LA PÍNFANA

 

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Me llamo África, tengo 15 años, soy pínfana, bueno, lo he sido hasta hace muy poco, aunque, mirándolo bien, supongo que una vez que se pasa por un colegio de huérfanos se es pínfano para toda la vida. He pasado 8 años en el colegio de Mª Cristina de Aranjuez hasta que, al principio de este curso, mi madre me sacó del colegio.

 

Nací en Ceuta. Mi padre, militar, estuvo destinado siempre por aquellas tierras y cuando se casó con mi madre, siguió con la costumbre. Ella era de Toledo y según me ha dicho, al principio, el vivir en aquellas tierras de Marruecos le daba un poco de reparo, pero enseguida se fue acostumbrando y terminó siendo una auténtica experta en  regateo en el zoco.

 

En un accidente, durante unas maniobras, murió mi padre. Así pues, mi madre se quedó viuda con dos hijos, mi hermano de 3 años y yo de 6 y nos fuimos a vivir a Toledo.

 

La cosa económicamente estaba mal y no tuvo más remedio que tomar dos decisiones: una, enviarme a mí, que era la mayor, al colegio de Aranjuez y segunda, empezar de nuevo a coser, como cuando era soltera.

 

De la existencia del colegio de Aranjuez se enteró por el habilitado que le llevaba la cosa de los haberes, así que fue a ver al representante del Patronato en Toledo que le dio toda clase de detalles. Le dijo, que como mi padre había muerto en acto de servicio, si mi hermano, cuando fuera mayor, quería ser militar, tenía Beneficio de Ingreso para acceder a cualquiera de las Academias. ¿Y yo?. De mí no le dijeron nada, sólo que en Aranjuez había un colegio donde podía estudiar sin pagar un duro.

 

A medida que me he hecho mayor, he ido hablando con mi madre y siempre hemos tratado de evitar la conversación sobre  qué sintió cuando tuvo que tomar la decisión de mandarme al colegio. Conociéndola, sé que lo  pasaría muy mal y debió tener una lucha intensísima entre el cariño y lo que, consideró, era lo mejor para mí.

 

Debe ser muy duro para una mujer, romper su familia enviando a los hijos fuera de casa durante un montón de tiempo. Por eso, en cuanto ha podido me ha sacado, pero me he pasado 8 años en el colegio y no se me olvidará nunca lo vivido en él.

 

¿Por qué escribo esto?. Pues lo escribo porque la semana pasada estuve en un guateque en casa de mis tíos y conocí a cuatro pínfanos compañeros de mi primo. Nunca había tratado a ninguno y la verdad es que no tenía muchas referencias de ellos, pero la cosa es que, en las horas que estuvimos juntos, me pareció como si lo hubiéramos estado  siempre. Me sentí como una más de su grupo y así me aceptaron. Uno de ellos, con el que más tiempo estuve, con ese lenguaje tan pintoresco que ellos usan, me contó mil y una peripecia de su paso por los colegios y por eso, he pensado que yo tengo mucho que contar también y nada mejor que  escribirlo pues, aunque ya es tarde para hacer un diario, si recuerdo muchas cosas que no quiero que se me olviden.

 

Mi primer berrinche fue el día que mi madre me llevó para dejarme en el colegio. Hicimos el viaje los tres. Llegamos a aquél inmenso edificio y cuando se abrió la pequeña puerta del colosal portón, recuerdo que me agarré  a sus faldas  ya que, aquella monja que nos abrió con aquellos hábitos y aquella toca que le encuadraba la cara, me dio miedo, bueno a mí y a mi hermano. Habíamos entrado en la que, durante unos cuantos años, iba a ser mi casa, sin yo darme cuenta de ello .Mi madre estuvo hablando con ella y con otra que apareció por allí y que me llenó de carantoñas.

