormes, las Novelas Ejemplares...), en vez de tomar nota como todo el mundo, cogía los apuntes dibujando a velocidad de vértigo el argumento, según mi sistema del personaje-filamento. Toda una proeza.

               

Como en las biografías de los grandes personajes, un hecho al parecer sin importancia, influye de forma poderosa en la formación del biografiado. En mi caso, aunque ni soy biografiado ni personaje, un hecho fortuito me abrió un mundo que estaba ahí, muy cerca, pero del que apenas si había notado su existencia. En mi caso, todo vino por una epidemia de paperas, parotiditis para los más cultos. Poco a poco todos fuimos cayendo, y cuando las camas del botiquín se completaron, hubo que habilitar una especie de sucursal de la enfermería en la biblioteca del colegio. Allí metieron dos pisos de literas donde, los últimos en caer enfermos, fuimos instalados dispuestos a pasar unos maravillosos días sin madrugones, sin adormecedoras misas matinales, sin inspectores, estudios y sin disciplinas diarias.

               

Ya conocía la biblioteca, pues allí confeccionábamos entre dos o tres "pínfanos" un periódico mural que salía a la luz de tanto en cuanto. En los tiempos muertos de nuestro trabajo, solíamos hojear libros o hacer un rápido recorrido curioso sobre sus títulos. Era una buena biblioteca que procedía de otras instituciones militares, por lo que sólo se traba de colecciones de libros técnicos, de historia o colecciones de revistas, militares o no, de antes de la guerra. Una parte nada despreciable estaba escrita en francés o inglés.

               

Mi cama de enfermo era la de arriba y estaba pegada a una de las estanterías. No tenía más que alargar la mano y coger un libro. Repasé, lógicamente, las colecciones de "La Esfera", "Blanco y Negro", "La Ilustración Hispano-Americana" y otras similares, algunas se empezaron a editar en el siglo XIX, y así puede leerme, entre otras cosas, las guerras de Cuba y Filipinas con relatos casi "en directo". Mi paupérrimo francés me permitió leer un libro en que un periodista sueco relataba el combate de las lomas de Caney que pudo presenciar como corresponsal en el ejército yanqui. Brujuleé en libros de Historia hasta que me apagaban a luz por la brava y, por supuesto, hasta que se acabó la epidemia. Y también repasé libros de medicina. Gracias a ellos me informé de lo que una  educación  timorata  y  absurda  había omitido, es decir, de todo lo referente al sexo, a su función, a su fisiología... En especial en lo referente a la mujer, cuya ignorancia era en mi caso absoluta. La falta de hermanas y, como consecuencia de eso, la absoluta falta de relación con lo femenino, había provocado un vacío total que se reforzaba con una falta de interés por el tema y hasta por una timidez que hasta entonces me había aislado de las chicas. Ya empezábamos a salir con ellas, pero nuestra relación era superficial, sin profundizar apenas.

               

A partir de entonces, me he convertido en ratón de bibliotecas, en empedernido buceador de hemerotecas y hasta en paciente lector de viejos archivos.

                 

Los sábados por la tarde nos íbamos de permiso hasta el domingo por la noche. La ida era alegre y la vuelta algo menos. Al principio cogíamos el tranvía para regresar al colegio en la Plaza Mayor. Con el tiempo, esta parada del tranvía de los Carabancheles se trasladaría a la glorieta de Atocha, frente al antiguo Hospital de San Carlos. Mientras duró la de la plaza Mayor, la captura de un hueco en el tranvía era toda una epopeya y un espectáculo. Se formaban previamente largas colas en espera de la aparición del tranvía, un feo armatoste, cuadrado y renqueante, ostensiblemente pequeño para tan numerosa clientela. Cuando surgía bajo el arco de la calle Toledo, algo fatigado por el esfuerzo de subir el repecho, la cola se agitaba y los guardias “de la porra” que por allí deambulaban ponían algo de orden. Al principio, la cola iba entrando en el tranvía con relativo orden, pero cuando ya los asientos se habían ocupado y el pasillo central estaba lleno, cuando la multitud empezaba a estibarse en las plataformas, la cola se rompía y los aspirantes a viajeros entraban como podían y se empezaban a colgar de la parte exterior según su buen saber y entender, según su fuerza física, su instinto y su entrenamiento. Era el momento para la carga policial (uno o dos municipales...) que desmochaba la parte exterior del tranvía como si fuera una panocha. Este arrancaba chirriando y muchos de los que se habían quedado en tierra o apeados de sus localidades exteriores, corrían hacia el arco por el que tenía que pasar el tranvía. Como los corredores eran más rápidos que el renqueante trasto, podían ocupar con suficiente antelación un lugar apto para el ataque final. Llegaba la "diligencia" a la "cañada de los Comanches", tomaba previamente una curva, con lo que reducía aun más su lenta marcha, y cuando embocaba la calle Toledo, se producía el asalto final. La segunda hornada cubría materialmente al tranvía, incluidas ventanillas y también estribos y tope, lógicamente sólo el trasero. Era este tope lugar muy codiciado porque hasta allí no llegaba el largo brazo del cobrador. Sólo en una ocasión viajé en el tope y todavía me duelen las plantas de los pies en los que se clavaba inmisericorde. Así descendíamos la calle y la cuesta de Toledo hasta llegar al río Manzanares que cruzábamos por el bello puente de Toledo, en dirección contraria de la que hubiera querido ir mi padre unos años antes.

               

Durante años faltó un trozo de vía en la Cuesta de Toledo, unos diez o doce centímetros sorprendentemente desgastada por el uso, y al pasar por encima el tranvía, se bamboleaba como un barco en el seno de una ola. Si el racimo humano sobresalía demasiado, había voces prudentes que gritaban a tiempo: "¡posteee!" Todos se achuchaban y así se podía pasar sin víctimas el obstáculo.

               

Durante un verano, fallaron los frenos de uno de estos entrañables armatostes carabancheleros y se fue contra el pretil del río y, después de hacerse añicos contra las piedras, los restos cayeron al cauce seco del Manzanares. Cuando pasé por allí muy poco después, me quedé asombrado de lo poco que abultaba el "cadáver" de un tranvía, apenas unos hierros y un montoncito de astillas. Nada...

