RECUERDOS DEL COLEGIO DE LAS MERCEDES


Por Tomás Gamero García
Antiguo alumno del Colegio de las Mercedes

CAPÍTULO 1.- La Entrada 

Una mujer vestida de negro, joven todavía, y un niño pequeño con una maletita de ésas que llaman cabás, en la mano, subieron unas pequeñas escaleras que conducían a una puerta en la que se podía leer "Colegio de Las Mercedes". Hijas de la Caridad. La mujer tocó el timbre.

- Buenas noches, sor- saludó con voz muy queda.

- Buenas noches, contestó una religiosa con una cosa muy rara en la cabeza, - al niño le pareció una gran caperuza muy tiesa-. Soy sor Rosario. Tú serás un nuevo alumno ¿no?, eres de los últimos en incorporarte. ¿Cómo te llamas?. El niño, asustado, se agarró a las rodillas de su madre llorando en silencio, mientras en un susurro decía: Me llamo Juan.

- Es muy pequeño- comentó la madre. No tiene ni cinco añitos.

- Y,  ¿Cómo lo ingresa tan pronto? preguntó la sor.

- Eché la solicitud creyendo que me lo cogerían a los siete años, pero me ha venido aprobada y me han dicho que si renuncio pierdo la plaza. Tengo otra hija en el colegio Mª Cristina, pero ella es más mayorcita, tiene 11 años. La madre cogió en brazos al niño y empezó a caminar detrás de la monja. El pasillo le pareció un poco estrecho y mal iluminado ( luego observó una bombilla fundida), pero por contra las paredes eran de color claro y el suelo relucía de puro brillo.

- Están en el comedor, cenando. Venga, venga. Cuanto antes entre, mejor. Y diciendo ésto arrebató al niño de los brazos de su madre, tan deprisa, que a ésta no le dio ni tiempo a darle un beso. El cabás se cayó. Al momento la monja lo puso en las manos del niño que, para entonces ya lloraba desconsoladamente, casi a gritos.

- Váyase, váyase. Es mejor así. El quedarse no le hará ningún bien. Ni a Vd. , ni a él. A Juan el comedor le pareció muy grande y las enormes mesas de mármol aún más. Alrededor de éstas había bancos de madera, con niños y niñas que comían algo parecido a una sopa. Sor Rosario le colocó en la esquina de un banco cerca de la puerta. En cuanto la monja se volvió, aprovechó para, con un movimiento brusco, echar a correr y , de un empujón abrir las puertas abatibles, enfilando el estrecho pasillo.

- ¡Cogedle, cogedle-! gritaba Sor Rosario a la vez que emprendía una veloz carrera detrás de él.

- ¡Mamá, mamá ! gritaba el pequeño. De repente una puerta se abrió, y de ella salió una monja menuda y regordeta.

- ¡Sor Lucía, rápido! ¡Cójale!

En un plis, plas, Sor Lucía agarró por la cabeza a Juan. Éste, por mucho que tiraba no podía deshacerse de su contrincante y continuar su huida.

- Ven aquí, rapaz. Párate.

Al verse cazado, comenzó a patalear y gritar hasta que, viendo que no conseguiría sus propósitos, se tiró al suelo cuan largo era,  a la vez que movía brazos y piernas con todas sus fuerzas.

- Tiene una rabieta- Ya se le pasará, oyó decir a alguien.

CAPÍTULO 2.- La primera Noche 

Le despertó el sabor de las patatas cocidas que había cenado. Enteras, se las comió enteras. ¡ Qué diferencia con las de casa !,  que su madre se las chafaba.

- Déjame que te las chafe con el tenedor- te las comerás mejor. Y era verdad, estaban más blanditas y mas sabrosas. Tenía mucho frío. Acurrucado como un caracol hacía lo posible por dormir. No podía. A través de aquella enorme persiana metálica entraba un helor que le impedía cerrar los ojos. La luz de las farolas de la calle y el movimiento de las hojas de los árboles formaban sombras extrañas que trataba de descifrar: ésta parece un perro, aquella tiene forma de mesa... una nube con forma de borreguito... Eso, podía contar borreguitos... u ovejas... o simplemente contar... No podía. Ahora el viento era más fuerte y silbaba a través de las rendijas de la gran puerta que daba al patio.