 

Llegó el momento de las despedidas. Mi madre me dijo que le diera un beso a mi hermano, que iba a estar tiempo sin verle y que yo me quedaba a jugar con muchas niñas que había allí. Todavía siento en mis labios el roce de la cara tersa de mi hermano y el de la cara húmeda de mi madre, pues no había podido reprimir unas  lágrimas. Con mi muñeca de trapo Fefa debajo del brazo y de la mano de la monja, traspasé aquel vestíbulo y antes de llegar a la puerta acristalada, me hizo volver la cabeza el llanto de mi hermano que quería que fuera con ellos. Eso es lo último que vi: a mi madre consolando a mi hermano, a la monja portera con la mano puesta en su cabeza llena de rizos rubios y a él llorando de forma desconsolada y diciendo “tata ven”, porque mi hermano me llamaba tata ya que Africa se le hacía difícil; luego le dio por llamarme “Kica” y con ese nombre me quedé en la familia. Eso es lo que vi antes de que, una vez cerrada la puerta, me echara a llorar con una congoja que era incapaz de controlar y que me hacía agarrar a mi muñeca como única tabla de salvación, mientras la monja me llevaba a encontrarme con mis nuevas amigas, según dijo.

 

A lo largo de mis años de internado he llorado muchas veces y por diferentes motivos, pero aquella llorera, aquél berrinche, ha quedado grabado en mi mente y no se me olvidará mientras viva.

 

Los primeros días  fueron muy duros para mí pues no conseguía habituarme a no estar con mi familia. Las monjas hacían todo lo posible porque me sintiera bien y ayudó un poco, el hecho de encontrarme con niñas de mi edad.

 

Me situaron en la que, luego supe, se llamaba la  5º Sección. Era donde estábamos todas las pequeñas y un día, al poco de llegar, vino una niña de las mayores que dijo que era mi “hermana mayor”. Se ocupaba de mi, me hacía la cama, me enseñó a ponerme el baby y el uniforme, a lavarme, sobre todo las orejas, y yo fui aprendiendo a aguantarme con los cuellos de plástico y a andar con los zapatos nuevos a pesar de que me comían  los calcetines.

 

Mi “hermana” me peinaba con una coleta, otras veces me hacía trenza y  cuando me estiraba el pelo me hacía ver las estrellas. Coleta llevé durante unos cuantos años hasta que decidí  que me cortaran el pelo ya que, las veces que nos podíamos lavar la cabeza eran escasas, una, a lo sumo dos al mes y como yo lo tenía muy largo, me picaba horrores. Al salir del colegio volví a dejármelo crecer y ahora  llevo otra vez trenza..

 

El dormitorio donde dormíamos las pequeñas era coqueto y se llamaba Santa Lucía. Nuestras camas eran pequeñas y parecían las de los cuentos y unas cuantas chicas de las mayores dormían con nosotras. Mientras dormí en ese dormitorio pude tener a mi muñeca Fefa encima de la cama y cuando tenía miedo o frío, las dos nos tapábamos con las mantas, incluida la cabeza y así nos quedábamos dormidas. No todas tenían la misma suerte, mi vecina de cama, Eli, no tenía muñeca. Era la segunda de cuatro hermanos; su madre vivía en Sevilla con los dos pequeños de uno y cuatro años, el mayor estaba en Chamartín. Alguna noche  la oía llorar tapada con las sábanas, lo mismo que ella a mí y eso debió ser lo que nos unió  y desde los primeros días fue mi mejor amiga junto con Fefa. Cuando me hice más mayor pasé a dormir a otro dormitorio  y  fue diferente; había cuatro filas de camas, dos pegadas a las paredes y otras dos en  el centro, unidas entre si por los cabeceros, pero de forma que donde una tenía el cabeza, la otra tenía los pies, dicen que era para que no hablásemos. En los extremos del dormitorio, una especie de camarilla con unas cortinas de tela, que es donde dormían las monjas que estaban a cargo nuestro. Aquel dormitorio, tan grande y tan oscuro, me daba miedo al principio y no podía taparme porque tenía que dormir con los brazos a la vista.