 

UNA VIDA EN LIBERTAD

 

               

El título puede parecer pretencioso pero lo he elegido porque quiero insistir en que nuestra entrada en el colegio representaba una nueva situación, una sensación de libertad que antes no habíamos conocido.

               

Nuestra vida como internos en un colegio no cortaba de forma drástica nuestro contacto con el "mundo exterior". Salvo por alguna actuación desgraciada de inspectores, como el "Bolche", siempre salíamos los fines de semana. Conocíamos chicas y con ellas pasábamos los domingos en pandilla, de una forma tan correcta y educada, que hoy hubiera sorprendido al más mojigato. Y no tanto por la influencia religiosa, que la había, como porque así era y había sido siempre en España. Luego, en particular o en privado, allá cada cual con sus gustos, atrevimientos y responsabilidades.

               

Por aquellos tiempos se organizaban unos rifirrafes contra lo que se consideraba un relajo en la moral cristiana impuesta por la Iglesia al sistema (que no al revés). Ocurrió lo de "Gilda", con los tinterazos en la pantalla y en los cartelones. Se decía que en algunos colegios se expulsaba a quienes habían asistido a tan procaz película. Yo no pude ver "Gilda" hasta muchos años después, porque mi conciencia, sometida a la calificación moral religiosa, no me lo permitía y, además, mi tía no me hubiera dado ni una peseta para asistir a tal “procacidad”. He de reconocer que, pese al bodrio que es la película, Rita Hayworth le daba más morbo a su célebre strip-tease del guante que todas las películas que las tontas "Enmanueles" rodarían muchos años después. Otra película que proporcionó un raro escándalo fue "La madona de las siete lunas" que, vista años después, resulta incomprensible, aburrida y absurda. La censura que ha ejercido siempre el poderoso -que hoy ejerce a su manera y la seguirán ejerciendo en el futuro-, resulta muchas veces más humillante por la desconocida y omnipotente personalidad del censor, que por la censura en sí misma ya que ésta, en muchos casos, se puede marginar con astucia. En lo referente a la moral, los resortes censores estaban en manos de la Iglesia, la misma que pasados los años echará toda la culpa al sistema que la mimó, creemos que en exceso. Contaba García Serrano la bofetada que el futuro cura del Pozo del Tío Raimundo le sacudió a un marchoso flecha por echarle un piropo sin malicia a una chica. La rigidez en la moral "oficial" estaba provocada, organizada, controlada y dirigida por la Iglesia. Cuando la Cámara de Representantes norteamericana, pese a los desesperados esfuerzos de los "capos" del exilio, aceptaba que el Plan Marshall alcanzara a España, Truman puso la condición de que, a cambio, deberían eliminarse las estrechas normas legales que existían para los protestantes, sencillamente, que hubiera verdadera libertad religiosa y de conciencia. El Vaticano levantó su dedo admonitor y vino a decir: "la católica España no puede permitir que la religión católica, la única verdadera, se rebaje al nivel de las otras religiones falsas", y Franco, más papista que el Papa, aceptó el aviso y nos quedamos sin la ayuda que tanto necesitábamos, y los protestantes sin el culto externo. Y aunque no es de esta época, recordemos que "Viridiana", presentada oficialmente por España (la España "franquista") en Cannes, y ganadora del premio del festival, ante el escándalo del Vaticano, dio posteriormente marcha atrás y la prohibió (otros países americanos la prohibieron también). Pasados los años, además de observar cómo se puede deteriorar una película famosa, y cómo se puede convertir en un pastel rancio y con mal olor, comprobamos también el mal gusto del pelmazo de Buñuel y su empeño en meternos al bies sus traumas y sus complejos. "Viridiana" no vale ni el celuloide rancio que soporta tal cataplasma. La "libertad de expresión" que me regala el sistema, me permite decir que "el rey está desnudo", es decir, lo que mucha gente no se atreve a decir sobre gran parte de la producción cinematográfica de Buñuel: que es insoportable.

                 

La "moral oficial" influía en nuestras vidas en casi todas las facetas. Teníamos, en general, unos conceptos y sentimientos de moral cristiana más profundos que los que ahora suele haber entre nuestra juventud, la del "póntelo-pónselo". Pero, contra lo que se suele decir, yo doy gracias a Dios por haber tenido ese baño de espiritualidad que es quizá, al cabo de los años, lo único que ha perdurado después de vivir en una sociedad cada vez más apartada de lo trascendente y de lo religioso, y también cada vez más adoradora de su vientre o de su bajo vientre. La dureza de un catecismo memorizado, la agradezco al cabo de los años, aunque sea incomprensible para "teólogos" como Miret Magdalena, ya que es lo que ha quedado más enquistado en mi fe de carbonero. No, no me quejo de mi paso por estas zonas que los bobos denominan de "moralina tradicional y carca", reconociendo también todo lo que de morralla y rémora arrastraba. Después del paso por la vida, se va dejando uno jirones de aquella formación religiosa, pero "desmochado" lo exterior, como aquellos tranvías de Carabanchel, la estancia en ambos colegios de jesuitas, la época de los "voyos" del padre Múzquiz, las costumbres religiosas familiares, que ya les

eran habituales desde antes de la guerra, han dejado, a Dios gracias, restos muy aprovechables.

               

Metidos en este tema, habrá que recordar las pesadas charlas de don José, el capellán del colegio, un sacerdote bueno, paciente, aburrido y poco comunicativo. En el colegio de Carabanchel teníamos misa diaria, por supuesto que obligatoria, además de otras actividades religiosas diarias como el rosario. Esta obligatoriedad pasó a ser voluntaria al pasar al colegio de Carabanchel Alto. Pero no adelantemos a nuestra sombra y vayamos por pasos.

               

Cuando el espíritu es libre y los complejos y tristuras íntimas no nos dominan, el entorno tampoco nos apabulla. Nosotros sabíamos sacar partido de la recién obtenida libertad familiar, sabíamos divertirnos con lo que teníamos, que no era poco, y sabíamos saltar sobre las dificultades, estrecheces y rigideces de nuestro entorno sin traumas, complejos ni rencores posteriores.

