EN EL COLEGIO DE HUÉRFANOS |
POR JESÚS FLORES THIES
Cuando pasados los años (¿los años? ¡medio siglo!), se leen los sesudos
relatos sobre los difíciles años de la posguerra, el lector que no
conoció aquella época se podrá preguntar cómo fue posible que aquel
tinglado no se hubiera venido abajo. Muchas parecían ser las razones
para una anunciada debacle: la presión de las potencias que vencían y
que pronto se convirtieron en vencedoras absolutas, la metódica acción
de los gerifaltes exiliados enquistados en los servicios, cocinas y
trasteros de esas grandes potencias, las traiciones interiores, la
hipertrofia de una Falange utilizada y utilizable que provocó en parte
su lento desprestigio, la penuria, la falta de alimentos y de materias
primas, la prolongada represión...
Algún lector de este libro podrá decir: ¿”y cómo es posible que este tío
nos quiera hacer creer que a su alrededor no pasaba nada, que no se daba
cuenta de nada y de que todo era amable, aunque algo cutre?"
Por regla general, aún en épocas de crisis y en situaciones graves, cada
cual sólo se da cuenta "en directo" de lo que pasa inmediatamente en su
entorno, en su ambiente, en su círculo, aunque intuye o huele lo que
ocurre en otros ambientes y otros círculos. En los años de la posguerra,
la inmensa mayoría de la población española no conspiraba, pero tampoco
traicionaba ni estraperleaba ni buscaba bicocas políticas. A pesar de
las lógicas dudas, miedos y temores sobre el futuro, confiaba en que
Franco sabría solucionar al final cualquier problema. A falta de otra
política en la que entretenerse y perder tiempo, esfuerzo, dinero y
trabajo, surgía esa cómoda fe y confianza todos sus colaboradores. Por
eso la gente sacaba chistes del "Cuñadísimo", de "Abastos" y del "Todo
por la tapia". Porque dos eran las columnas sobre las que se reedificaba
España: los españoles, en
su inmensa mayoría, y Franco. Y entre ambos, un numeroso grupo, a veces
anónimo o por lo menos silenciado en periódicos y cánticos laudatorios,
de eficaces, voluntariosos, entusiastas, honrados y patriotas cargos
políticos, administrativos o técnicos, que convirtieron a España en otra
cosa muy distinta de la que había quedado exhausta después de la guerra
civil. Se habla mucho de la época del estraperlo o de ciertas
corruptelas que provoca la escasez, y muy poco de estos españoles que
sin los sueldos, dietas, pluses y bicocas de la actual Administración
española (en cualquiera de sus múltiples y caras versiones) trabajaron
de firme para levantar a España. Nombres más sonoros y de más alta
jerarquía en el régimen aparecieron años más tarde en tiras y aflojas de
prestigios,
alianzas subterráneas, codazos, pactos, traiciones y pliegos de firmas.
Son los que han venido a dar una idea falsa de un sistema poco unido en
el que todos medraban. Pese a las inevitables y acreditadas gusaneras,
gracias a ellos España se rehizo de la última y más terrible de sus
habituales catástrofes. Como diría Rafael García Serrano, ante ellos,
"¡fuera gorros!".
No puedo contar aquí los entramados ni las claves de una política de la
cual después se ha escrito mucho, porque entonces era yo un chaval y ni
las buscaba ni las entendía. Me limito una vez más a contar lo que veía
y sentía, venciendo sin esfuerzo mi lógica parcialidad a la hora de
juzgar a personas, hechos o situaciones.
Hasta el día en que la tía Manola nos dijo que, debido a la situación
económica familiar, a la carestía de vida y a otras dificultades que
sería muy largo enumerar, había decidido enviarnos al Colegio de
Huérfanos del Ejército, nuestra vida en Madrid había discurrido de una
forma un poco lineal, sin altibajos y sin grandes sobresaltos. Esta
decisión, meditada largamente, debió hacer sufrir a la tía Manola, entre
otras cosas porque la abuela Paz, que de prudente y delicada tenía más
bien poco, le había espetado cuando le comunicó su decisión: "tú lo que
quieres es desprenderte de los niños de una vez". Esta frase le dolió,
quizás pensando en su fuero interno si ella, cansada de los esfuerzos y
dedicaciones hacia sus sobrinos (esos que da el diablo cuando Dios no da
hijos), no estaba deseando descargar su responsabilidad en esa
institución. Cuando nos contó lo que le había dicho la abuela Paz, la vi
llorar, creo que por primera vez en mi vida.
Ni a Rafaelito ni a mí nos disgustó la noticia. Intuíamos que aquello
iba a representar, en el fondo, el poder alcanzar unos niveles de
libertad desconocidos hasta entonces. La verdad es que desde que nos
pusieron bajo la autoridad de la tía Manola y de la abuela Paz, habíamos
vivido en un ambiente, en muchas ocasiones, opresivo y poco cálido. La
falta externa de afectividad (que no de cariño) era tan normal que ya ni
la echábamos de menos. Con mi madre era otra cosa, ella ya no ejercía de
educadora y, como sólo la veíamos semanalmente, nuestro trato con ella
era afectuoso. Al igual que con las tías Maruja y Milagros, que nos
trataban como auténticos sobrinos.
Era Rafael quien peor soportaba la disciplina y, en muchos caso, las absurdas normas caseras. Yo, quizás con más espíritu moruno que germano, sabía tener paciencia y esperar aires mejores con mejor humor. Ya se sabe, "sentado en la puerta de su tienda..." Horarios estrictos, prohibición total de jugar a la pelota (años después, como padre de familia de débil economía, comprendí el disgusto de mi tía ante la necesidad de renovar unas botas que se habían destrozado pegando patadas a un balón); incomprensión e indiferencia ante las "habilidades" literarias de Rafaelito y las pictóricas mías;
comidas y cenas con frecuencia silenciosas y tensas... En casa todo
estaba vigilado y controlado. La siesta era obligatoria en verano y,
quieras que no, había que acostarse después de comer. Yo me encamaba y
procuraba mantenerme despierto, como desquite personal, ante lo
inevitable. Me entretenía observando el raro fenómeno de reflejarse en
el techo, en un rayo de sol que penetraba por la ventana casi cerrada,
el ir y venir de peatones y vehículos por la acera soleada. Hasta se
reflejaban los colores... Y me quedaba profundamente dormido, momento
que aprovechaba mi abuela para dar un golpe en la puerta y decir: "¡a
levantarse!". Porque la siesta era una especie de "siete y media", si no
llegas, malo, y si te pasas, peor. Otra normativa llena de prohibiciones
era la del agua. Beber antes de comer, era malo porque quitaba el
apetito; beber en las comidas, en especial si eran calientes, hacían
daño a los dientes; beber después de comer, encharcaba la tripa... El
niño, que tiene una rara habilidad para la sobrevivir en situaciones
mucho más terribles, supera todas estas tabarras y apenas si modifica su
humor, porque el niño se acoraza.
El Colegio de Huérfanos representaba una especie de libertad, aunque no
éramos tan ingenuos como para hacernos ilusiones excesivas. Pero un
cambio es algo que gusta, en especial para el que se empieza a cansar de
lo diario, lo habitual, lo de siempre o lo de todos los días. De todas
formas, lo nuestro, con matices más o menos diferentes, no pasaba de eso
que se suele llamar "conflicto generacional". El día en que a mis hijos
les dé por escribir sus memorias infantiles, veremos en qué situación de
tirano, más o menos suave, iba a quedar su progenitor. Pero que no se
emocionen, que sus hijos, cuando les llegue el momento, también podrán
decir algo de sus personales "conflictos generacionales".
En Madrid había varios Colegios de Huérfanos para hijos e hijas de
militar. El de la Ciudad Lineal y el de Carabanchel Bajo para chicos, el
de la Unión, también en Carabanchel Bajo, para chicas y colindante con
el nuestro. El de las chicas era un colegio de monjas donde nuestras
huérfanas estaban becadas. Ambos colegios eran vecinos pero era
imposible pasar al colegio de las niñas donde muchos tenían hermanas.
Había una alta valla metálica además de un cancerbero que impedía
cualquier incursión. Sin embargo, en un sector de la valla, oculto por
matorral y arbolado, solía algún "pínfano" tener una brevísima charla a
través de la tela metálica con su hermana, pues el vigilante-cancerbero
vigilaba. Este era el caso de Martín Gamborino que alguna vez pudo
hablar con su hermana en aquel verdadero punto de encuentro. En otras
ocasiones le escribía, y yo dibujaba algún monigote en el sobre.
Gamborino tenía una hermosa voz de tenor de la que se aprovechaba el
coro. Ya de teniente, moriría en Ifni en una desgraciada acción de
guerra al mando de una sección de legionarios.
La mayor parte de los huérfanos que estudiábamos en el colegio provenía
de hijos de militares asesinados, muchos en Paracuellos (Lechuga,
Belloso, Sevillano, Posadillo...), otros en la Mola de Mahón (Carcaño,
Mota...) o en otros mataderos dirigidos, unos por Carrillo, otros por
elementos de su misma catadura. Los que procedíamos de caídos en acción
de guerra éramos minoría.
Teníamos tantas ganas de aparecer por nuestro nuevo colegio que, a
primeras horas de la tarde del día ordenado en la documentación
recibida, nos presentamos en el Colegio de "Santiago", que así se
llamaba, cuando apenas si había en el colegio media docena de alumnos.
Como dato para la historia, diré que el primero con quien hablé se
llamaba Carranza, era de Málaga, "intelectual" y ateo. Componía poesías
y también las letras de algunas de las canciones cuya música crearía (no
sabía solfeo) Regueira, más conocido como el "músico". Para completar
estos datos, diremos que Regueira, con el tiempo,
aprendió música y que Carranza dejó de ejercer de ateo, también
con el tiempo.