 

La comida fue otro problema. Yo era muy “ tiquis miquis” a la hora de comer y los primeros días apenas probaba bocado. Cuando me tuve que quedar yo sola sin poder salir a jugar hasta que no me comiese lo que me correspondía, empecé a descubrir que aquello era otro sistema diferente al que se usaba en mi casa..

El pescado no podía ni verlo y había veces que cuando me lo comía me daban arcadas, sobre todo con la caballa. Los garbanzos tampoco me gustaban nada y las patatas guisadas, las machacaba y me las comía como si fueran el puré que me hacía mi madre. Sí me gustaban mucho las galletas que nos daban de postre por las noches. La mermelada del desayuno, con pintas de cagalerilla, me la comía pasando la lengua por encima del pan y  empleaba éste para hacerlo sopas con el café. Conforme pasó el tiempo me fui acostumbrando y llegué a ser una ferviente devoradora de la sobreasada de las meriendas. Y cosas de la vida, el chocolate de tierra fue para mí un manjar, tanto es así, que, aun ahora, le digo a mi madre que me compre.

 

II

 

La Primera Comunión, representó para mi un gran acontecimiento. Cuando cumplíamos los siete años comenzábamos a prepararnos y cuanto menos tiempo quedaba más nerviosa estaba. Los vestidos iban pasando de unas a otras, año tras año. Como yo soy alta  y estaba muy delgada, el vestido que me quedaba bien de cuerpo, me estaba corto de falda, así que tuvieron que sacar todo el dobladillo  para que no fuera enseñando las pantorrillas. Cuando me hicieron la última prueba, me gustó mucho verme vestida como de novia. Y llegó el día, vinieron: mi madre, mi hermano y mis tíos y  primos de Madrid. No a todas les venía la familia, más bien les venía a las menos. Cuando mi madre, antes de la ceremonia, estaba colocándome bien el lazo del vestido que se me había soltado,  me dijo que quién era una niña que, con su misal en la mano, junto a uno de los bancos del patio, estaba venga mirarnos. Era Eli, que no perdía detalle de lo que hacíamos, sola y preciosa con su vestido, porque Eli era muy guapa; su madre no había podido venir a acompañarla en ese día tan señalado. Mi madre le dijo que viniera, estuvo hablando un rato con ella y antes de que nos fuéramos para empezar la ceremonia, le puso al cuello su cadena de oro, con una medalla del Sagrado Corazón, para que se le viera por encima del vestido y la tuviera durante la ceremonia. Creo que eso hizo a Eli feliz y más feliz todavía, le hizo el venir con nosotros para hacerse fotos y  comer. Desde entonces, el domingo que mi madre venía a verme, Eli salía con nosotros. Lo mismo que yo tuve una “hermana mayor”, pienso que, para Eli , mi madre era su otra madre.

 

Yo leía muy bien y tenía mucha facilidad para aprenderme poesías de memoria, eso hizo que de pequeña, con 8 años y luego, de más mayor, en más de una ocasión. fuera la encargada de leer, una veces y algunas recitar, una especie de bienvenida que les hacíamos a las visitas importantes.

 

La que más me impresionó fue cuando vino la Madre Superiora General,” La Buena Madre”. El colegio, los días previos, estuvo totalmente revolucionado con los preparativos. Las monjas querían que todo saliera bien y la Superiora viera los resultados de su labor docente. Yo debería tener unos diez u once años y me estuve preparando casi dos folios que me escribieron para que los leyera.