               

Un día, nos dijeron que no  había clase y que podíamos ir a Madrid a una manifestación. Poco después bajábamos alegremente "a pata" por la calle general Ricardos dispuestos a hacer bulto en la más célebre manifestación de la época llamada franquista, y posiblemente de todas las que se organizaron después. Nos referimos a la que hubo contra la condena de la ONU. Ni siquiera los más recalcitrantes manipuladores de la Historia han dejado de reconocer que aquello fue todo un espectáculo multitudinario. Al cabo de los años, cuando recuerdo aquel día, me da la sensación de haber asistido en primera fila a un hecho histórico. Nadie nos dio dinero, ni nos compró bocadillos, ni tan siquiera nos pagó el tranvía para bajar hasta la plaza de Oriente, nadie nos empujó. Fuimos porque quisimos y, todo hay que decirlo, porque era una fiesta no esperada dentro del pesado calendario escolar...

               

También nos dieron fiesta para ir a otra manifestación, la que se organizó en la plaza de Oriente para recibir a Eva Perón. Y allí fuimos gritando y cantando, lo pasamos muy bien y pudimos ver a aquella mujer vestida de rojo y hasta con plumas en la cabeza, y a Franco a su lado, un poco más bajito y con cara de satisfacción pues alguien de fuera podía ver en directo, sin la tergiversación de la prensa mendaz, una manifestación "franquista" en la plaza de Oriente. No se habla a humo de pajas, que cuando la última manifestación en esta plaza, poco antes de la muerte de Franco, en el "Excelsior" de México salió una gran foto de la esta última manifestación diciendo que era de antifranquistas gritando multitudinariamente contra el régimen. Lo de Franco bajito es algo que les gusta recordar continuamente a los rascaplumas metidos a cronista de la Historia, circunstancia física que carece de importancia, incluso en ellos que no son, precisamente, aunque quizás les hubiera gustado ser, robustos, altos y apolíneos mancebos.

               

Un día Franco sacó billete y se fue al extranjero, claro que a Portugal. Fue la primera vez que lo vimos vestido (¿disfrazado?) de Capitán General en uniforme de gala y hasta con bicornio emplumado. A mí me recordaba al pato Donald al que había visto en una película con un uniforme similar. Creo que fue un error de sus inexistentes asesores de imagen sacarle de su austero uniforme y disfrazármelo de tal guisa.

               

Hubo una tercera manifestación cuyo origen no recuerdo. En esta ocasión decidimos celebrar el hecho patriótico metiéndonos en un cine. Y en el Doré, que estaba muy cerca del teatro Calderón, vimos una película que nos encantó: "Por el valle de las sombras", con un Gary Cooper en papel de valeroso médico luchando contra invisibles japoneses en la antigua Java holandesa. Desde el cine oíamos los gritos patrióticos de la multitud manifestada o reunida en la Puerta del Sol o en sus inmediaciones

                

Como hemos citado el teatro Calderón, habrá que recordar los festivales benéficos que doña Carmen Polo organizaba todas las Navidades y en el que participaban, generosamente, muchas artistas españolas. Según parece, había carreras, arañazos y hasta mordiscos por parte de nuestras artistas para poder participar en tal evento por lo que tenía de publicidad y, posiblemente, de posteriores apoyos "institucionales" para trepar en los carteles de futuros espectáculos. El silencio más siniestro se ha cernido sobre esta parte de las biografías de nuestras más eximias artistas, entre ellas la que se convertiría durante muchos años en la fracasada diva de la progresía, doña Sara Montiel.

                 

Nuestra afición al cine era inagotable. El primer día del siguiente curso, para mí 7º de Bachillerato, nos dieron fiesta en el colegio y ¡cómo no! nos fuimos al cine. Esta vez nos metimos en el Cinema X, que nada tenía que ver con pornografía ni pornógrafos, y vimos un curioso programa doble: "La novela de un joven pobre", un culebrón argentino protagonizado por Hugo del Carril y "Sherezade", con un juvenil Jean Pierre Aumont en el papel de Rimski Korsakof. Allí aparecía por primera vez, al menos para nosotros, Ivonne de Carlo, con los años, una de las protagonistas de la serie la "Familia Adams". Otra película, que decían era algo lenta y pesada pero que a nosotros nos encantó, fue "La Diligencia"

con John Waine, Claire Trevor y otros sensacionales segundones, como uno de los ejemplares de la familia Carradine o el que sería poco después papá de Escarlata O´Hara, Thomas Mitchel.

               

Para volver a tocar momentáneamente el tema del cine diré que éramos grandes aficionados al cine musical, especialmente el de Hollywood. Con "Levando Anclas" disfrutamos de lo lindo, y algo deberían tener aquellas películas cuando hoy les encantan a mis nietos. En esta película tenía un papel muy importante el pianista español José Iturbi, que también hizo otras películas en EEUU y que posteriormente dio conciertos en España. El hecho de no haber sido exiliado ni rojo ni antifranquista ha hecho que sobre él se haya corrido un tupido velo de silencio.

               

Durante el tiempo en que estuvimos en el colegio, ningún general de apellido ilustre, ninguna figura politica de postín o ninguno de los que se denominaban jerarquías nos visitaría jamás. Franco inauguró el colegio, creo que en el año 1944, y ya nadie volvería por allí. En años anteriores solía hacerlo Millán Astray, convertido en una caricatura de sí mismo, pero que sentía hacia los "pínfanos" una simpatía que sabía demostrar. Me contaron que aparecía de improviso, acompañado o escoltado por uno o dos de sus legionarios, reunía a toda la canalla que se enteraba por el tam-tam de la selva de la llegada del general y que abandonaba cualquier clase o actividad sin que nada ni nadie pudiera contenerla. Reunidos alrededor de Millán Astray, éste les echaba un brevísimo discurso patriótico, cantaban todos el himno de la Legión y salía a todo gas con su coche, sus legionarios y la promesa del envío de algún obsequio. Al día siguiente nos enviaba unos balones de fútbol y, en otra ocasión, además de los balones, una radio. Millán Astray se ha convertido en el pim-pam-pum de cualquier pelagatos de personalidad rastrera incapaz de entenderle, ni en su época de genial creador de la Legión, ni en su larga decadencia. Para nosotros seguirá siendo un veterano de corazón de oro.