Los del Colegio de Huérfanos nos denominábamos, y nos denominaban,
"pínfanos". El motivo de este nombre viene de lejos, de los tiempos en
el que los huérfanos de los Regimientos eran admitidos en ellos como
educandos de banda. Era entonces el pífano un instrumento de las bandas
de música, una especie de flauta que tocaban estos educandos. De ahí
viene lo de pínfano que suena más musical con esa "n" intercalada. Hoy,
los pínfanos somos una especie a extinguir, como las bandas de música
militares...
Conforme iba cayendo la tarde empezaban a llegar los "pínfanos", la
mayor parte veteranos de otros cursos, o procedentes del Colegio de
Valladolid, es decir, que se conocían entre ellos. También había, lo
supe más tarde, otros "pínfanos" que permanecían en el colegio todo el
verano porque no tenían familia que pudiera hacerse cargo de ellos
durante las vacaciones. Es decir, que ejercían de "pínfanos" los 365
días del año.
Muy pocos éramos los nuevos, que permanecíamos un poco apartados y un
mucho observadores. Algunos de los veteranos vestían el uniforme del
colegio, traje azul cruzado con botones dorados, gorra de plato y capa,
pero la mayor parte usaban sus propias ropas "civiles". Lo que más nos
llamaba la atención era el comportamiento ruidoso y desenvuelto de
aquella tropa que reía, fumaba, gritaba y, lo que me era más
desagradable, soltaba tacos con gran desenvoltura. Era un ambiente con
ribetes algo barriobajeros y, durante algún tiempo, pensé si no nos
habríamos equivocado de sitio, pero no pasaron muchos días para que yo
me insertara sin problemas en la masa. Lo de los gritos y los tacos no
era más que una máscara, lo bueno o lo malo se llevaba dentro.Un ejemplo
puede mostrar fácilmente cual era nuestro estado emocional ante la nueva
situación. Un chico procedente de noble familia militar venida a menos
recibió, a la semana de su ingreso en el colegio, la visita de su madre
que muy posiblemente se estaba haciendo las mismas consideraciones que
la tía Manola sobre la oportunidad de ingresar a su hijo en tal
institución. Cuando la buena mujer vio a su hijo vestido de alevín de
tranviario, con remiendos, alpargatas y algo rapado por aquello de la
higiene, se echó a llorar y le dijo a su hijo: "perdona, he hecho mal,
ahora mismo vamos a ver al director para sacarte del colegio e irnos a
casa". El hijo, que estaba acostumbrado a otros ambientes más selectos,
pero indudablemente más aburridos, exclamó: "¡¡ ni se te ocurra !!". Ese
era el caso de muchos de nosotros, de habernos dicho la tía Manola algo
parecido, nuestra respuesta hubiera sido la misma.
Que nadie crea que a partir de ahora nuestra vida "en libertad", y con
los nuevos compañeros, iba a ser un camino de rosas. El colegio era una
institución dura y disciplinada, con carencias e incomodidades, con
gentes buenas, regulares y algunas malas, tanto entre los compañeros
como entre los inspectores, pero en este mundo nuevo en el que nos
habían metido, tenía que ser uno mismo el que debía buscarse un lugar en
el sol sin tener que pedir a otros que te lo regalaran. Aprendí más en
dos semanas en el colegio que en dos años de los de antes. Era como una
rara selva en la que había que sobrevivir entre muchos amigos y algunas
fieras.
En el "Pinfanato" nadie era importante o insignificante por apellidos o
por ser hijo de tal o cual héroe de la guerra. Ni se tenía
en cuenta ni nos importaba; la mayor parte ignoraban las circunstancias
de los demás, salvo en casos muy particulares y de los amigos más
próximos. Con el tiempo, y de forma casual, nos enteramos de que entre
nosotros había también huérfanos de militares que habían combatido en el
bando "rojo", lo que por otra parte, como ya hemos dicho, nos hubiera
traído al fresco.
En el Colegio de "Santa Bárbara, al que iría en el año 1948, conocimos a
un "pínfano" del que supimos pronto su origen. Era hijo de un capitán
que había combatido en el bando rojo. Acabada la guerra, perdió la
carrera y poco después moriría, dejando viuda y un hijo. La mujer, para
sobrevivir, se dedicó a limpiar cines y oficinas, mientras que el hijo
se iba convirtiendo en un golfo, un chuletilla de barrio. Un compañero
de su marido descubrió a la viuda en funciones de fregona, y se interesó
por su situación. Le consiguió una pensión (el marido no había tenido
proceso judicial alguno, salvo la fatal consecuencia de haberse quedado
en el bando "rojo", que no era poca) y al hijo lo metió en el colegio
para que se preparara para el ingreso en la General de Zaragoza. Acudió
el chuleta con la convicción de que su historial familiar lo iba a
marginar, pero cuando se dio cuenta de que allí nadie preguntaba nada,
que nada personal importaba y que todos éramos asombrosamente iguales,
se convirtió en uno más. Y pronto entró a formar parte de nuestro grupo
al que "enriqueció" con su experiencia mundana.
Otra característica del Colegio de Huérfanos que nos llamó mucho la
atención fue la existencia de lo que ahora se ha venido a denominar
"hecho diferencial". Sin que se formaran compartimentos estancos, cada
cual conservaba de una forma muy natural sus características regionales,
hoy taifas. El grupo más numeroso era el madrileño y, después, el
"africano" que solía superar a los demás en astucia y poder de
supervivencia. Había un grupo de gallegos que conservaban su
personalidad, a la que pertenecía el "músico" Regueira que nos enseñaba
canciones en gallego y asturiano. Los había de otras procedencias can
características muy definidas, como los canarios, mallorquines,
andaluces y valencianos. También había importante representación
procedente de Extremadura y de Aragón. Nunca, es decir, jamás hubo el
menor conflicto o incidente por culpa de celos o pruritos de patria
chica, y eso que en algunas ocasiones, para jugar partidos de fútbol u
otro tipo de competición, nos agrupábamos por el lugar de origen,
competiciones que solía ganar el numeroso grupo "africano".
Las penurias por las que pasaba España se notaban también en el colegio.
Nuestro primer vestuario era desolador. Para diario nos entregaron un
pantalón de dril gris, lavado y relavado, mejorado con unos hermosos
remiendos de tela nueva, una chaqueta del mismo tejido, deformada por
las múltiples lavadas y con los imprescindibles remiendos en los codos,
y unas alpargatas. Parecíamos alevines de tranviarios, con la diferencia
de que el uniforme de estos tenía mucho mejor aspecto que el nuestro.
Durante el invierno se cambiaban las alpargatan, que ya era un
subproducto oloroso y de aspecto indefinible, por un par de botas.
Para los días de paseo nos entregaron un uniforme hecho a medida, el que
ya explicamos anteriormente. Como el “pínfano” tenía la propensión a
crecer, a veces de forma espectacular dada la edad, muy pronto los
pantalones dejaban ver los tobillos y las mangas de la chaqueta
retrocedían en busca de los codos. Todo, acompañado de un deterioro del
bello color azul inicial que se transformaba en un color indefinido,
entre morado, ala de mosca y vieja sotana de cura. Era el momento de
recuperar nuestras prendas "civiles", lo que ocurría a la mayor parte de
los "pínfanos". Mi uniforme me duró más bien poco tiempo pues, siendo yo
en la Academia Arana el más bajito de mi clase en el año 1945 (me di
cuenta al ver una foto de grupo después de los Ejercicios Espirituales),
al siguiente año, di un estirón, y en 1947 era ya de los más altos.
En este colegio participé por primera y última vez en una huelga. La
provocó el desayuno cuyo café consideramos por aclamación que era un
agua infecta. El director de la institución que regentaba el colegio, al
que llamábamos el "Tuerto" (era tuerto...), en vez de coger el toro por
los cuernos lo cogió por el rabo y se enfrentó a los huelguistas en tono
paternal. Habíamos dejado en el comedor, sin tocar, todas las tazas
llenas de café y nos habíamos ido en procesión hasta la parte posterior
del colegio donde había una fuente en la que bebíamos formando una
ruidosa cola. El "Tuerto" nos prometió mejoras y nosotros, cansados del
juego, nos disolvimos "sin incidentes". Hubo una leve mejora que, como
suele ocurrir en estos caso, duró más bien poco.
Soportábamos la escasez de una forma que pudiéramos llamar deportiva. La
comida no era abundante pero sí suficiente, rutinaria y mal elaborada.
Todos éramos muy jóvenes, estábamos creciendo y el apetito solía ser
insaciable. Habría que imaginar las cuentas y los sudores de la
responsable de la cocina para dar de comer a aquellas termitas, lo que
no justificaba la mala preparación
y hasta la escasa limpieza. Quien con el tiempo llegaría a ser el
Agregado Militar en Bagdad durante la larga guerra Irán-Irak, de rancio
apellido marino, Lozano Méndez-Núñez, uno de mis compañeros de mesa,
conseguiría el récord local de bichitos ("cocos") en las lentejas. Las
piedras y otros "pecios" no se podían ni contabilizar pues eran
numerosísimos y él los alineaba en el borde de su plato mostrando a los
demás, con lógico orgullo, sus trofeos. Mi asombro se aguaba con la
sospecha de que nuestras derrotas venían de la falta de buena vista
marinera, y que los detritus que nos correspondían, venían a aumentar
forma involuntaria nuestra ración de proteínas.
Compensábamos la escasez de varias formas, una de ellas era el refuerzo
casero que solíamos llevar al colegio los domingos y sobre el que había
que ejercer una perfecta vigilancia, pues podía volatilizarse en cuanto
uno miraba para otro lado. En casa nos suministrábamos de leche en polvo
y condensada, chocolate, quesitos en raciones, etc.