 

Al fin llegó el día, el colegio relucía como la patena y no digamos los suelos de madera que brillaban y olían a cera una barbaridad. Estábamos todas en el patio, formadas por orden de cursos con las pequeñas delante, con nuestros uniformes grises, nuestras blusas blancas con  pintas rojas y nuestra pajarita, antes, nuestros uniformes fueron negros. En el centro del patio ,estábamos una mayor y yo ,que éramos las que teníamos que leerle la bienvenida, con nuestras bandas, nuestras medallas y nuestro mejor aspecto.

 

Cuando entró y se dirigió hacia nosotras, acompañada por el consiguiente séquito, a mí me empezaron a temblar las piernas y noté que la boca se me secaba; hasta la vista se me empezó a nublar y en un trís que no me hice pis de miedo. Cuando llegó a unos dos metros, la monja con la que habíamos preparado la lectura, me hizo una seña para que empezara. Por más que hacía esfuerzos no había manera de que articulara palabra. La Superiora  debió hacerse cargo de la situación porque me dijo algo así como: ”No te preocupes hija, tranquila, verás que bien te sale”.

 

Eso fue como si me hubieran dado cuerda, fue terminar ella y yo empezar a leer a una velocidad que  ni respiraba. Cuando todo terminó y la tensión desapareció creo que, de lo relajada que me quedé, me hice pis de verdad.

 

La verdad es, que fue la primera vez que lo pasé tan mal ya que, en otras ocasiones, no me había pasado nada de eso, por ejemplo, cuando nos visitaban los cristinos, pero es que estos eran muy majos y además, nos traían regalos: patines ,bicis... Incluso ni  cuando venía “ papá Villalba”, que también me tocó leer en más de una ocasión, me había pasado nada igual, pero esta vez, me impresionó mucho ver de cerca a la Superiora General.

 

Las navidades eran unas fechas esperadas pues significaban vacaciones, vuelta a casa y sobre todo, la llegada de los Reyes. Pero no todas las niñas podían disfrutarlas en sus casas y las pasaban en el colegio. Yo por suerte no pasé ninguna, pero mi amiga Eli sí. Cuando llegaba  el día de comienzo de vacaciones y yo me iba, me daba mucha pena dejar allí a Eli y durante el tiempo que estaba con mi familia, me acordaba de ella y de cómo se lo estaría pasando. Luego, cuando volvía, me contaba lo que había hecho y según ella no se lo pasaban mal.

Colaboraban en hacer el belén que tenía hasta musgo de verdad y un río interminable de papel de plata. Jugaban mucho y para Reyes llegaban las sorpresas, hasta, en alguna ocasión, fueron los americanos de la Base de Torrejón y les trajeron regalos. A Eli, una muñeca y una caja de lápices de colores Alpino, caja que compartimos y que, por cierto, nos duró bien poco...

 

El tiempo pasa lento y rápido a la vez cuando estás interna. De los calcetines cortos pasé a las medias con el uniforme, de comerme los calcetines a hacerme tomates en las medias, esto último me causó más de un problema con el apartado Porte exterior. Pasé del dormitorio de la 5º Sección, al de la 4ª, el de el Niño Jesús, con las camas metálicas de color rosa y el escudo del colegio en la cabecera y de éste al de la 3ª. Lo mismo ocurrió con el comedor. Aquellas puertas que separaban unos de otros y que sólo permanecían abiertas en días  señalados, las fui traspasando poco a poco y el primer día que me sentaba en la mesa de a cuatro, en el nuevo comedor, no podía por menos de acordarme de lo pasado mientras estaba en los anteriores. Eso si, ansiaba poder estar en el último, en el de las mayores, pues eso sería señal de que faltaba poco para dejar el colegio.

 

Las mayores... conforme fui creciendo fui haciendo cosas diferentes que de pequeña no hacía y eso era, además de nuevas experiencias que ayudaban a que el tiempo pasara más deprisa, una forma de unirnos más a Eli y a mí. Parecíamos hermanas gemelas pues íbamos juntas a todas partes, incluso a postular cuando llegaba el día del Domund. Un año nos tocó en Aranjuez; no sé como nos las ingeniábamos, pero siempre nos tocaba la hucha del chinito con lo que a mi me gustaba la del negrito. Di que, a la hora de pedir, sonaba mejor “para los chinitos” que “para los negritos”.