               

Un gran día de fiesta era el de la Inmaculada. Presidía los actos en el colegio el coronel director del Patronato de Huérfanos: una pequeña orquesta nos daba un ameno concierto de música clásica popular, que solía terminar con ""El sitio de Zaragoza", también popular, aunque menos clásica. Un lugar preferente en el programa lo tenía el coro de Regueira que cantaba (cantábamos) canciones, algunas religiosas.  Solíamos cantar canciones creadas por el dúo Regueira-Carranza, unas veces en español, otras en gallego y hasta en asturiano.

               

Regueira componía de una forma muy eficaz aunque evidentemente primitiva. Enseñaba la melodía que tenía en su cabeza a un componente del coro con voz de tenor, y con él la iba conformando y aprendiendo. Cuando ésta ya estaba “ajustada” y aprendida, una "segunda" voz venía a ayudar para sacar su melodía; después una tercera y, finalmente, un bajo. Con los cuatro iba puliendo hasta que consideraba que ya estaba a punto. Y el resto del coro, ayudado por sus "instrumentos" de dos patas, aprendía la nueva canción.

               

A nuestras fiestas solía venir algún personaje para darnos una charla. Recuerdo a don Luis de Sosa, catedrático de la Universidad y creo recordar que decano de alguna de ellas. Temíamos un rollo y quedamos gratamente impresionados por la amenidad e interés de su charla. Otro momento feliz de aquellas celebraciones era la intervención de un alumno que tenía una rara facilidad para versificar y para la ironía. Hacía una acertada crítica de cualquier actividad o personaje del colegio entre las risas de sus compañeros y las sonrisas de conejo de los criticados. Con el tiempo, marchó a Holanda donde trabajó en Radio Sveningen". Se llamaba Olona y murió hace muchos años.

               

Los servicios del colegio estaban encomendados a una comunidad de monjas, y ellas eran las que contrataban y controlaban a las mujeres de la limpieza y camareras del comedor. Un día, se les escapó en la admisión una bella jovencita que enamoró a todos. Un amigo mío le metía en el bolsillo del delantal papelitos con amorosos requiebros acompañados de algún dibujo que previamente me había pedido que le dibujara. Poco duró la bella pues una noche la esperaron dos o tres jóvenes bellacos y la dieron un susto. El resultado fue la desaparición de la chica y la expulsión de los responsables.

               

Recuerdo una frase, una especie de suspiro involuntario, de una de las mujeres de la limpieza cuando estaba haciendo las camas y que yo pude oír por estar en aquel momento en el dormitorio, aunque no recuerdo por qué razón. La mujer dejó momentáneamente su tarea, suspiró, se pasó la mano por la frente y dijo:”¡Señor, Señor, qué bueno eres, pero cómo nos haces a veces la puñeta!". Creo que ha sido el acto de fe más sincero y gracioso que he podido oír en mi vida.

                 

En el colegio había una piscina, que ya hemos mencionado antes. No era propiamente una piscina sino un canal de riego que formaba una amplia "ese" y que procedía del colegio vecino, el de la Unión. El extremo opuesto del canal quedaba cortado para

convertirlo en una carbonera cubierta con una bovedilla. En la parte destinada a piscina, se llenaba de agua allá por el mes de mayo y, durante el tiempo en que permanecíamos en el colegio hasta el verano, no se volvía a cambiar el agua, por lo que ésta se convertía en un líquido de color achocolatado. Como la Naturaleza es un puro milagro, las desastrosas condiciones higiénicas de la piscina no provocaron ni epidemias ni cólicos ni enfermedad alguna, porque nuestras defensas orgánicas, bien entrenadas, nos defendían con extraordinario éxito. Esa Naturaleza permitía fenómenos tan sorprendentes como la de que en la piscina hubiera peces que nosotros pescábamos por el método "Huckleberry Finn", un palo, una cuerda, un imperdible o aguja doblada y mucha paciencia. Luego se asaba y el pobre pececito, quizás por venganza, despedía un hedor casi insoportable.

               

Junto a la piscina había un gran árbol al que se solía subir "Sabú" Ortiz de Zárate a meditar (se había convertido en un muchacho retraído, silencioso y solitario), hasta que algún inspector lo descubría y le ordenaba bajar. En una ocasión, ante la insistencia del inspector que le exigía que bajara in-me-dia-ta-men-te, "Sabú" le dijo: "como quiera", y se tiró de cabeza a la piscina. Él sabía nadar, que para eso veraneaba en Deva, otros no teníamos esta suerte. Pero allí aprendí a nadar a duras penas por el sistema de autoaprendizaje y sin que nos importara descubrir  alguna rata que navegaba a nuestro lado.

               

Esta piscina, mejor dicho, la carbonera, supo de nuestras inquietudes como fabricantes de explosivos. Solíamos hacer pólvora moliendo las pastillas de clorato que nos daba Regueira (25 %), que mezclábamos con polvo de carbón que conseguíamos quemando la madera de los lápices (25 %) y con azufre que nos procuraba una amiga que trabajaba en una farmacia (50 %), Amalia, que con el tiempo se casaría con mi amigo Miguel Forés. Mezclando con cuidado esos tres productos se obtenía una pólvora que se conseguía hacer explosionar si la encerrábamos en cartuchos de cartón. Pronto consideramos que nuestros cartuchos eran poca cosa y decidimos hacer una traca más ruidosa. Rellenamos un ladrillo hueco con nuestra excelente pólvora, lo atacamos bien con papel y cartón y, para que hiciera más ruido, lo metimos dentro de la carbonera pensando que su forma abovedada "lógicamente" multiplicaría el ruido. No fue así, sino que lo que "lógicamente" se multiplicó fue el efecto destructor, haciendo saltar la bóveda en pedazos que cayeron a muchos metros de distancia. El susto nos llevamos todos, pero en especial los visitantes del "hotel de Tárrega". Tárrega era un "pínfano" valenciano, mayor que nosotros, que se había construido una cabaña junto a la huerta vecina, el "hotel de Tárrega". Y sobre él cayeron pedazos de ladrillo, de carbón, de leña y de bovedillas causando el pánico de sus visitantes. A don David, el director, le debimos dar un disgusto pero posiblemente intuyó el origen del destrozo y no quiso averiguar nada más. Nosotros aprendimos lo que representaba jugar con fuego y nos prometimos ser más prudentes en lo sucesivo.