Más por deseo de aventura que por verdadera necesidad, alguna vez
hicimos incursiones en despensas y cocinas o en las huertas vecinas. Lo
primero era algo casi imposible porque las monjas que dominaban ese
sector del colegio solían ejercer sobre su territorio una vigilancia muy
eficaz. Con todo, en unión de mi amigo Fernando Lechuga, pudimos saquear
durante varios días la cesta del pan que cada mañana se suministraba al
colegio. Descubrimos que el panadero dejaba durante unos segundos el
gran cestón delante de la puerta, entraba y regresaba con el portero que
le ayudaba a introducir el pan hasta las cocinas. Esos segundos los
aprovechábamos Fernando y yo para coger dos barritas cada uno. Las
monjitas debieron de regañar al panadero por traer una cantidad menor de
la contratada y éste, sospechando la causa de no cuadrarle las cuentas,
ya no abandonaba el cestón, sino que entreabría la puerta y llamaba a
voces al portero. Desde un escondite cercano, Fernando y yo comprendimos
que aquella fuente se había agotado.
En una ocasión hice una incursión en la huerta cercana. Había una muy
extensa y bien cuidada que pertenecía a una institución de niños
subnormales (creo recordar que era así, pero no lo aseguro). Yo me había
hecho amigo de un chico de gran cabeza (cabezota), rubicundo y algo
tardo de mente, pero con chispas de inteligencia que suele dar la vida
para ayudar a sobrevivir. Era huérfano de un oficial de la Guardia de
Asalto republicana asesinado en Barcelona en los primeros días de la
guerra, lo que ya es mala suerte porque la mayor parte de aquella
policía se quedó sin remordimiento alguno en el bando rojo. La mujer del
asesinado, desesperada, decidió suicidarse y "suicidar" a sus dos hijos
pequeños, y con esa idea se fue al puerto dispuesta a arrojarse con
ellos al agua. Un compañero de su padre, que algo sospechaba, pudo
evitarlo y se llevó a los tres a su casa. Y de alguna forma, que esa
parte de la historia no me la contaron, sobrevivieron a las calamidades
de la guerra, aunque ella murió poco antes de la liberación de
Barcelona. Mi amigo acabaría en el colegio de "Santiago", el de
Huérfanos del Ejército, con su aspecto algo tontorrón y un mucho bruto.
Algún tiempo después se escaparía del colegio con una de las muchachas
de servicio, la más fea, más gorda y más simplona, y se fueron a vivir a
un barrio de chabolas. Que Dios les haya protegido porque, disminuido
mental, mi amigo era un buenazo.
Tras la corta biografía de este personaje, diré que fue él quien me dio
la noticia, como quien transmite un secreto que se ha de guardar
celosamente: "he encontrado un yacimiento de zanahorias". Me dijo
"yacimiento", pero yo interpreté acertadamente que se trataba de la
huerta vecina. Aquella misma noche me despertó y, sin hacer ruido, nos
vestimos, saltamos por una ventana y corrimos hacia la huerta vecina. Ya
conocía mi amigo el agujero por el que había que arrastrase para llegar
a nuestro objetivo, y por él nos metimos como dos entrenados
guerrilleros. La noche era muy oscura pero los contornos se adivinaban
gracias a las luces más o menos lejanas. Yo seguía al rastreador de
zanahorias que al fin se detuvo y murmuró: "creo que es por aquí", y
empezó a escarbar y a arrancar matojos, mientras que yo le observaba
asombrado de que con aquella oscuridad pudiera distinguir la mata de una
zanahoria de la de una ortiga. Él cogió algo, lo alzó para ver mejor y
dijo en voz baja: "¡Bah! son nabos". En aquel momento me di cuenta de
que muy cerca de nosotros había alguien, y antes de que pudiera
identificarlo, oímos dos disparos. No lo pensamos dos veces y salimos
corriendo como liebres hacia el colegio. Pero lo más asombroso es que no
corríamos solos porque de los surcos y plantones habían surgido otras
sombras que, como nosotros, corrían como almas que lleva el diablo
tentador de los rateros. No había duda de que el "yacimiento" de
zanahorias no era un secreto y ya debía de haber sido visitada con
anterioridad, lo que hizo que el guarda saliera aquella noche de caza...
Quiero creer que el hombre disparó al aire.
Todas las sombras corredoras regresamos al colegio por los caminos
conocidos y, hubo suerte, ya que nuestras "rutas de evasión" eran
diferentes y de ese modo no hubo aglomeraciones en los agujeros de las
vallas. Al día siguiente ya estaban restaurados los agujeros en los
accesos a la huerta vecina.
En el colegio había dos tipos de "cómitres": los galonistas y los
inspectores. Los primeros solían ser alumnos aventajados, como el ya
citado "músico" Regueira, que era uno de los que controlaban el orden en
las clases en ausencia de profesores o inspectores. Algunos galonistas,
como el citado "músico", eran implacables con los jaraneros que no le
dejaba estudiar el día en que le tocaba ejercer el “mando”. Entre los
inspectores había de todo. Yo no lo conocí, pues estuvo el año anterior,
pero me hablaron de un bárbaro inspector, se decía que expulsado de la
Guardia Civil, y que daba unos guantazos tremendos. Antes, hacía un par
de años, sólo había en el colegio alumnos de hasta 13 años, pero al
siguiente llegaron los "mayores” después de una reestructuración de los
Colegios de Huérfanos. Los más pequeños contaron a los más mayores (14,
15... 17 años) las hazañas del odiado inspector, y un grupo de
vengadores agarraron al individuo, lo metieron en un armario que había
en la sala de juegos, y lo arrojaron con él a una especie de piscina que
había en la parte trasera del colegio. De esta forma se libraron de él,
no porque muriera ahogado, claro, sino porque no quiso regresar nunca
más al lugar del crimen.
Sí llegué a conocer a otro inspector, éste mucho más frío, calculador y
temible. Nunca pegaba ni daba el más mínimo coscorrón, pero cuando
aparecía con su cara de intelectual del Politburó, con sus gafitas de
jefe de "cheka" y una sonrisa flotando en su cara un poco de luna, todos
callábamos y el orden más exquisito reinaba a su alrededor. Lo que nos
aterraba de este inspector, al que apodábamos "Bolche", eran sus maneras
suaves y crueles. "Vaya a ver a don David", podía decir casi en un
susurro al oído del infeliz que había pescado hablando cuando debería
callar. Don David era el director, de cuya mujer estábamos todos un poco
enamorados. Ver a don David podía representar un aviso a la familia para
advertir del mal comportamiento del "pínfano". También podía surgir
delante de algún infractor de la disciplina como si la atmósfera
coformara a un temible ectoplasma: "este domingo usted no saldrá de
paseo ¿Me da su nombre?"
Pero a este personaje también le llegó su San Martín. Semanalmente había
"duchas". Se encendían calderas, se organizaban turnos y se armaba un
pequeño guirigay, remedo del infierno de Dante, entre nubes de vapor y
cuerpos desnudos. Alguien, escudado en el anonimato de la multitud y de
la niebla, empezó a gritar con voz atiplada: "¡Bolche, marica!". Y el
inspector, hasta entonces sereno y distante, perdió los estribos y, lo
que es peor, "perdió los papeles" y se precipitó hacia los lavabos
gritando: "¿Quién es el hijo de puta que ha dicho eso?". Lo que vino
después es digno ser estudiado por los psicólogos que entienden de
reacciones de las masas. Alguien gritó: ¡El “Bolche” ha llamado puta a
la madre de un pínfano”!. Inmediatamente empezamos a cantar, al
principio en voz baja, y luego cada vez más alto, una cancioncilla, más
bien un estribillo que en otras ocasiones, cuando no estaba delante,
tarareábamos en su "honor". Con la música de "Giovineza", canción
italiana que se hizo muy popular en el bando nacional durante la guerra,
cantábamos cada vez más fuerte: "¡Bolchevique, bolchevique...!", y
empezamos a desfilar delante del odiado "Bolche" cantando a gritos el
pegadizo estribillo: "Bolchevique, bolchevique, bolcheviiiiiique...” El
hombre aguantó el chaparrón sabiendo que había llegado el fin de su
tiranía y, en definitiva, el final de su estancia en el colegio. Al día
siguiente lo abandonó y nunca más volvimos a saber de él.
Otros inspectores eran excelentes personas. Uno de ellos, el "Canario",
muy impuesto en matemáticas, ayudaba a todo aquel que solicitaba su
sapiencia. Con el tiempo, algunos "pínfanos" se colocaron de inspectores
en otros colegios de la institución que regentaba el nuestro, que se
llamaba del "Divino Maestro". Uno de ellos, apellidado Gener Bitini, que
era más bien bajo, ante la perspectiva de tenerse que enfrentar con los
alumnos del colegio de Huérfanos de Ferrocarriles, hizo correr la voz de
que él era un campeón de judo de reacciones imprevisibles y terribles
cuando se le enfadaba. Dicen que le dio un resultado excelente.
Entre los profesores había de todo, buenos, regulares y mediocres. El
que nos daba inglés se apellidaba Echevarría y de él se decía que estaba
en Madrid desterrado por nacionalista vasco. Cuando abría la puerta de
la clase gritaba: "¡Good morning!", y lanzaba desde la misma puerta su
pesada cartera de cuero sobre la lejana mesa del profesor. No siempre
acertaba. Era una buena persona. Teníamos otro, el de Literatura que era
un poco maníaco. Un tipo delgado, pequeño, que frecuentemente venía de
uniforme ya que era alférez de complemento. No supo ganarse las
simpatías de sus alumnos pues con frecuencia ejercía de chivato en ratos
libres, y eso agitaba en su contra al patio. Los días en que estaba de
buenas y quería ganarse las simpatías de los chavales, nos leía poemas
de Baudelaire, de Espronceda, de Rubén Darío, de los Machado y de García
Lorca, pero siempre buscando aquellos versos de contenido más “erótico”.
Nos especializamos en las "Flores del Mal" y en el "Romancero Gitano".
Empezamos a aficionarnos a la poesía entrando en su jardín por el
sendero más "verde". Un día, cuando acababa de leernos un poema de
García Lorca, arrancó la hoja y se la tiró al más cercano. "Para ti, le
dijo, guárdala". Muchas manos se levantaron pidiendo también su parte en
el reparto, y allí quedó medio libro de poemas de Lorca repartido entre
nosotros.