 

El año pasado, nos tocó ir a postular a Madrid  el Día de la Banderita. La postulación la hacíamos bajo la dependencia de la mesa del Ministerio del Ejército. Allí nos llevaban en autobús, todas hechas un guante, vestidas con nuestras mejores uniformes. La mesa estaba instalada en la puerta del Ministerio en Cibeles, pero una vez que nos repartían la huchas, esta vez metálicas con una faja blanca con la cruz roja y la consabida cestita de mimbre con las banderitas , que tenían como mástil un alfiler, nos dispersábamos en parejas por La Gran Vía y calles adyacentes. Como es de suponer Eli y yo íbamos juntas y como  de costumbre, echamos unas monedas de nuestros pingües caudales, para que hiciera ruido la hucha al agitarla. Al principio íbamos por la calle asaltando a todo el que pasaba  y la suerte era dispar. Había transcurrido la mitad de la mañana  y a Eli se le ocurrió que podíamos probar a subir por las casas. No recuerdo muy bien que calle era, pero estaba cerca  de una confitería que se llamaba “La Violeta”. En los dos primeros portales no tuvimos mucha suerte, alguna peseta conseguimos después de subir y bajar escaleras como tontas, y  la hucha iba sonando más, aunque no gran cosa. En el cuarto portal no tuvimos suerte en los dos primeros pisos; cuando llegamos al tercero, nos cruzamos por la escalera con dos señores que salían de una misma casa. Decidimos llamar a esa puerta y nos salió una mujer muy emperifollada y repintada. Nos preguntó  qué queríamos y cuando nos vio con la hucha, se nos quedó mirando de arriba abajo y nos dijo que de donde éramos, se lo dijimos y ella nos preguntó si eso era el hospicio de militares. Como tampoco era cuestión de darle explicaciones, le dijimos que sí y entonces nos miró con cara como de pena. Nos dijo algo así como que ella había tenido un novio militar, que la quería mucho y que murió en la guerra. Entre tanto, llegó otro señor preguntando si estaba “La cordobesa”, la otra le dijo que sí pero que estaba ocupada, que pasase y se sentara un poco en la salita. A nosotras nos cogió la cesta con las banderitas y nos dijo que esperásemos un momento. Allí nos quedamos las dos en la escalera con la puerta entreabierta y oyendo muchas voces de mujer con las que hablaba la señora pintada. Al poco salió con la cesta y en ella un puñado de billetes y un montón de monedas.

 

Le dimos las gracias, ella nos dio un beso a cada una y salimos escaleras abajo, no digo que corriendo, más bien volando. Cuando llegamos  a la mesa y una de las señoronas encopetadas que estaban allí abrió la hucha, nos felicitó pues creo que fuimos las que, hasta ese momento, más dinero habíamos recaudado. ¿Hicimos bien? ¿No debimos hacerlo? Me acordé de una frase que nos decía una de las monjas en el cole: Dios escribe recto con renglones torcidos.

 

La comida que nos dieron en el Ministerio a todas las que habíamos participado en la cuestación, a la que asistieron un montón de señoras y militares, fue estupenda. Voy a copiar el menú, ya que  me guardé la cartulina  que teníamos cada uno de los comensales, en la que figuraba lo que íbamos a comer:

 

Crema Parmantier con costrones

Merluza a la vasca

Pollo asado al Jerez con guisantes, judías salteadas, champiñones y patatas fritas a la española.

De postre, piña con guindas al kirs y fruta

A Eli , a mí y al resto de mis compañeras, nos supo a gloria.