               

Ni en aquel colegio ni en ningún otro en los que yo he estudiado, desde las monjas de Málaga hasta la Academia General inclusive, he tenido que estudiar "Formación del Espíritu Nacional". Así ha sido y así lo cuento. Pese a las críticas y hasta estupideces que aquellas "Marías" han provocado, yo no me alegro de haberlas pasado por alto. Hoy también existen las "Marías", así que nadie se asombre de que aquel régimen, al igual que éste, quisiera dar a conocer sus leyes y su ideología.  Nunca tuve yo esta asignatura, desmintiendo un poco lo que sobre ella se ha escrito de forma peyorativa y sectaria.

                 

Tengo un entrañable recuerdo de aquel colegio, de aquel "Pinfanato", de mis compañeros y hasta de inspectores y profesores. El compañerismo de los "pínfanos" dura lo que la vida de cada cual. En la Academia General Militar era peligroso el que un cadete de segundo se metiera con un "pínfano" de primero si cerca había algún "pínfano" de segundo. Eran tiempos difíciles que, salvo a algunos pocos débiles y traumatizados, no nos dejaron huellas amargas. Todavía recuerdo los motes de mis compañeros de "Pinfanato", como "Prusia", que tenía todo el aspecto de un alemán; "Chusco", que acabaría de capitán de la Marina Mercante en un remolcador en el puerto de Barcelona; Búfalo", “El Botas”, que jugaba muy bien al fútbol y con el tiempo militante de la UMD; "Pego", que era de Pego, nuestro incomparable portero del equipo de fútbol; "el Pato", malagueño a quien un inspector pegó una vez una bofetada, lo que estuvo a punto de provocar otro motín como el del "Bolche"; "Indio", del que ya hemos hablado; "Fray Culombio", monaguillo voluntario para todo lo que oliera a incienso y velas; "El Coyote", con el tiempo formaría una orquesta, la de "Lauren Vera"... Y tantos otros con o sin mote. Muchos acabamos en la Academia General Militar de Zaragoza, otros siguieron caminos diferente, como Reval, hijo de un ruso emigrado a España, chico muy religioso y beato que se hizo franciscano para salirse algún tiempo después y hacerse protestante; o Ferraz, que se

habían escapado en dos ocasiones del colegio para ingresar en la Legión, que con el tiempo sería camarero de la Transmediterránea; o Santaolalla, hermano de Marta, artista de cine y cantante, que se hizo ingeniero textil en Barcelona...

               

Entrañable época la que pasé en el "Pinfanato", y entrañables recuerdos que me permiten mirar al pasado con mirada alegre y sin que las legañas de los tristes me deformen el recuerdo de aquellos años.

 

PREPARACIÓN PARA LA LUCHA

 

               

Con la entrada en la Academia, en la Universidad o en el taller u oficina, se inicia para el que hasta ahora ha sido un simple estudiante, la verdadera lucha por la vida. A partir del momento en que se es, aun sin haber cumplido la edad legal, el único responsable de sus actos sin que haya colchones familiares ni árnicas ni otras espaldas que soporten nuestros fracasos, cada cual ha de mirar hacia adelante, hacia el camino que ha elegido o le han hecho elegir. Hay filosofías más caras, pero es necesario matricularse y eso vale dinero, que hoy no nos sobra.

               

De un Carabanchel al otro, del Bajo al Alto, para preparar el ingreso en la Academia General de Zaragoza. El ingreso en "el Alto" iba a representar un cambio sustancial en nuestras vidas. Nuestra manera frívola de ver la vida desaparecía ante el objetivo, nada fácil por cierto, de conseguir el ingreso en Zaragoza. La disciplina, organización y estructura del nuevo colegio nada tenían que ver con el "del Bajo". A partir de ahora, el tiempo va a tener un gran valor, aunque de ello nos íbamos a percatar muy poco a poco.

               

El director del colegio, al que habían encomendado una tropilla de ganapanes de los que tenía muy baja opinión, era el coronel retirado don Manuel Sousa Martorell, un hombre serio, de tez oscura y pecosa, pelo gris corto y como de púas aceradas, ceño siempre fruncido y voz profunda y temible. Le llamábamos, sin demasiada originalidad, "el Viejo", pero también "el Abuelo". La primera charla del "Viejo" la oímos en posición de firmes en el salón de actos, que también podía transformarse en capilla. Sus palabras fueron, más o menos, las siguientes: "Sois unos sinvergüenzas que lo único que sabéis es hacer llorar a vuestras madres, ninguno de vosotros sabe nada de nada ni, por supuesto, de matemáticas, porque habéis perdido vuestro tiempo y el dinero del Patronato sesteando y haciendo el bestia en el Colegio de "Santiago" o en otros de por ahí. Yo voy a hacer que aprendáis todo lo que no habéis querido estudiar en siete años de inútil bachillerato, empezando por el dos más dos es igual a cuatro. Quien no saque semanalmente la nota mínima que yo exijo, no saldrá del colegio ni sábados ni domingos, y se quedará aquí estudiando lo que ha sido incapaz de aprender en toda una semana. Y cuando llegue el momento de ir a examinarse a Zaragoza, solamente irán los que yo diga, los que se lo merezcan, los que tengan el nivel que yo marque para enfrentarse con éxito a los exámenes".

               

 

En esta vida hemos oído discursos de intenciones que más tarde se han devaluado, ablandado o modificado. No sería este el caso del programa que nos presentó el coronel Sousa, que se cumplió a rajatabla, sin la menor fisura, sin el menor desfallecimiento y sin piedad. Diariamente teníamos, por la mañana, una hora de aritmética y otra de geometría, y por la tarde, hora y media de problemas de aritmética más otra hora y media de problemas de geometría. Es decir, cinco horas diarias de matemáticas, que viene a ser lo que hoy se da en una semana en colegios, no importa taifa o autonomía.