En esta clase de literatura pude obtener, de haberlo querido, un puesto
de honor en el libro de los récords. Cuando el profesor, el "Literato",
nos dictaba los argumentos de nuestra literatura clásica (El Lazarillo
de Tormes, las Novelas Ejemplares...), en vez de tomar nota como todo el
mundo, cogía los apuntes dibujando a velocidad de vértigo el argumento,
según mi sistema del personaje-filamento. Toda una proeza.
Como en las biografías de los grandes personajes, un hecho al parecer
sin importancia, influye de forma poderosa en la formación del
biografiado. En mi caso, aunque ni soy biografiado ni personaje, un
hecho fortuito me abrió un mundo que estaba ahí, muy cerca, pero del que
apenas si había notado su existencia. En mi caso, todo vino por una
epidemia de paperas, parotiditis para los más cultos. Poco a poco
todos fuimos cayendo, y cuando las camas del botiquín se completaron,
hubo que habilitar una especie de sucursal de la enfermería en la
biblioteca del colegio. Allí metieron dos pisos de literas donde, los
últimos en caer enfermos, fuimos instalados dispuestos a pasar unos
maravillosos días sin madrugones, sin adormecedoras misas matinales, sin
inspectores, estudios y sin disciplinas diarias.
Ya conocía la biblioteca, pues allí confeccionábamos entre dos o tres
"pínfanos" un periódico mural que salía a la luz de tanto en cuanto. En
los tiempos muertos de nuestro trabajo, solíamos hojear libros o hacer
un rápido recorrido curioso sobre sus títulos. Era una buena biblioteca
que procedía de otras instituciones militares, por lo que sólo se traba
de colecciones de libros técnicos, de historia o colecciones de
revistas, militares o no, de antes de la guerra. Una parte nada
despreciable estaba escrita en francés o inglés.
Mi cama de enfermo era la de arriba y estaba pegada a una de las
estanterías. No tenía más que alargar la mano y coger un libro. Repasé,
lógicamente, las colecciones de "La Esfera", "Blanco y Negro", "La
Ilustración Hispano-Americana" y otras similares, algunas se empezaron a
editar en el siglo XIX, y así puede leerme, entre otras cosas, las
guerras de Cuba y Filipinas con relatos casi "en directo". Mi paupérrimo
francés me permitió leer un libro en que un periodista sueco relataba el
combate de las lomas de Caney que pudo presenciar como corresponsal en
el ejército yanqui. Brujuleé en libros de Historia hasta que me apagaban
a luz por la brava y, por supuesto, hasta que se acabó la epidemia. Y
también repasé libros de medicina. Gracias a ellos me informé de lo que
una educación
timorata y
absurda había
omitido, es decir, de todo lo referente al sexo, a su función, a su
fisiología... En especial en lo referente a la mujer, cuya ignorancia
era en mi caso absoluta. La falta de hermanas y, como consecuencia de
eso, la absoluta falta de relación con lo femenino, había provocado un
vacío total que se reforzaba con una falta de interés por el tema y
hasta por una timidez que hasta entonces me había aislado de las chicas.
Ya empezábamos a salir con ellas, pero nuestra relación era superficial,
sin profundizar apenas.
A partir de entonces, me he convertido en ratón de bibliotecas, en
empedernido buceador de hemerotecas y hasta en paciente lector de viejos
archivos.
Los sábados por la tarde nos íbamos de permiso hasta el domingo por la
noche. La ida era alegre y la vuelta algo menos. Al principio cogíamos
el tranvía para regresar al colegio en la Plaza Mayor. Con el tiempo,
esta parada del tranvía de los Carabancheles se trasladaría a la
glorieta de Atocha, frente al antiguo Hospital de San Carlos. Mientras
duró la de la plaza Mayor, la captura de un hueco en el tranvía era toda
una epopeya y un espectáculo. Se formaban previamente largas colas en
espera de la aparición del tranvía, un feo armatoste, cuadrado y
renqueante, ostensiblemente pequeño para tan numerosa clientela. Cuando
surgía bajo el arco de la calle Toledo, algo fatigado por el esfuerzo de
subir el repecho, la cola se agitaba y los guardias “de la porra” que
por allí deambulaban ponían algo de orden. Al principio, la cola iba
entrando en el tranvía con relativo orden, pero cuando ya los asientos
se habían ocupado y el pasillo central estaba lleno, cuando la multitud
empezaba a estibarse en las plataformas, la cola se rompía y los
aspirantes a viajeros entraban como podían y se empezaban a colgar de la
parte exterior según su buen saber y entender, según su fuerza física,
su instinto y su entrenamiento. Era el momento para la carga policial
(uno o dos municipales...) que desmochaba la parte exterior del tranvía
como si fuera una panocha. Este arrancaba chirriando y muchos de los que
se habían quedado en tierra o apeados de sus localidades exteriores,
corrían hacia el arco por el que tenía que pasar el tranvía. Como los
corredores eran más rápidos que el renqueante trasto, podían ocupar con
suficiente antelación un lugar apto para el ataque final. Llegaba la
"diligencia" a la "cañada de los Comanches", tomaba previamente una
curva, con lo que reducía aun más su lenta marcha, y cuando embocaba la
calle Toledo, se producía el asalto final. La segunda hornada cubría
materialmente al tranvía, incluidas ventanillas y también estribos y
tope, lógicamente sólo el trasero. Era este tope lugar muy codiciado
porque hasta allí no llegaba el largo brazo del cobrador. Sólo en una
ocasión viajé en el tope y todavía me duelen las plantas de los pies en
los que se clavaba inmisericorde. Así descendíamos la calle y la cuesta
de Toledo hasta llegar al río Manzanares que cruzábamos por el bello
puente de Toledo, en dirección contraria de la que hubiera querido ir mi
padre unos años antes.
Durante años faltó un trozo de vía en la Cuesta de Toledo, unos diez o
doce centímetros sorprendentemente desgastada por el uso, y al pasar por
encima el tranvía, se bamboleaba como un barco en el seno de una ola. Si
el racimo humano sobresalía demasiado, había voces prudentes que
gritaban a tiempo: "¡posteee!" Todos se achuchaban y así se podía pasar
sin víctimas el obstáculo.
Durante un verano, fallaron los frenos de uno de estos entrañables
armatostes carabancheleros y se fue contra el pretil del río y, después
de hacerse añicos contra las piedras, los restos cayeron al cauce seco
del Manzanares. Cuando pasé por allí muy poco después, me quedé
asombrado de lo poco que abultaba el "cadáver" de un tranvía, apenas
unos hierros y un montoncito de astillas. Nada...
UNA VIDA EN LIBERTAD
El título puede parecer pretencioso pero lo he elegido porque quiero
insistir en que nuestra entrada en el colegio representaba una nueva
situación, una sensación de libertad que antes no habíamos conocido.
Nuestra vida como internos en un colegio no cortaba de forma drástica
nuestro contacto con el "mundo exterior". Salvo por alguna actuación
desgraciada de inspectores, como el "Bolche", siempre salíamos los fines
de semana. Conocíamos chicas y con ellas pasábamos los domingos en
pandilla, de una forma tan correcta y educada, que hoy hubiera
sorprendido al más mojigato. Y no tanto por la influencia religiosa, que
la había, como porque así era y había sido siempre en España. Luego, en
particular o en privado, allá cada cual con sus gustos, atrevimientos y
responsabilidades.
Por aquellos tiempos se organizaban unos rifirrafes contra lo que se
consideraba un relajo en la moral cristiana impuesta por la Iglesia al
sistema (que no al revés). Ocurrió lo de "Gilda", con los tinterazos en
la pantalla y en los cartelones. Se decía que en algunos colegios se
expulsaba a quienes habían asistido a tan procaz película. Yo no pude
ver "Gilda" hasta muchos años después, porque mi conciencia, sometida a
la calificación moral religiosa, no me lo permitía y, además, mi tía no
me hubiera dado ni una peseta para asistir a tal “procacidad”. He de
reconocer que, pese al bodrio que es la película, Rita Hayworth le daba
más morbo a su célebre strip-tease del guante que todas las películas
que las tontas "Enmanueles" rodarían muchos años después. Otra película
que proporcionó un raro escándalo fue "La madona de las siete lunas"
que, vista años después, resulta incomprensible, aburrida y absurda. La
censura que ha ejercido siempre el poderoso -que hoy ejerce a su manera
y la seguirán ejerciendo en el futuro-, resulta muchas veces más
humillante por la desconocida y omnipotente personalidad del censor, que
por la censura en sí misma ya que ésta, en muchos casos, se puede
marginar con astucia. En lo referente a la moral, los resortes censores
estaban en manos de la Iglesia, la misma que pasados los años echará
toda la culpa al sistema que la mimó, creemos que en exceso. Contaba
García Serrano la bofetada que el futuro cura del Pozo del Tío Raimundo
le sacudió a un marchoso flecha por echarle un piropo sin malicia a una
chica. La rigidez en la moral "oficial" estaba provocada, organizada,
controlada y dirigida por la Iglesia. Cuando la Cámara de Representantes
norteamericana, pese a los desesperados esfuerzos de los "capos" del
exilio, aceptaba que el Plan Marshall alcanzara a España, Truman puso la
condición de que, a cambio, deberían eliminarse las estrechas normas
legales que existían para los protestantes, sencillamente, que hubiera
verdadera libertad religiosa y de conciencia. El Vaticano levantó su
dedo admonitor y vino a decir: "la católica España no puede permitir que
la religión católica, la única verdadera, se rebaje al nivel de las
otras religiones falsas", y Franco, más papista que el Papa, aceptó el
aviso y nos quedamos sin la ayuda que tanto necesitábamos, y los
protestantes sin el culto externo. Y aunque no es de esta época,
recordemos que "Viridiana", presentada oficialmente por España (la
España "franquista") en Cannes, y ganadora del premio del festival, ante
el escándalo del Vaticano, dio posteriormente marcha atrás y la prohibió
(otros países americanos la prohibieron también). Pasados los años,
además de observar cómo se puede deteriorar una película famosa, y cómo
se puede convertir en un pastel rancio y con mal olor, comprobamos
también el mal gusto del pelmazo de Buñuel y su empeño en meternos al
bies sus traumas y sus complejos. "Viridiana" no vale ni el celuloide
rancio que soporta tal cataplasma. La "libertad de expresión" que me
regala el sistema, me permite decir que "el rey está desnudo", es decir,
lo que mucha gente no se atreve a decir sobre gran parte de la
producción cinematográfica de Buñuel: que es insoportable.