 

A las dos nos encantaba el cine, y nos lo pasábamos muy bien los fines de semana cuando ponían película, aunque, eso sí, con censura sobre la censura. Durante un tiempo llegué a pensar que cuando un hombre y una mujer de daban un beso de amor, la cosa consistía en ir acercándose las caras hasta llegar a una distancia de unos veinte centímetros pues, ahí, justo en ese momento, la monja de turno cortaba la proyección y la peli seguía en una escena completamente diferente. ¡ Menuda habilidad tenían para dejarnos a dos velas!.

 

Los fines de semana tenían un encanto especial, sobre todo los que el domingo venía mi madre. Al principio, mientras fue pequeño, venía con mi hermano, pero cuando llegó a la edad de poder ir al colegio de la Inmaculada, ella venía sola. Yo trataba de esforzarme para que las notas y la conducta fueran buenas y poder salir el domingo. En más de una ocasión me tocó tener que escribir una carta a mi madre diciéndole que no viniera porque estaba castigada y la verdad es, que lo sentía más por ella que por mí, aunque yo lo sentía un montón, pero  sé que ella sufría de no poder verme el domingo que podía.  Por eso, cuando venía a verme, apurábamos al máximo el tiempo del que disponíamos. Se nos amontonaban las cosas que contarnos. Las mías, giraban siempre en torno a mi vida colegial, eso sí, conforme fui haciéndome mayor, algo me iba a indicando que no debía contarle nada de lo malo que me pasase. Ella  me contaba sobre como le iba a mi hermano en el colegio, me traía recuerdos de mi pandilla de amigos, mientras paseábamos por los jardines  del Príncipe, eso sí, con Eli, cuando venía con nosotras, como testigo partícipe de nuestras confidencias.

 

Luego venía lo peor, la despedida. Llegué a odiar aquel portalón de madera, que cuando se cerraba la puerta pequeña por la que se entraba, me separaba durante un tiempo de mi madre Ella se hacía la fuerte, pero estoy segura que cuando iba  de regreso a casa, más de una lágrima derramaría, seguro. Hasta que volvía a venir, nos quedaban las cartas como medio de comunicación

 

Las cartas... menudo lío, también censuradas, las que mandabas y las que recibías. Una a la semana y tenías que elegir a quién se la escribías, porque una y nada más. La entregabas abierta y las recibías igual. Con el tiempo se iba estableciendo un lenguaje camuflado, como en las películas de espías, sobre todo cuando me escribía con mi pandilla de amigos. En cierta ocasión, Bea una compañera mía mayor, recibió una carta de unos amigos y la monja de turno había puesto:”Esas amistades no le convienen Srta. Martínez, procure no volver a contactar con esos chicos y en breve se lo comunicaremos a su madre”. Debieron poner alguna nota a su madre, pero les contestó que las familias de los chicos eran amigas suyas y que podía seguir carteándose con ellos. Conociéndolas, seguro que eso  les debió saber a cuerno quemado.

 

III

 

Aunque peor me sentaba a mí cada vez que me pinchaba  y mira que lo hacía veces y es que también hacíamos labores y yo, en la clase de costura, me lo pasaba bien porque me gustaba, a lo mejor era por todo lo que veía coser a mi madre, pero me llenaba de pinchazos, sobre todo con los pespuntes. Me gustaba el punto de cruz y el cordoncillo. En el sobrehilado me torcía todo lo que quería, no había manera de que consiguiera seguir la línea recta.

 

No se puede decir que yo haya sido una chica que haya tenido muchos problemas en el colegio, de estudios no he ido mal hasta la fecha, me gustan más la Literatura y el Latín que las Matemáticas, por eso, al aprobar la Reválida de cuarto, que por cierto nos íbamos a examinar a un Instituto de Madrid, elegí Letras .