                  

Teníamos unos excelentes profesores. A mí me tocó "Cristalino" (tenía un ojo de cristal) para desasnarme en los misterios de la Aritmética, y don Pedro (cuyo mote no recuerdo) en geometría. Otros profesores eran el "Chato" (era chato) y el señor Nadal, que con el tiempo me recordaría físicamente a Tuñón de Lara, aunque el señor Nadal, "Cliché" en nuestro argot, era una persona excelente y no un individuo de la catadura del agente del KGB metido a historiador a la carta, pero a la carta roja. Le llamábamos "Cliché" porque era de tez muy morena, cabello abundante de un blanco de nieve, y solía vestir en verano con un impecable terno blanco. El señor Nadal era astrónomo de la Armada con el número 1 de su oposición (de un total de 2...), y, además, era el autor de nuestros textos de Homología, Homografía, Homotecia y Sombras y Acotados, es decir, de lo que era el terror para el alumno más aventajado, temas que figuraban en el programa de ingreso, muy similar al de las escuelas de ingenieros. He de decir en mi honor que, con el tiempo, perdí el miedo a esos textos y llegué a dominarlos por completo. Desasnar a aquella tropa fue una tarea difícil, lenta y constante. Se empezó desde lo más elemental de la aritmética, como si sólo se tuviera en cuenta que sabíamos leer y escribir, y poco más, hasta ir alcanzando por sus pasos contados zonas más elevadas. En geometría pasamos del punto y la recta a los problemas de Homotecia y sus terribles hermanas en sólo un año. Dichas así las cosas, todo suena un poco a música celestial. Yo había pasado el bachillerato tan a trancas y barrancas que mi relanzamiento llevó algo más del tiempo previsto. Además del grupo de Matemáticas estaba el de “Letras (Historia de España, francés y dibujo). Nuestro profesor de Historia era un comisario de policía de los que entonces se denominaban de la "secreta", excelente persona y magnífico profesor que sabía, no dar Historia, sino contarla, aunque me consta que a algunos les resbalaba esta habilidad y preferían aprovechar la clase para dormir la siesta. Aquel profesor no se detenía ante el relato pormenorizado y cronológico de lo que exigía el programa, sino que lo completaba con datos y anécdotas que me han enseñado más que muchos libros de texto (y el nuestro era excelente). Nos hablaba de cómo se organizó el correo en España (un antepasado suyo lo transportaba a caballo desde Madrid hasta Asturias) y de cómo se organizaban las postas, los relevos, el principio del sello... Nos podía explicar los problemas de nuestras fábricas textiles por falta de algodón y de cómo éste se empezaba a cultivar con notable éxito en tierras andaluzas; nos hablaba de la terrible deforestación de España, de sus causas y de su todavía posible solución; de la importancia de los monasterios en la cultura de Europa; del cultivo de la patata que acabó con el hambre endémica en Alemania o que, por el contrario, obligaría, por culpa de la escasez provocada por Inglaterra, a la emigración masiva de irlandeses a América o a otras colonias inglesas.

 

El libro que teníamos que estudiar era el de Ballesteros, un excelente libro que echa por tierra la estúpida y despectiva frase de "esa Historia que nos han enseñado" dicha, muy posiblemente, por el que no ha pasado en el estudio de la Historia del nivel "catón". En este libro aprendimos, entre otras cosas más habituales, el desarrollo de la España musulmana y su cultura a través de los ocho siglos "españoles"; la Historia de la conquista americana con todas sus luces y sombras; las sucesivas etapas culturales de nuestra historia; y, sobre todo, la Historia de España tan compleja, retorcida y difícil que va desde la guerra de la Independencia, hasta la restauración alfonsina. Entre las consecuencias literarias que me vinieron de la mano de las paperas y las enseñanzas de aquel profesor, mi afición a los libros de Historia se ha desarrollado a lo largo de los años, sabiendo, además, separar la paja del trigo.

               

En los exámenes se podía aprobar sólo un grupo, el de "Letras", y dejar el otro para el año siguiente en el que se dedicaría en cuerpo y alma únicamente al de matemáticas... que fue lo que me pasó a mí,  honrosamente suspendido en el grupo matemático, aprobé sin dificultades el de "Letras". Cuando abandoné el aula del examen, cabizbajo y convencido de mi fracaso, al salir al patio de armas, me di un buen susto al ver en el centro del gran patio al "Viejo", que permanecía en la Academia durante todo el tiempo que duraban los exámenes de sus alumnos. Muy serio, siempre estaba serio, me hizo una seña y yo me acerqué temiendo lo peor. El "Viejo", mejor aun, el "Abuelo", me puso una mano sobre el hombro y me dijo: "no ha habido suerte ¿verdad? No te preocupes, hijo, la tendrás el año que viene". Estos eran los mimbres de aquel hombre excepcional. Hombre excepcional que estaba dispuesto a hacer de nosotros, tropa indisciplinada y jaranera, hombres hechos y derechos. Pero nos las hizo pasar de a kilo. De vez en cuando, y por alguna razón que él consideraba muy grave, nos reunía en el salón de actos, y después de echarnos un violentísimo rapapolvo, sacaba a la vergüenza pública a quienes habían cometido la última trastada o fechoría, reos que iban directamente a hacer el "caimán", especie de unidad de castigo que se había sacado de la manga para meter disciplina hasta de canto. Una vez fui seleccionado para el antipático "caimán" por culpa de un galonista veterano que me señaló con su dedo acusador como enredón y travieso, exactamente lo que yo no era ni he sido nunca. Acepté mi destino rabiando contra el cretino que, además de chivato, era injusto.

               

El "caimán" consistía en un paso ligero que se hacía en un patio interior, que era además frontón, y en el que en la estación cálida pegaba el sol de firme. Nosotros caminábamos a paso lentísimo cuando nos tocaba sombra y nos convertíamos en campeones de las distancias cortas al pasar por el sol. Desde una ventana que daba al patio, la de Secretaría, el coronel secretario apenas si vigilaba nuestro castigo marchoso. No, no era tan malo el "caimán" después de todo.