La "moral oficial" influía en nuestras vidas en casi todas las facetas.
Teníamos, en general, unos conceptos y sentimientos de moral cristiana
más profundos que los que ahora suele haber entre nuestra juventud, la
del "póntelo-pónselo". Pero, contra lo que se suele decir, yo doy
gracias a Dios por haber tenido ese baño de espiritualidad que es quizá,
al cabo de los años, lo único que ha perdurado después de vivir en una
sociedad cada vez más apartada de lo trascendente y de lo religioso, y
también cada vez más adoradora de su vientre o de su bajo vientre. La
dureza de un catecismo memorizado, la agradezco al cabo de los años,
aunque sea incomprensible para "teólogos" como Miret Magdalena, ya que
es lo que ha quedado más enquistado en mi fe de carbonero. No, no me
quejo de mi paso por estas zonas que los bobos denominan de "moralina
tradicional y carca", reconociendo también todo lo que de morralla y
rémora arrastraba. Después del paso por la vida, se va dejando uno
jirones de aquella formación religiosa, pero "desmochado" lo exterior,
como aquellos tranvías de Carabanchel, la estancia en ambos colegios de
jesuitas, la época de los "voyos" del padre Múzquiz, las costumbres
religiosas familiares, que ya les
eran habituales desde antes de la guerra, han dejado, a Dios gracias,
restos muy aprovechables.
Metidos en este tema, habrá que recordar las pesadas charlas de don
José, el capellán del colegio, un sacerdote bueno, paciente, aburrido y
poco comunicativo. En el colegio de Carabanchel teníamos misa diaria,
por supuesto que obligatoria, además de otras actividades religiosas
diarias como el rosario. Esta obligatoriedad pasó a ser voluntaria al
pasar al colegio de Carabanchel Alto. Pero no adelantemos a nuestra
sombra y vayamos por pasos.
Cuando el espíritu es libre y los complejos y tristuras íntimas no nos
dominan, el entorno tampoco nos apabulla. Nosotros sabíamos sacar
partido de la recién obtenida libertad familiar, sabíamos divertirnos
con lo que teníamos, que no era poco, y sabíamos saltar sobre las
dificultades, estrecheces y rigideces de nuestro entorno sin traumas,
complejos ni rencores posteriores.
Un día, nos dijeron que no
había clase y que podíamos ir a Madrid a una manifestación. Poco después
bajábamos alegremente "a pata" por la calle general Ricardos dispuestos
a hacer bulto en la más célebre manifestación de la época llamada
franquista, y posiblemente de todas las que se organizaron después. Nos
referimos a la que hubo contra la condena de la ONU. Ni siquiera los más
recalcitrantes manipuladores de la Historia han dejado de reconocer que
aquello fue todo un espectáculo multitudinario. Al cabo de los años,
cuando recuerdo aquel día, me da la sensación de haber asistido en
primera fila a un hecho histórico. Nadie nos dio dinero, ni nos compró
bocadillos, ni tan siquiera nos pagó el tranvía para bajar hasta la
plaza de Oriente, nadie nos empujó. Fuimos porque quisimos y, todo hay
que decirlo, porque era una fiesta no esperada dentro del pesado
calendario escolar...
También nos dieron fiesta para ir a otra manifestación, la que se
organizó en la plaza de Oriente para recibir a Eva Perón. Y allí fuimos
gritando y cantando, lo pasamos muy bien y pudimos ver a aquella mujer
vestida de rojo y hasta con plumas en la cabeza, y a Franco a su lado,
un poco más bajito y con cara de satisfacción pues alguien de fuera
podía ver en directo, sin la tergiversación de la prensa mendaz, una
manifestación "franquista" en la plaza de Oriente. No se habla a humo de
pajas, que cuando la última manifestación en esta plaza, poco antes de
la muerte de Franco, en el "Excelsior" de México salió una gran foto de
la esta última manifestación diciendo que era de antifranquistas
gritando multitudinariamente contra el régimen. Lo de Franco bajito es
algo que les gusta recordar continuamente a los rascaplumas metidos a
cronista de la Historia, circunstancia física que carece de importancia,
incluso en ellos que no son, precisamente, aunque quizás les hubiera
gustado ser, robustos, altos y apolíneos mancebos.
Un día Franco sacó billete y se fue al extranjero, claro que a Portugal.
Fue la primera vez que lo vimos vestido (¿disfrazado?) de Capitán
General en uniforme de gala y hasta con bicornio emplumado. A mí me
recordaba al pato Donald al que había visto en una película con un
uniforme similar. Creo que fue un error de sus inexistentes asesores de
imagen sacarle de su austero uniforme y disfrazármelo de tal guisa.
Hubo una tercera manifestación cuyo origen no recuerdo. En esta ocasión
decidimos celebrar el hecho patriótico metiéndonos en un cine. Y en el
Doré, que estaba muy cerca del teatro Calderón, vimos una película que
nos encantó: "Por el valle de las sombras", con un Gary Cooper en papel
de valeroso médico luchando contra invisibles japoneses en la antigua
Java holandesa. Desde el cine oíamos los gritos patrióticos de la
multitud manifestada o reunida en la Puerta del Sol o en sus
inmediaciones
Como hemos citado el teatro Calderón, habrá que recordar los festivales
benéficos que doña Carmen Polo organizaba todas las Navidades y en el
que participaban, generosamente, muchas artistas españolas. Según
parece, había carreras, arañazos y hasta mordiscos por parte de nuestras
artistas para poder participar en tal evento por lo que tenía de
publicidad y, posiblemente, de posteriores apoyos "institucionales" para
trepar en los carteles de futuros espectáculos. El silencio más
siniestro se ha cernido sobre esta parte de las biografías de nuestras
más eximias artistas, entre ellas la que se convertiría durante muchos
años en la fracasada diva de la progresía, doña Sara Montiel.
Nuestra afición al cine era inagotable. El primer día del siguiente
curso, para mí 7º de Bachillerato, nos dieron fiesta en el colegio y
¡cómo no! nos fuimos al cine. Esta vez nos metimos en el Cinema X, que
nada tenía que ver con pornografía ni pornógrafos, y vimos un curioso
programa doble: "La novela de un joven pobre", un culebrón argentino
protagonizado por Hugo del Carril y "Sherezade", con un juvenil Jean
Pierre Aumont en el papel de Rimski Korsakof. Allí aparecía por primera
vez, al menos para nosotros, Ivonne de Carlo, con los años, una de las
protagonistas de la serie la "Familia Adams". Otra película, que decían
era algo lenta y pesada pero que a nosotros nos encantó, fue "La
Diligencia"
con John Waine, Claire Trevor y otros sensacionales segundones, como uno
de los ejemplares de la familia Carradine o el que sería poco después
papá de Escarlata O´Hara, Thomas Mitchel.
Para volver a tocar momentáneamente el tema del cine diré que éramos
grandes aficionados al cine musical, especialmente el de Hollywood. Con
"Levando Anclas" disfrutamos de lo lindo, y algo deberían tener aquellas
películas cuando hoy les encantan a mis nietos. En esta película tenía
un papel muy importante el pianista español José Iturbi, que también
hizo otras películas en EEUU y que posteriormente dio conciertos en
España. El hecho de no haber sido exiliado ni rojo ni antifranquista ha
hecho que sobre él se haya corrido un tupido velo de silencio.
Durante el tiempo en que estuvimos en el colegio, ningún general de
apellido ilustre, ninguna figura politica de postín o ninguno de los que
se denominaban jerarquías nos visitaría jamás. Franco inauguró el
colegio, creo que en el año 1944, y ya nadie volvería por allí. En años
anteriores solía hacerlo Millán Astray, convertido en una caricatura de
sí mismo, pero que sentía hacia los "pínfanos" una simpatía que sabía
demostrar. Me contaron que aparecía de improviso, acompañado o escoltado
por uno o dos de sus legionarios, reunía a toda la canalla que se
enteraba por el tam-tam de la selva de la llegada del general y que
abandonaba cualquier clase o actividad sin que nada ni nadie pudiera
contenerla. Reunidos alrededor de Millán Astray, éste les echaba un
brevísimo discurso patriótico, cantaban todos el himno de la Legión y
salía a todo gas con su coche, sus legionarios y la promesa del envío de
algún obsequio. Al día siguiente nos enviaba unos balones de fútbol y,
en otra ocasión, además de los balones, una radio. Millán Astray se ha
convertido en el pim-pam-pum de cualquier pelagatos de personalidad
rastrera incapaz de entenderle, ni en su época de genial creador de la
Legión, ni en su larga decadencia. Para nosotros seguirá siendo un
veterano de corazón de oro.
Un gran día de fiesta era el de la Inmaculada. Presidía los actos en el
colegio el coronel director del Patronato de Huérfanos: una pequeña
orquesta nos daba un ameno concierto de música clásica popular, que
solía terminar con ""El sitio de Zaragoza", también popular, aunque
menos clásica. Un lugar preferente en el programa lo tenía el coro de
Regueira que cantaba (cantábamos) canciones, algunas religiosas.
Solíamos cantar canciones creadas por el dúo Regueira-Carranza,
unas veces en español, otras en gallego y hasta en asturiano.
Regueira componía de una forma muy eficaz aunque evidentemente
primitiva. Enseñaba la melodía que tenía en su cabeza a un componente
del coro con voz de tenor, y con él la iba conformando y aprendiendo.