- ¿Qué te pasa?- Oyó que le preguntaban. Se volvió. En la cama de al lado, divisó en la oscuridad un chico moreno y de grandes ojos que brillaban como los de un gato.

-¿Eres nuevo? ¿no?. Yo entré anteayer. Me llamo Andrés. Tengo seis años y soy de Sevilla.

- Yo me llamo Juan y vengo de Remolí, un pueblo de Toledo. En diciembre cumpliré los cinco. No quiero estar aquí. Me escaparé.

- No podrás. Está todo cerrado. Siempre vamos en fila y nos cuentan infinidad de veces. Nos cuidan unas chicas que nos obligan a ducharnos y lavarnos los dientes.

- ¿Qué es eso?- dijo- señalando mi cabás.

- ¿Mi cabás! Exclamé dando un salto. ¡Creía que me lo habían quitado!. Lo abrió, rebuscó en su interior y sacó una bolsa de caramelos de menta - los que más le gustaban-. Ofreció uno a Andrés que, de un manotazo lo cogió, quitó el papel y se metió en la boca en menos que canta un gallo.

-¡Qué rico!... Pero, ¡ Guárdatelos !. Que no te los quiten. Los mayores son unos abusones. Ya lo verás. Con el sabor dulce del caramelo, Juan se durmió. Entre sueños oyó las tres, las cuatro, las cinco, las seis... y un poquito antes de que diesen las siete...

-¡Arriba, arriba! ¡gandules! ¡A levantarse!. Casi todos se dieron la vuelta y se volvieron a arropar, en una actitud de ruego más que de desobediencia. Juan saltó de la cama medio dormido. Pegó un empujón a Andrés, éste se volvió protestando.

- ¿ Y ahora qué hay que hacer ?- preguntó Juan

- Nos tenemos que lavar la cara y los dientes y peinarnos. Cogió el cabás y sacó una pastilla de jabón, pasta de dientes, el cepillo y el peine. Observó que los demás cogían su toalla. Él no tenía, pero al momento se acercó una chica - la misma que les había despertado- que le dejó un montón de ropa encima de su cama.

- Toma, tu número es el 77.  Cuando vayas a casa que te lo marquen todo.

- Volver a casa - pensó Juan.  Si su madre apenas tenía para malcomer.  ¿Cómo le iba a sacar siquiera de fin de semana?.

Una voz le apartó de sus pensamientos.

- ¡ Venga, venga ! ¡ A lavarte ! ¡Qué llegas tarde al desayuno!

El agua estaba muy fría. Se lavó, tal y como le dijo Andrés, las manos, cara, orejas y se mojó el pelo, que peinó con rabia. La cuidadora no se apartó de él hasta que acabó. 

CAPÍTULO 3 : El Papa

El desayuno consistía en leche, con mucha nata - gorda y pastosa- y galletas. Juan no se lo pudo acabar pues la nata le daba arcadas, a punto estuvo de vomitar. No comió nada. A media mañana les dieron un trozo de pan y chocolate. Ésto ya le gustó más.

- Si pones el chocolate en el radiador se derrite y sabe más bueno-  le dijo Andrés. Y era verdad. ¡Estaba exquisito! ¡Qué suerte poder compartir las cosas con alguien!. Los niños se habían vuelto inseparables y eso que no tenían nada en común. Juan era alto, desgarbado, muy tímido. Andrés lo contrario, bajito una flecha para todo y con una alegría propia de los andaluces. Al principio Juan creyó que era por los caramelos, pero cuando éstos se acabaron, Andrés siguió a su lado como si de hermanos se tratara. Les unía una especie de afecto mezcla de desilusión y soledad. Eran huérfanos. Ya se encargaban las buenas madres de recordárselo cada dos por tres:

- Lo hacemos por vuestro bien- les decían. Si vuestros padres vivieran estarían orgullosos de vosotros. Y pensad el sacrificio tan grande que las mamás hacen al apartaros de ellas y traeros al colegio para que os hagáis hombres de provecho. Andrés no se lo que pensaba - no se lo pregunté nunca-. A mi se me helaba el corazón y no lloraba de pura vergüenza. Ya estábamos acostados. No nos quitábamos el jersey para paliar un poco el frío que teníamos, y más por la noche, que bajaban la calefacción. Serían las cinco de la madrugada.