 

De conducta ha habido de todo, sé lo que es estar encerrada en el cuarto de las banderas, estar castigada sin ir al cine, atravesarme yo sola, a oscuras, aquellos interminables pasillo, camino del dormitorio, porque me habían despachado del comedor, con el consiguiente pánico por la  sensación que tenía de que, algo o alguien, venía detrás de mía. He tenido que entregar bonos por mirar hacia detrás durante la misa o llegar tarde a la fila, incluso, por llevar tomates en los calcetines y no digamos por Urbanidad, cuando se me escapó en el comedor un eructo que ni de labrador.

 

Pero también he tenido suerte. El año pasado hice una apuesta con mis amigas, a que por la noche iba hasta donde dormía una de las monjas y abría la cortina. La verdad es que después de hacerla me arrepentí por el lío en que me iba a meter. Apenas cené esa noche, pensando en lo que venía después. Cuando nos metimos todas en la cama y la luz se apagó, dejé que transcurriera un rato aunque sabía que mis amigas estaban despiertas esperando acontecimientos. El dormitorio estaba en silencio absoluto sólo roto por alguna tos y el ruido de algún somier al darse la vuelta su inquilina. Me levanté descalza y fui avanzando, por el pasillo que formaban las camas, hacia donde se encontraba la cama de la monja. A través de alguna rendija de las ventanas entraba algo de luz procedente de la tenue  iluminación de la calle. Conforme iba aproximándome, era más la sensación de que las cortinas se movían, lo que quería decir que la monja estaba despierta. Poco a poco me iba arrepintiendo de haber  hecho la apuesta pero no me podía volver atrás. Las cortinas, detrás de las cuales estaba la cama de la monja, las tenía al alcance de la mano. Aun en la oscuridad, sentía en mi nuca la mirada de mis amigas y lo que sentía de verdad era un pavor que subía desde la punta de los pies hasta el pelo. Estaba sudando y me temblaba la mano. Toqué la cortina con los dedos y me pareció como si quemara. Sin casi respirar, fui corriéndola despacio y asomando la gaita por la rendija. ¡La cama estaba vacía!. No era cosa de que las demás lo descubrieran, así que muy chula, metí la cabeza por las cortinas, luego la saqué, las corrí otra vez y volviéndome hacia el dormitorio, donde suponía me estarían observando mis amigas, levanté los brazos en alto en señal de victoria, pero escasos segundos porque, a continuación, me pegué una carrera y me metí en mi cama con un tembleque, producto de los nervios, que hasta los dientes me castañeteaban. Al día siguiente, fui la heroína para mis amigas, pero me juré que no volvería nunca más a meterme en aventuras de esa  categoría.

 