Cuando ésta ya estaba “ajustada” y aprendida, una "segunda" voz venía a
ayudar para sacar su melodía; después una tercera y, finalmente, un
bajo. Con los cuatro iba puliendo hasta que consideraba que ya estaba a
punto. Y el resto del coro, ayudado por sus "instrumentos" de dos patas,
aprendía la nueva canción.
A nuestras fiestas solía venir algún personaje para darnos una charla.
Recuerdo a don Luis de Sosa, catedrático de la Universidad y creo
recordar que decano de alguna de ellas. Temíamos un rollo y quedamos
gratamente impresionados por la amenidad e interés de su charla. Otro
momento feliz de aquellas celebraciones era la intervención de un alumno
que tenía una rara facilidad para versificar y para la ironía. Hacía una
acertada crítica de cualquier actividad o personaje del colegio entre
las risas de sus compañeros y las sonrisas de conejo de los criticados.
Con el tiempo, marchó a Holanda donde trabajó en Radio Sveningen". Se
llamaba Olona y murió hace muchos años.
Los servicios del colegio estaban encomendados a una comunidad de
monjas, y ellas eran las que contrataban y controlaban a las mujeres de
la limpieza y camareras del comedor. Un día, se les escapó en la
admisión una bella jovencita que enamoró a todos. Un amigo mío le metía
en el bolsillo del delantal papelitos con amorosos requiebros
acompañados de algún dibujo que previamente me había pedido que le
dibujara. Poco duró la bella pues una noche la esperaron dos o tres
jóvenes bellacos y la dieron un susto. El resultado fue la desaparición
de la chica y la expulsión de los responsables.
Recuerdo una frase, una especie de suspiro involuntario, de una de las
mujeres de la limpieza cuando estaba haciendo las camas y que yo pude
oír por estar en aquel momento en el dormitorio, aunque no recuerdo por
qué razón. La mujer dejó momentáneamente su tarea, suspiró, se pasó la
mano por la frente y dijo:”¡Señor, Señor, qué bueno eres, pero cómo
nos haces a veces la puñeta!". Creo que ha sido el acto de fe más
sincero y gracioso que he podido oír en mi vida.
En el colegio había una piscina, que ya hemos mencionado antes. No era
propiamente una piscina sino un canal de riego que formaba una amplia
"ese" y que procedía del colegio vecino, el de la Unión. El extremo
opuesto del canal quedaba cortado para
convertirlo en una carbonera cubierta con una bovedilla. En la parte
destinada a piscina, se llenaba de agua allá por el mes de mayo y,
durante el tiempo en que permanecíamos en el colegio hasta el verano, no
se volvía a cambiar el agua, por lo que ésta se convertía en un líquido
de color achocolatado. Como la Naturaleza es un puro milagro, las
desastrosas condiciones higiénicas de la piscina no provocaron ni
epidemias ni cólicos ni enfermedad alguna, porque nuestras defensas
orgánicas, bien entrenadas, nos defendían con extraordinario éxito. Esa
Naturaleza permitía fenómenos tan sorprendentes como la de que en la
piscina hubiera peces que nosotros pescábamos por el método "Huckleberry
Finn", un palo, una cuerda, un imperdible o aguja doblada y mucha
paciencia. Luego se asaba y el pobre pececito, quizás por venganza,
despedía un hedor casi insoportable.
Junto a la piscina había un gran árbol al que se solía subir "Sabú"
Ortiz de Zárate a meditar (se había convertido en un muchacho retraído,
silencioso y solitario), hasta que algún inspector lo descubría y le
ordenaba bajar. En una ocasión, ante la insistencia del inspector que le
exigía que bajara in-me-dia-ta-men-te, "Sabú" le dijo: "como quiera", y
se tiró de cabeza a la piscina. Él sabía nadar, que para eso veraneaba
en Deva, otros no teníamos esta suerte. Pero allí aprendí a nadar a
duras penas por el sistema de autoaprendizaje y sin que nos importara
descubrir alguna rata que
navegaba a nuestro lado.
Esta piscina, mejor dicho, la carbonera, supo de nuestras inquietudes
como fabricantes de explosivos. Solíamos hacer pólvora moliendo las
pastillas de clorato que nos daba Regueira (25 %), que mezclábamos con
polvo de carbón que conseguíamos quemando la madera de los lápices (25
%) y con azufre que nos procuraba una amiga que trabajaba en una
farmacia (50 %), Amalia, que con el tiempo se casaría con mi amigo
Miguel Forés. Mezclando con cuidado esos tres productos se obtenía una
pólvora que se conseguía hacer explosionar si la encerrábamos en
cartuchos de cartón. Pronto consideramos que nuestros cartuchos eran
poca cosa y decidimos hacer una traca más ruidosa. Rellenamos un
ladrillo hueco con nuestra excelente pólvora, lo atacamos bien con papel
y cartón y, para que hiciera más ruido, lo metimos dentro de la
carbonera pensando que su forma abovedada "lógicamente" multiplicaría el
ruido. No fue así, sino que lo que "lógicamente" se multiplicó fue el
efecto destructor, haciendo saltar la bóveda en pedazos que cayeron a
muchos metros de distancia. El susto nos llevamos todos, pero en
especial los visitantes del "hotel de Tárrega". Tárrega era un "pínfano"
valenciano, mayor que nosotros, que se había construido una cabaña junto
a la huerta vecina, el "hotel de Tárrega". Y sobre él cayeron pedazos de
ladrillo, de carbón, de leña y de bovedillas causando el pánico de sus
visitantes. A don David, el director, le debimos dar un disgusto pero
posiblemente intuyó el origen del destrozo y no quiso averiguar nada
más. Nosotros aprendimos lo que representaba jugar con fuego y nos
prometimos ser más prudentes en lo sucesivo.
Ni en aquel colegio ni en ningún otro en los que yo he estudiado, desde
las monjas de Málaga hasta la Academia General inclusive, he tenido que
estudiar "Formación del Espíritu Nacional". Así ha sido y así lo cuento.
Pese a las críticas y hasta estupideces que aquellas "Marías" han
provocado, yo no me alegro de haberlas pasado por alto. Hoy también
existen las "Marías", así que nadie se asombre de que aquel régimen, al
igual que éste, quisiera dar a conocer sus leyes y su ideología.
Nunca tuve yo esta asignatura, desmintiendo un poco lo que sobre
ella se ha escrito de forma peyorativa y sectaria.
Tengo un entrañable recuerdo de aquel colegio, de aquel "Pinfanato", de
mis compañeros y hasta de inspectores y profesores. El compañerismo de
los "pínfanos" dura lo que la vida de cada cual. En la Academia General
Militar era peligroso el que un cadete de segundo se metiera con un
"pínfano" de primero si cerca había algún "pínfano" de segundo. Eran
tiempos difíciles que, salvo a algunos pocos débiles y traumatizados, no
nos dejaron huellas amargas. Todavía recuerdo los motes de mis
compañeros de "Pinfanato", como "Prusia", que tenía todo el aspecto de
un alemán; "Chusco", que acabaría de capitán de la Marina Mercante en un
remolcador en el puerto de Barcelona; Búfalo", “El Botas”, que jugaba
muy bien al fútbol y con el tiempo militante de la UMD; "Pego", que era
de Pego, nuestro incomparable portero del equipo de fútbol; "el Pato",
malagueño a quien un inspector pegó una vez una bofetada, lo que estuvo
a punto de provocar otro motín como el del "Bolche"; "Indio", del que ya
hemos hablado; "Fray Culombio", monaguillo voluntario para todo lo que
oliera a incienso y velas; "El Coyote", con el tiempo formaría una
orquesta, la de "Lauren Vera"... Y tantos otros con o sin mote. Muchos
acabamos en la Academia General Militar de Zaragoza, otros siguieron
caminos diferente, como Reval, hijo de un ruso emigrado a España, chico
muy religioso y beato que se hizo franciscano para salirse algún tiempo
después y hacerse protestante; o Ferraz, que se
habían escapado en dos ocasiones del colegio para ingresar en la Legión,
que con el tiempo sería camarero de la Transmediterránea; o Santaolalla,
hermano de Marta, artista de cine y cantante, que se hizo ingeniero
textil en Barcelona...
Entrañable época la que pasé en el "Pinfanato", y entrañables recuerdos
que me permiten mirar al pasado con mirada alegre y sin que las legañas
de los tristes me deformen el recuerdo de aquellos años.
PREPARACIÓN PARA LA LUCHA
Con la entrada en la Academia, en la Universidad o en el taller u
oficina, se inicia para el que hasta ahora ha sido un simple estudiante,
la verdadera lucha por la vida. A partir del momento en que se es, aun
sin haber cumplido la edad legal, el único responsable de sus actos sin
que haya colchones familiares ni árnicas ni otras espaldas que soporten
nuestros fracasos, cada cual ha de mirar hacia adelante, hacia el camino
que ha elegido o le han hecho elegir. Hay filosofías más caras, pero es
necesario matricularse y eso vale dinero, que hoy no nos sobra.
De un Carabanchel al otro, del Bajo al Alto, para preparar el ingreso en
la Academia General de Zaragoza. El ingreso en "el Alto" iba a
representar un cambio sustancial en nuestras vidas. Nuestra manera
frívola de ver la vida desaparecía ante el objetivo, nada fácil por
cierto, de conseguir el ingreso en Zaragoza. La disciplina, organización
y estructura del nuevo colegio nada tenían que ver con el "del Bajo". A
partir de ahora, el tiempo va a tener un gran valor, aunque de ello nos
íbamos a percatar muy poco a poco.
El director del colegio, al que habían encomendado una tropilla de
ganapanes de los que tenía muy baja opinión, era el coronel retirado don
Manuel Sousa Martorell, un hombre serio, de tez oscura y pecosa, pelo
gris corto y como de púas aceradas, ceño siempre fruncido y voz profunda
y temible. Le llamábamos, sin demasiada originalidad, "el Viejo", pero
también "el Abuelo". La primera charla del "Viejo" la oímos en posición
de firmes en el salón de actos, que también podía transformarse en
capilla. Sus palabras fueron, más o menos, las siguientes: "Sois unos
sinvergüenzas que lo único que sabéis es hacer llorar a vuestras madres,
ninguno de vosotros sabe nada de nada ni, por supuesto, de matemáticas,
porque habéis perdido vuestro tiempo y el dinero del Patronato sesteando
y haciendo el bestia en el Colegio de "Santiago" o en otros de por ahí.