-¡ Levantaos ! ¡Pronto, pronto! ¡ Se ha muerto el Papa !. Sor Rosario corría arriba y abajo por el dormitorio echando las colchas para atrás. ¡Venga, venga! Medio dormidos, y algunos dormidos del todo, hicimos ademán de coger las toallas, pero Sor Rosario nos dijo que no hacía falta que nos lavásemos.

- ¡Todos a la tele! ¡Todos a la tele!. Agolpándonos unos tras los otros y sin entender mucho qué pasaba y el por qué de tantas prisas nos sentamos en la sala de la TV. Tanto frío hacía que el vapor salía de nuestras bocas al respirar.

- ¡Mirad, mirad! ¡El papa! ¡ha muerto!- gritaba casi llorando Sor Rosario. Con cara de bobos miramos la pantalla que nos ofrecía la imagen de una persona que sería la del Papa pero que no conocíamos de nada, con unas túnicas muy largas. Me llamó la atención su gran nariz y el gorro

puntiagudo- enorme- que tenía en la cabeza. Rezamos un rosario y nos volvimos a la cama. 

CAPÍTULO 4 : Vacaciones de Navidad

Carta de mi madre. Yo ya sabía leer y escribir, así que tendría sobre los siete años. " Estas Navidades las tendrás que pasar en el colegio, pues no te puedo traer a casa". Ya no lloré. No valía la pena. Otras vacaciones más sin salir a casa. No lloré pero si rompí la carta en mil pedazos, de rabia. Para colmo nos habían puesto trabajo de Religión y quería salir para poder conseguir algo de material. Me había empeñado en llevarme algún premio y así hacer méritos para que mi madre me sacara algún fin de semana. ¡Cómo si de ella dependiera!. Andrés y yo, con mucho tiempo libre, nos las ingeniábamos para pasarlo lo mejor posible. Recorríamos todos los rincones del cole, sobre todo los prohibidos. Bajábamos al sótano - que no se podía -; era inmenso. Allí

estaba la lavandería, con grandes máquinas, las calderas también eran enormes y ruidosas y lo que más nos gustaba era el almacén dónde guardaban  los alimentos. Jamás nos comimos nada, excepto la leche en polvo ( qué rica estaba! En esos grandes bidones. Los vacíos los utilizábamos para escondernos e incluso rodar dentro de ellos. Había chicas que planchaban. Nos las ingeniábamos para que nos diesen chocolate y caramelos. Las más cariñosas nos abrazaban y nos besaban diciendo que nos parecíamos a su hermano pequeño o a algún sobrino. ¡A nosotros nos encantaban estas efusiones de afecto!. Allí fue donde encontré los dibujos ¡eran muy bonitos!  ¡y justo lo que buscaba!. Había todo tipo de ángeles , pero uno en especial que ya lo veía en la portada de mi trabajo.

- Deja eso que nos la cargamos- me dijo Andrés -. ¡Pero si están en la basura! . Cuando me lo calque los volveré a dejar aquí. Pero se me olvidó devolverlos a su sitio, se quedaron en el pupitre de clase. Ni me volví a acordar de la libreta...Cuando empezamos de nuevo las clases tuve la mala suerte de que, al pasar Sor Rosario cerca de mi sitio, la libreta cayó al suelo. La cogió y extrañada comentó: ¡Mi libreta! ¿Dónde la has encontrado? ¿No me la habrás quitado?. Me quedé de piedra, tan de piedra que no pude articular palabra. Me puse tan nervioso que comencé a tartamudear y solo pude decir: Andrés, explícale tú lo que ha pasado. Y Andrés, con su desparpajo habitual contó con pelos y señales lo que había pasado, recalcando muchas veces que nos la habíamos encontrado en la basura. No se si Sor Rosario le creyó, pero cogió la libreta y no dijo ni pío. Y yo allí de pié, mudo y con cara de tonto. Presenté el trabajo. Quedé en segundo lugar. El primer premio fue para una niña - a mi me pareció una cursi - que había salido de vacaciones a casa, y por tanto, tuvo ventaja a la hora de hacerlo.