 Como no tengo mucho tiempo, trataré de abreviar. Contaré que al final del curso pasado, mis tíos, que gozan de muy buena posición social en Madrid, le encontraron un trabajo a mi madre de primera oficiala, con muy buen  sueldo, en un taller de costura de un conocido modisto madrileño. Nos trasladamos a vivir a Madrid y la vida cambió para mi hermano y para mí. Él sigue en el colegio, pero ahora es completamente diferente, ya que todos los domingos puede ir a casa. A mi me dieron una beca y voy a un colegio también  de monjas y la verdad es que, quitado que voy a comer y dormir todos los días a casa, lo que es la vida interior en  el colegio no se diferencia de la que llevaba en Mª Cristina. Ahora que estoy fuera no puedo por menos de recordar los años pasados en ese colegio, en él fui: niña, adolescente y me hice mujer. Pasé de los calcetines , a las medias hasta la rodilla. De comer con ayuda, a saber manejar los cubiertos. Aprendí a distinguir entre “Sor” y “Madre”. Fui pasando sucesivamente de un dormitorio a otro, lo mismo ocurrió con los comedores, y con los patios de recreo. No tuve nunca patines, pero aprendí a patinar. Vi representaciones teatrales en el salón de actos y en alguna ocasión actué en ellas. Películas, tanto de risa como de miedo o patrióticas, las vi, unas veces sentada en  los bancos y otras por detrás de la pantalla, cuando estaba castigada y la monja que nos cuidaba se dormía. Hice mil y una formaciones en el patio vestida con mis mejores galas. Viví el cambio de uniforme. Me aprendí canciones de todo tipo: religiosas, militarse, festivas. Aprendí motes, y a escribir en clave. Los jardines del Príncipe y de la Isla no tienen secretos para mí. Hice excursiones a Ontígola y el Secano. Ejercí empleos de lo más variopintos. Pasé de no saber hacerme la cama a repartir los “líos”. Adquirí habilidad en sacarle brillo a la tarima del suelo con una bayeta en cada pié. Recé. Hice ejercicios espirituales. Me aprendí de memoria la letanía y los misterios del rosario. Me acostumbré a hacer tablas de gimnasia con pololos. Me quedé colgada de las espalderas como un auténtico chorizo. Salté algún aparato que otro, no muchos. Alguna vez, conseguí  que al levantarme el día de San Valentín, me encontrase que la zapatilla que había tirado al aire la víspera, una vez se apagaron las luces del dormitorio, había caído con la suela para abajo. También es verdad, que la mayoría de las veces, el papel con el nombre del chico que me gustaba, había sido el que se fue por el water. Traspasé en uno y otro sentido cientos de veces el portalón que me separaba del mundo exterior y de los míos. Llevé bandas  de diferentes colores y anchuras, medallas y condecoraciones; incluso he conseguido donaciones para el Día de la Banderita en una casa de citas. Me aprendí de memoria lo que ponía la placa que había en el vestíbulo de la  entrada, antes de traspasar la puerta de cristales: ”SU MAJESTAD EL REY ALFONSO XII Y EN SU NOMBRE SU AUGUSTA MADRE...”. Lloré, lloré mucho y reí también mucho. Sufrí algunas veces viendo como alguna compañera, paseaba su sábana señalando su “pecado”: el haberse orinado por la noche. He aprendido a valerme por mí misma, a compartir penas y penurias con mis compañeras, a no hacer a mi madre partícipe de mis pesares, para evitarle disgustos. He hecho amigas de las de verdad, de las que no olvidaré nunca, al menos eso es lo que creo.

 

Cuando me despedí de mi amiga Eli, lloramos las dos, dijimos que volveríamos a vernos pero sé que eso será cada vez más difícil. Algún domingo iremos mi madre y yo a verla, pero llegará un momento en que eso no será así y nos iremos distanciando, aunque siempre me quedará aquí dentro su recuerdo.

 

Poco a poco, seguro que las caras de mis compañeras se me irán desdibujando, lo mismo que los recuerdos, por eso estoy escribiendo esto; aunque, quién sabe,  puede que, dentro de un montón de tiempo, haya algún  sistema por el que podamos volver a ponernos en contacto e incluso  reunirnos, los que pasamos tantos años  en los colegios de huérfanos.

 

 Entonces volveré a encontrarme con ellas, con las que sufrieron y se divirtieron conmigo. Y todas volveremos a ser un poco niñas, como ahora. Y unas a otras nos ayudaremos a recordar lo vivido en estos años. A algunas no conoceré y me tendrán que decir: ”Oye, ¿no te acuerdas de mí?”. Es probable que, cuando pregunte por alguien, me digan: ”Pues ya tiene nietos” o “La perdí de vista  y no he vuelto a tener noticias de ella” o “Me carteo con ella, vive en el extranjero” o, por desgracia, ”Murió hace un par de años”. Y a mí, me  dé la sensación de que las estoy viendo como  ahora, con sus babys de rayas blancas y rojas.

 

Por eso escribo esto, y por eso, en mi habitación, tengo la foto de Eli, de Primera Comunión  y a mi muñeca Fefa, compañeras inseparables  y testigos directos de mi paso por Mª Cristina.

 

A vosotras

 

Lucas 

Abril de 2006