Yo voy a hacer que aprendáis todo lo que no habéis querido estudiar en
siete años de inútil bachillerato, empezando por el dos más dos es igual
a cuatro. Quien no saque semanalmente la nota mínima que yo exijo, no
saldrá del colegio ni sábados ni domingos, y se quedará aquí estudiando
lo que ha sido incapaz de aprender en toda una semana. Y cuando llegue
el momento de ir a examinarse a Zaragoza, solamente irán los que yo
diga, los que se lo merezcan, los que tengan el nivel que yo marque para
enfrentarse con éxito a los exámenes".
En esta vida hemos oído discursos de intenciones que más tarde se han
devaluado, ablandado o modificado. No sería este el caso del programa
que nos presentó el coronel Sousa, que se cumplió a rajatabla, sin la
menor fisura, sin el menor desfallecimiento y sin piedad. Diariamente
teníamos, por la mañana, una hora de aritmética y otra de geometría, y
por la tarde, hora y media de problemas de aritmética más otra hora y
media de problemas de geometría. Es decir, cinco horas diarias de
matemáticas, que viene a ser lo que hoy se da en una semana en colegios,
no importa taifa o autonomía.
Teníamos unos excelentes profesores. A mí me tocó "Cristalino" (tenía un
ojo de cristal) para desasnarme en los misterios de la Aritmética, y don
Pedro (cuyo mote no recuerdo) en geometría. Otros profesores eran el
"Chato" (era chato) y el señor Nadal, que con el tiempo me recordaría
físicamente a Tuñón de Lara, aunque el señor Nadal, "Cliché" en nuestro
argot, era una persona excelente y no un individuo de la catadura del
agente del KGB metido a historiador a la carta, pero a la carta roja. Le
llamábamos "Cliché" porque era de tez muy morena, cabello abundante de
un blanco de nieve, y solía vestir en verano con un impecable terno
blanco. El señor Nadal era astrónomo de la Armada con el número 1 de su
oposición (de un total de 2...), y, además, era el autor de nuestros
textos de Homología, Homografía, Homotecia y Sombras y Acotados, es
decir, de lo que era el terror para el alumno más aventajado, temas que
figuraban en el programa de ingreso, muy similar al de las escuelas de
ingenieros. He de decir en mi honor que, con el tiempo, perdí el miedo a
esos textos y llegué a dominarlos por completo. Desasnar a aquella tropa
fue una tarea difícil, lenta y constante. Se empezó desde lo más
elemental de la aritmética, como si sólo se tuviera en cuenta que
sabíamos leer y escribir, y poco más, hasta ir alcanzando por sus pasos
contados zonas más elevadas. En geometría pasamos del punto y la recta a
los problemas de Homotecia y sus terribles hermanas en sólo un año.
Dichas así las cosas, todo suena un poco a música celestial. Yo había
pasado el bachillerato tan a trancas y barrancas que mi relanzamiento
llevó algo más del tiempo previsto. Además del grupo de Matemáticas
estaba el de “Letras (Historia de España, francés y dibujo). Nuestro
profesor de Historia era un comisario de policía de los que entonces se
denominaban de la "secreta", excelente persona y magnífico profesor que
sabía, no dar Historia, sino contarla, aunque me consta que a algunos
les resbalaba esta habilidad y preferían aprovechar la clase para dormir
la siesta. Aquel profesor no se detenía ante el relato pormenorizado y
cronológico de lo que exigía el programa, sino que lo completaba con
datos y anécdotas que me han enseñado más que muchos libros de texto (y
el nuestro era excelente). Nos hablaba de cómo se organizó el correo en
España (un antepasado suyo lo transportaba a caballo desde Madrid hasta
Asturias) y de cómo se organizaban las postas, los relevos, el principio
del sello... Nos podía explicar los problemas de nuestras fábricas
textiles por falta de algodón y de cómo éste se empezaba a cultivar con
notable éxito en tierras andaluzas; nos hablaba de la terrible
deforestación de España, de sus causas y de su todavía posible solución;
de la importancia de los monasterios en la cultura de Europa; del
cultivo de la patata que acabó con el hambre endémica en Alemania o que,
por el contrario, obligaría, por culpa de la escasez provocada por
Inglaterra, a la emigración masiva de irlandeses a América o a otras
colonias inglesas.
El libro que teníamos que estudiar era el de Ballesteros, un excelente
libro que echa por tierra la estúpida y despectiva frase de "esa
Historia que nos han enseñado" dicha, muy posiblemente, por el que no ha
pasado en el estudio de la Historia del nivel "catón". En este libro
aprendimos, entre otras cosas más habituales, el desarrollo de la España
musulmana y su cultura a través de los ocho siglos "españoles"; la
Historia de la conquista americana con todas sus luces y sombras; las
sucesivas etapas culturales de nuestra historia; y, sobre todo, la
Historia de España tan compleja, retorcida y difícil que va desde la
guerra de la Independencia, hasta la restauración alfonsina. Entre las
consecuencias literarias que me vinieron de la mano de las paperas y las
enseñanzas de aquel profesor, mi afición a los libros de Historia se ha
desarrollado a lo largo de los años, sabiendo, además, separar la paja
del trigo.
En los exámenes se podía aprobar sólo un grupo, el de "Letras", y dejar
el otro para el año siguiente en el que se dedicaría en cuerpo y alma
únicamente al de matemáticas... que fue lo que me pasó a mí,
honrosamente suspendido en el grupo matemático, aprobé sin
dificultades el de "Letras". Cuando abandoné el aula del examen,
cabizbajo y convencido de mi fracaso, al salir al patio de armas, me di
un buen susto al ver en el centro del gran patio al "Viejo", que
permanecía en la Academia durante todo el tiempo que duraban los
exámenes de sus alumnos. Muy serio, siempre estaba serio, me hizo una
seña y yo me acerqué temiendo lo peor. El "Viejo", mejor aun, el
"Abuelo", me puso una mano sobre el hombro y me dijo: "no ha habido
suerte ¿verdad? No te preocupes, hijo, la tendrás el año que viene".
Estos eran los mimbres de aquel hombre excepcional. Hombre excepcional
que estaba dispuesto a hacer de nosotros, tropa indisciplinada y
jaranera, hombres hechos y derechos. Pero nos las hizo pasar de a kilo.
De vez en cuando, y por alguna razón que él consideraba muy grave, nos
reunía en el salón de actos, y después de echarnos un violentísimo
rapapolvo, sacaba a la vergüenza pública a quienes habían cometido la
última trastada o fechoría, reos que iban directamente a hacer el
"caimán", especie de unidad de castigo que se había sacado de la manga
para meter disciplina hasta de canto. Una vez fui seleccionado para el
antipático "caimán" por culpa de un galonista veterano que me señaló con
su dedo acusador como enredón y travieso, exactamente lo que yo no era
ni he sido nunca. Acepté mi destino rabiando contra el cretino que,
además de chivato, era injusto.
El "caimán" consistía en un paso ligero que se hacía en un patio
interior, que era además frontón, y en el que en la estación cálida
pegaba el sol de firme. Nosotros caminábamos a paso lentísimo cuando nos
tocaba sombra y nos convertíamos en campeones de las distancias cortas
al pasar por el sol. Desde una ventana que daba al patio, la de
Secretaría, el coronel secretario apenas si vigilaba nuestro castigo
marchoso. No, no era tan malo el "caimán" después de todo.
Hubo otro castigo que pudo tener más graves consecuencias. Un domingo,
al regresar del permiso semanal, nos encontramos que para cenar había
unas acelgas que olían a rata muerta. Nadie las quiso probar y, como
muestra de rechazo y de las ganas inagotables de juerga, se organizó una
procesión gritona hasta los dormitorios, después de dejar las acelgas en
los platos. A la mañana siguiente ya estábamos todos formados en el
salón de actos para recibir el más violento varapalo de los que en mi
vida me han sacudido. No se anduvo el "Viejo" por las ramas. Después de
recordarnos que en el Ejército, actos como el que acabábamos de cometer
eran dignos de fusilamiento mediante el correspondiente diezmado, nos
ordenó desfilar después de condenarnos a una general rapada al "cero".
Aceptamos el castigo con el mismo espíritu deportivo con el que nos
metíamos en el "caimán", aunque a nadie la hacía gracia verse en el
espejo con la cabeza rapada. Se ordenó venir al "tío Miserias", el
peluquero contratado que tenía una pequeña peluquería en una plaza de
Carabanchel Alto. Era el "tío Miserias" un personaje muy singular. Su
mote le venía de un personaje de las novelas de "Peter Rice", sherif de
la "Cañada del Buitre", que tenía como amigo al peluquero de su pueblo,
el auténtico "tío Hick Miserias".
Aquella tarde, en el estudio, todos esperábamos la llegada del "tío
Miserias" al que siempre habíamos apreciado en su trabajo, menos en
aquella ocasión. Sabíamos que en sólo una tarde, el peluquero de la
"Cañada del Buitre” era capaz de dejar mondas todas las cabezas del
colegio y hasta le sobraría tiempo, En días normales, el peluquero solía
despachar cada "cliente" del "Pinfanato" en poco más de dos minutos, y
además lo hacía bien, teniendo en cuenta los tiempos y la buena voluntad
de sus víctimas.