               

Hubo otro castigo que pudo tener más graves consecuencias. Un domingo, al regresar del permiso semanal, nos encontramos que para cenar había unas acelgas que olían a rata muerta. Nadie las quiso probar y, como muestra de rechazo y de las ganas inagotables de juerga, se organizó una procesión gritona hasta los dormitorios, después de dejar las acelgas en los platos. A la mañana siguiente ya estábamos todos formados en el salón de actos para recibir el más violento varapalo de los que en mi vida me han sacudido. No se anduvo el "Viejo" por las ramas. Después de recordarnos que en el Ejército, actos como el que acabábamos de cometer eran dignos de fusilamiento mediante el correspondiente diezmado, nos ordenó desfilar después de condenarnos a una general rapada al "cero". Aceptamos el castigo con el mismo espíritu deportivo con el que nos metíamos en el "caimán", aunque a nadie la hacía gracia verse en el espejo con la cabeza rapada. Se ordenó venir al "tío Miserias", el peluquero contratado que tenía una pequeña peluquería en una plaza de Carabanchel Alto. Era el "tío Miserias" un personaje muy singular. Su mote le venía de un personaje de las novelas de "Peter Rice", sherif de la "Cañada del Buitre", que tenía como amigo al peluquero de su pueblo, el auténtico "tío Hick Miserias".

               

Aquella tarde, en el estudio, todos esperábamos la llegada del "tío Miserias" al que siempre habíamos apreciado en su trabajo, menos en aquella ocasión. Sabíamos que en sólo una tarde, el peluquero de la "Cañada del Buitre” era capaz de dejar mondas todas las cabezas del colegio y hasta le sobraría tiempo, En días normales, el peluquero solía despachar cada "cliente" del "Pinfanato" en poco más de dos minutos, y además lo hacía bien, teniendo en cuenta los tiempos y la buena voluntad de sus víctimas.

               

Se personó el "tío Miserias", al igual que un verdugo, con sus instrumentos de faena, y el inspector, que se apellidaba Chillón y que solía expresarse siempre a gritos, se personó en el estudio: "¡Venga, dijo, quiero ver a los dos primeros voluntarios". Nadie se movió, pero ante la insistencia del inspector y sobre todo, ante lo inevitable, se levantaron dos víctimas que debieron pensar: "cuanto antes nos pelemos, antes nos crecerá el pelo". Se fueron al suplicio y el artesano les dejó las cabezas bien mondas. Pero ¡ay!, el "Viejo" había ordenado que todos, una vez pelados, pasáramos por su despacho para ser "peinados" (es un decir) al detalle. "¡Ahora vayan a ver al señor coronel!", les chilló Chillón. Y a ver al señor coronel se fueron los rapados. Y dicen las crónicas que cuando el veterano "Abuelo" vio los primeros efectos de su justa ira, se llevó, simbólicamente, claro, las manos a la cabeza y se dijo: "¿Pero qué es lo que he hecho?". Despidió a los dos huerfanítos y les dijo: "Que pase el señor Chillón". Pasó el inspector y le ordenó: "Que no se pele a nadie más y a estos dos que se les dé una semana de permiso".

               

Y así terminó la historia de las acelgas, el trabajo del "tío Miserias" y el castigo, lo que viene a demostrar que la frase "voluntario ni p´al rancho" o "el que se presenta voluntario se queda de cuadra" no son sólo frases divertidas. Uno de los voluntarios se llama Antonio Díaz Losada y, con el tiempo, acabó siendo un eficiente ingeniero de Armamento y Construcción. El otro se llamaba (ya ha muerto) Guillermo Reinlein García de Miranda que, también con el tiempo, sería uno de los fundadores de la UMD y padre de once hijos.

                 

Fueron dos años duros, especialmente el segundo, pues la ilusión de conseguir los cordones de cadete me quitaba el sueño. Sueño que, por el contrario, tenía que vencer de manera heroica en las clases vespertinas de problemas. No me hacía falta la amenaza de quedarme sin salida el fin de semana para estudiar, estudiar y estudiar. Fue uno de esos momentos de mi vida en los que vencí clamorosamente mi habitual pereza y abulia para el estudio, y es que no creo haber deseado nada en mi vida con más ganas que entrar en la Academia General de Zaragoza.

               

Sin embargo, en los fines de semana no había tarea alguna que llevarse a casa, con lo que esas horas de permiso se aprovechaban al máximo. Conocimos a un grupo de amigas con las que conseguí vencer poco a poco mi timidez y mi falta de entrenamiento en el trato con el sexo opuesto que, lógicamente me atraía, pues uno había sido bien parido y, en mí, la Naturaleza no tenía problemas. Dos de ellas se casaron con dos de "ellos", es decir, Amalia con Forés y Eugenia con Torrilla, y como bendición bíblica, con el tiempo se cargaron de hijos y de nietos. En aquellos tiempos, la relación, los gestos afectuosos, los hábitos de amistad en aquellas pandillas mixtas eran tan diferentes de los de hoy que nuestros jóvenes del siglo XXI se reirían de nosotros, y a veces creo que con razón. En público, ninguno se "propasaba" con ninguna, lo que sí hacen hoy las parejas sin trauma, rebozo o pudor alguno en la calle o en los transportes públicos. En privado podía ser otra cosa y, como en todas las épocas, luego algún lenguaraz podía contar su aventura particular con detalles añadidos para mejorar el relato. Hablo de mi circunstancia y de mi entorno, otros podrán decir otra cosa. Y, sin embargo, pese a lo que alguien pueda pensar, en este campo de las amistades femeninas no nos aburríamos en absoluto. Y alguien dirá: "Sin apenas un duro en el bolsillo, sin la libertad sexual de hoy, con la terrible presión moral ambiental, sin discotecas alienantes, sin droga ni porros y sin máquinas tragaperras ¿cómo puedes decir que lo pasabais bien con las chicas?". Pues lo pasábamos bien en las excursiones periódicas, paseando por el Retiro, en los "guateques" domingueros, yendo al cine, se "festejaba"... La verdad es que había entonces más posibilidad de comunicación en aquellas relaciones que en las de hoy en día, porque había más tiempo, menos luces parpadeantes, menos estruendo, más conversación y mucha más imaginación.

                   

Mi facilidad para los "gags" cómicos me permitió protagonizar uno cuando invité por primera vez en mi vida a una chica a ir solos al cine. Se llamaba Rosita y era algo mayor que yo. Fuimos a ver "Forajidos", la excelente película sacada de un breve cuento de Hemingway en la que por primera vez vimos a Ava Gardner y también a Burt Lancaster, entonces todavía en papeles en los que cobraba más que una estera. Cuando me tocó el turno en la cola, al ir a pagar, orgulloso de mi postura de invitador generoso y romántico, observé con terror que me faltaba un duro, situación que saldó Rosita rascando en su bolso y poniendo lo que faltaba. Meses después invité a Eugenia, que entonces era mi amor secreto, a ver "Los tres mosqueteros", y me pasó exactamente lo mismo, provocándose una situación que, por repetida, parecía provocada. En esta ocasión, cuando llegué a casa, todavía abochornado por el incidente, encontré el maldito duro escondido en algún bolsillo. Desde entonces creo en la existencia de un espíritu maligno que me ha tomado como blanco de sus malditas bromas y que debe de ser la causa de otras situaciones similares a lo largo de mi vida. Cuando pase a la otra dimensión nos veremos las caras.

               

Se acerca el final de mi segundo año en el Colegio de Santa Bárbara, que así se llamaba el del "Alto". Teníamos que presentarnos uno a uno al coronel secretario, un personaje gris al que veíamos en muy pocas ocasiones, para hacer la instancia o solicitud para ir a examinarnos a Zaragoza. En ella debíamos poner el Arma elegida, pues nosotros, los huérfanos de militar, teníamos el privilegio de elegir el Arma que quisiéramos sin que influyera el número obtenido en el examen. El primer año elegí, sin dudarlo, Infantería, pero en el segundo, "se me cruzaron los cables" y (aun no sé la razón) pedí Caballería, con gran disgusto de mis amigos que habían pedido en bloque Artillería. Pero ya no había nada que hacer pues mi instancia estaba hecha, y a ver quien era el que se enfrentaba con el secretario para pedirle una rectificación. Pero, a los pocos días, se presenta éste en clase y dice: "voy a leer las instancias por si hay algún error en nombres y apellidos", y comenzó a resumirlas en una rápida lectura, en la que no sólo decía los nombres, sino el Arma elegida. Y llegó ese segundo histórico en el que el destino de una persona cambia radicalmente de dirección, un segundo, sólo un segundo basta para que ese milagro se produzca. Cuando leyó mi nombre y Arma elegida, se me hizo la luz, sólo un destello, sólo un instante, pero no lo dudé, me puse en pie y dije: "mi coronel, hay un error, yo no he pedido Caballería sino Artillería". La verdad es que lo dije a ver qué pasaba, sin demasiadas esperanzas de que el coronel me hiciera caso. Pero me hizo caso. Muy enfadado, aceptó la existencia de un "error" y me convocó de nuevo a su despacho para rehacer la instancia.

                 

A nadie se le oculta que este cambio hizo que mis pasos fueran por otros senderos de la vida. Indudablemente mi vocación militar era firme pero mi vocación artillera algo menos. No era yo

de los que se decía que "habían sido paridos en el ánima de un cañón", algunos de cuyos especimenes he conocido, pero jamás me arrepentí de aquella decisión, tanto en lo profesional como en lo familiar que, lógicamente vino como vino debido a aquel cambio de rumbo.

               

Otro amigo mío, Fernando Lechuga, se hizo artillero por amistad conmigo, con gran disgusto de su madre, viuda de un capitán asesinado en Paracuellos, que no quería que su hijo pudiera pasar por las mismas tragedias que su marido. Quería que su hijo se hiciera de Intendencia donde al parecer todo iba a ir como la seda. Esta buena mujer, que se llegó a disgustar realmente conmigo, ignoraba que a Carrillo no le había importado asesinar también a militares de Intendencia o a chicos jóvenes que no eran ni infantes ni intendentes.

               

Y un día, señalado en los astros desde el principio del Universo, entré en el aula de examen, hice los problemas, dicho sea de forma reiterativa, "sin problemas", esperé más de media hora a que terminara el tiempo disponible pues el "Abuelo" no nos permitía que abandonáramos el aula hasta el último segundo, y salí al sol en estado de levitación. Los exámenes de francés y de dibujo los pasé como en un sueño y, al acabar, me lancé escaleras arriba hacia la sastrería para que me tomaran medidas del uniforme, de las botas y comprar ¡por fin! los ansiados cordones rojos con clavos dorados que eran el distintivo de los cadetes.

               

Cuando en aquel verano me despertaba durante la noche o en las obligadas siestas, y me daba cuenta de que ya era cadete, creía morirme de un infarto provocado por la felicidad, que también los hay.

               

Nunca más he vuelto al colegio de Carabanchel Alto, aunque sí al del Bajo. Aquí ha desaparecido la placa conmemorativa de la inauguración por el "Caudillo D.Francisco Franco", porque hay que ponerse al día; ya no es Colegio de Huérfanos, sino otra cosa relacionada con la Universidad; ha desaparecido la piscina, han mejorado mucho las instalaciones, no hay monjas ni portero que recoge el pan en la puerta, no hay huertas donde saquear yacimientos de zanahorias... Aquí se ha instalado una imprenta "del Colegio de Huérfanos" en la que hemos impreso nuestro libro conmemorativo de los cincuenta años de nuestro ingreso en Zaragoza. Y es que, cuando se escriben estas páginas, han pasado cincuenta y tres años de nuestra salida del "Bajo", y en ese medio siglo largo las cosas han de cambiar, aunque muchos de los cambios hayan venido provocados por la mala memoria, el rencor y la cobardía.

               

El coronel Sousa ya ha muerto. Ocurrió hace muchos años, y puedo decir sin sensiblería, que a muchos "pínfanos" su muerte nos dejó un poquito más huérfanos.