Se personó el "tío Miserias", al igual que un verdugo, con sus
instrumentos de faena, y el inspector, que se apellidaba Chillón y que
solía expresarse siempre a gritos, se personó en el estudio: "¡Venga,
dijo, quiero ver a los dos primeros voluntarios". Nadie se movió, pero
ante la insistencia del inspector y sobre todo, ante lo inevitable, se
levantaron dos víctimas que debieron pensar: "cuanto antes nos pelemos,
antes nos crecerá el pelo". Se fueron al suplicio y el artesano les dejó
las cabezas bien mondas. Pero ¡ay!, el "Viejo" había ordenado que todos,
una vez pelados, pasáramos por su despacho para ser "peinados" (es un
decir) al detalle. "¡Ahora vayan a ver al señor coronel!", les chilló
Chillón. Y a ver al señor coronel se fueron los rapados. Y dicen las
crónicas que cuando el veterano "Abuelo" vio los primeros efectos de su
justa ira, se llevó, simbólicamente, claro, las manos a la cabeza y se
dijo: "¿Pero qué es lo que he hecho?". Despidió a los dos huerfanítos y
les dijo: "Que pase el señor Chillón". Pasó el inspector y le ordenó:
"Que no se pele a nadie más y a estos dos que se les dé una semana de
permiso".
Y así terminó la historia de las acelgas, el trabajo del "tío Miserias"
y el castigo, lo que viene a demostrar que la frase "voluntario ni p´al
rancho" o "el que se presenta voluntario se queda de cuadra" no son sólo
frases divertidas. Uno de los voluntarios se llama Antonio Díaz Losada
y, con el tiempo, acabó siendo un eficiente ingeniero de Armamento y
Construcción. El otro se llamaba (ya ha muerto) Guillermo Reinlein
García de Miranda que, también con el tiempo, sería uno de los
fundadores de la UMD y padre de once hijos.
Fueron dos años duros, especialmente el segundo, pues la ilusión de
conseguir los cordones de cadete me quitaba el sueño. Sueño que, por el
contrario, tenía que vencer de manera heroica en las clases vespertinas
de problemas. No me hacía falta la amenaza de quedarme sin salida el fin
de semana para estudiar, estudiar y estudiar. Fue uno de esos momentos
de mi vida en los que vencí clamorosamente mi habitual pereza y abulia
para el estudio, y es que no creo haber deseado nada en mi vida con más
ganas que entrar en la Academia General de Zaragoza.
Sin embargo, en los fines de semana no había tarea alguna que llevarse a
casa, con lo que esas horas de permiso se aprovechaban al máximo.
Conocimos a un grupo de amigas con las que conseguí vencer poco a poco
mi timidez y mi falta de entrenamiento en el trato con el sexo opuesto
que, lógicamente me atraía, pues uno había sido bien parido y, en mí, la
Naturaleza no tenía problemas. Dos de ellas se casaron con dos de
"ellos", es decir, Amalia con Forés y Eugenia con Torrilla, y como
bendición bíblica, con el tiempo se cargaron de hijos y de nietos. En
aquellos tiempos, la relación, los gestos afectuosos, los hábitos de
amistad en aquellas pandillas mixtas eran tan diferentes de los de hoy
que nuestros jóvenes del siglo XXI se reirían de nosotros, y a veces
creo que con razón. En público, ninguno se "propasaba" con ninguna, lo
que sí hacen hoy las parejas sin trauma, rebozo o pudor alguno en la
calle o en los transportes públicos. En privado podía ser otra cosa y,
como en todas las épocas, luego algún lenguaraz podía contar su aventura
particular con detalles añadidos para mejorar el relato. Hablo de mi
circunstancia y de mi entorno, otros podrán decir otra cosa. Y, sin
embargo, pese a lo que alguien pueda pensar, en este campo de las
amistades femeninas no nos aburríamos en absoluto. Y alguien dirá: "Sin
apenas un duro en el bolsillo, sin la libertad sexual de hoy, con la
terrible presión moral ambiental, sin discotecas alienantes, sin droga
ni porros y sin máquinas tragaperras ¿cómo puedes decir que lo pasabais
bien con las chicas?". Pues lo pasábamos bien en las excursiones
periódicas, paseando por el Retiro, en los "guateques" domingueros,
yendo al cine, se "festejaba"... La verdad es que había entonces más
posibilidad de comunicación en aquellas relaciones que en las de hoy en
día, porque había más tiempo, menos luces parpadeantes, menos estruendo,
más conversación y mucha más imaginación.
Mi facilidad para los "gags" cómicos me permitió protagonizar uno cuando
invité por primera vez en mi vida a una chica a ir solos al cine. Se
llamaba Rosita y era algo mayor que yo. Fuimos a ver "Forajidos", la
excelente película sacada de un breve cuento de Hemingway en la que por
primera vez vimos a Ava Gardner y también a Burt Lancaster, entonces
todavía en papeles en los que cobraba más que una estera. Cuando me tocó
el turno en la cola, al ir a pagar, orgulloso de mi postura de invitador
generoso y romántico, observé con terror que me faltaba un duro,
situación que saldó Rosita rascando en su bolso y poniendo lo que
faltaba. Meses después invité a Eugenia, que entonces era mi amor
secreto, a ver "Los tres mosqueteros", y me pasó exactamente lo mismo,
provocándose una situación que, por repetida, parecía provocada. En esta
ocasión, cuando llegué a casa, todavía abochornado por el incidente,
encontré el maldito duro escondido en algún bolsillo. Desde entonces
creo en la existencia de un espíritu maligno que me ha tomado como
blanco de sus malditas bromas y que debe de ser la causa de otras
situaciones similares a lo largo de mi vida. Cuando pase a la otra
dimensión nos veremos las caras.
Se acerca el final de mi segundo año en el Colegio de Santa Bárbara, que
así se llamaba el del "Alto". Teníamos que presentarnos uno a uno al
coronel secretario, un personaje gris al que veíamos en muy pocas
ocasiones, para hacer la instancia o solicitud para ir a examinarnos a
Zaragoza. En ella debíamos poner el Arma elegida, pues nosotros, los
huérfanos de militar, teníamos el privilegio de elegir el Arma que
quisiéramos sin que influyera el número obtenido en el examen. El primer
año elegí, sin dudarlo, Infantería, pero en el segundo, "se me cruzaron
los cables" y (aun no sé la razón) pedí Caballería, con gran disgusto de
mis amigos que habían pedido en bloque Artillería. Pero ya no había nada
que hacer pues mi instancia estaba hecha, y a ver quien era el que se
enfrentaba con el secretario para pedirle una rectificación. Pero, a los
pocos días, se presenta éste en clase y dice: "voy a leer las instancias
por si hay algún error en nombres y apellidos", y comenzó a resumirlas
en una rápida lectura, en la que no sólo decía los nombres, sino el Arma
elegida. Y llegó ese segundo histórico en el que el destino de una
persona cambia radicalmente de dirección, un segundo, sólo un segundo
basta para que ese milagro se produzca. Cuando leyó mi nombre y Arma
elegida, se me hizo la luz, sólo un destello, sólo un instante, pero no
lo dudé, me puse en pie y dije: "mi coronel, hay un error, yo no he
pedido Caballería sino Artillería". La verdad es que lo dije a ver qué
pasaba, sin demasiadas esperanzas de que el coronel me hiciera caso.
Pero me hizo caso. Muy enfadado, aceptó la existencia de un "error" y me
convocó de nuevo a su despacho para rehacer la instancia.
A nadie se le oculta que este cambio hizo que mis pasos fueran por otros
senderos de la vida. Indudablemente mi vocación militar era firme pero
mi vocación artillera algo menos. No era yo
de los que se decía que "habían sido paridos en el ánima de un cañón",
algunos de cuyos especimenes he conocido, pero jamás me arrepentí de
aquella decisión, tanto en lo profesional como en lo familiar que,
lógicamente vino como vino debido a aquel cambio de rumbo.
Otro amigo mío, Fernando Lechuga, se hizo artillero por amistad conmigo,
con gran disgusto de su madre, viuda de un capitán asesinado en
Paracuellos, que no quería que su hijo pudiera pasar por las mismas
tragedias que su marido. Quería que su hijo se hiciera de Intendencia
donde al parecer todo iba a ir como la seda. Esta buena mujer, que se
llegó a disgustar realmente conmigo, ignoraba que a Carrillo no le había
importado asesinar también a militares de Intendencia o a chicos jóvenes
que no eran ni infantes ni intendentes.
Y un día, señalado en los astros desde el principio del Universo, entré
en el aula de examen, hice los problemas, dicho sea de forma
reiterativa, "sin problemas", esperé más de media hora a que terminara
el tiempo disponible pues el "Abuelo" no nos permitía que abandonáramos
el aula hasta el último segundo, y salí al sol en estado de levitación.
Los exámenes de francés y de dibujo los pasé como en un sueño y, al
acabar, me lancé escaleras arriba hacia la sastrería para que me tomaran
medidas del uniforme, de las botas y comprar ¡por fin! los ansiados
cordones rojos con clavos dorados que eran el distintivo de los cadetes.
Cuando en aquel verano me despertaba durante la noche o en las obligadas
siestas, y me daba cuenta de que ya era cadete, creía morirme de un
infarto provocado por la felicidad, que también los hay.
Nunca más he vuelto al colegio de Carabanchel Alto, aunque sí al del
Bajo. Aquí ha desaparecido la placa conmemorativa de la inauguración por
el "Caudillo D.Francisco Franco", porque hay que ponerse al día; ya no
es Colegio de Huérfanos, sino otra cosa relacionada con la Universidad;
ha desaparecido la piscina, han mejorado mucho las instalaciones, no hay
monjas ni portero que recoge el pan en la puerta, no hay huertas donde
saquear yacimientos de zanahorias... Aquí se ha instalado una imprenta
"del Colegio de Huérfanos" en la que hemos impreso nuestro libro
conmemorativo de los cincuenta años de nuestro ingreso en Zaragoza. Y es
que, cuando se escriben estas páginas, han pasado cincuenta y tres años
de nuestra salida del "Bajo", y en ese medio siglo largo las cosas han
de cambiar, aunque muchos de los cambios hayan venido provocados por la
mala memoria, el rencor y la cobardía.
El coronel Sousa ya ha muerto. Ocurrió hace muchos años, y puedo decir
sin sensiblería, que a muchos "pínfanos" su muerte nos dejó un poquito
más huérfanos. |