- No es justo- Le dije a Andrés. Me he esforzado mucho más que ella y con menos medios.

- ¡Qué más da! ¡Si el premio no valía nada!. Total una caja de pinturas....

- Ya , ya, pensé yo... Con lo bien que me hubiesen venido...

- Venga, vamos a jugar con el Mecano.

¡El Mecano! ¡Mi primer juguete importante!. En Navidades, los que no íbamos a casa, no lo pasábamos mal. Quitando que no veíamos a la familia, las monjitas intentaban hacernos las vacaciones más llevaderas. Comíamos algo mejor. Al ser menos estaban más pendientes de nosotros... hasta nos hacían escribir la carta a los Reyes. Yo pedí un mecano y unos libros- los libros eran una recomendación muy especial de ellas-. Nos sacaron una tarde a pasear por el Centro . Nos llevaron al cine, vimos una de un romano muy forzudo ¿Espartaco?, que ayudaba a todo el mundo. Creo que también salía Jesús, de mayor. Después echamos la carta en un buzón que había al lado de un sillón muy grande, pero me llevé una decepción, pues allí no había ningún rey, igual al vernos con el uniforme se asustó y se fue...¡6 de Enero! ¡Los Reyes!. La noche anterior habíamos dejado los zapatos con nuestros nombres en una de las clases que, durante las vacaciones, era sala de recreo. Después del desayuno se presentó un militar, que a mi me pareció imponente. - de mayor seré militar- le comenté a Andrés. Uno a uno nos fue nombrando y entregando los regalos- ¡Un mecano!... y dos libros de Salgari. Lo cuidaba como el mayor de mis tesoros. A Andrés le dejaba jugar pero constantemente estaba repitiendo que tuviera mucho cuidado... a veces se enfadaba - menuda perra tienes con tu mecano-. Estuvo por casa durante algún tiempo, hasta que en una de las muchas mudanzas lo perdí o mi madre lo tiró... vete tú a saber. 

CAPÍTULO 5 : El Domund 

El día del Domund, nos mandaban a postular por el barrio. Todos queríamos ir, así por lo menos veías la calle. -Solo podéis ir hasta la casa del médico- nos recalcaban una y otra vez.

- Si nos la conocemos muy bien - pensaba yo. La casa daba a las traseras del solar - nuestro patio de juegos-, por tanto cada vez que dábamos un patadón al balón y se nos encalaba teníamos que ir a por él, pues por mucho que chillásemos ¡el balón! ¡el balón!, nadie nos lo devolvía. Nos turnábamos para salir a buscarlo, ya que lo teníamos completamente prohibido, pero nos saltábamos la regla. Salíamos a la calle, dábamos la vuelta a la manzana, muy despacito, como saboreando ese momento de libertad y llamábamos al timbre de la casa. De ella salía una chica, con uniforme, que, con muy mal genio, nos devolvía el balón. - Ha dicho mi señora que es la última vez que os lo devuelve, que la próxima se lo quedará para ella, que tengáis más cuidado y que deis las gracias a su marido que es el que dice que os lo devuelva, que si por ella fuera, no lo haría...A veces lo tirábamos aposta para poder salir y dar esa vueltecita que a nosotros nos parecía la mayor libertad del mundo.

- ¡Que he recaudado más que tú!, me gritó un compañero a la vez que con la hucha me daba un golpe en la boca. Vi rayos, estrellas y todos los planetas. ¡Qué manera de dolerme los dientes!... Pero lo peor fue que al mirarme en el espejo vi horrorizado que me había partido uno de los de delante. Estuve unos cuantos días sin poder comer. No me lo he arreglado y creo que no me lo arreglaré nunca. Con los años se han ido igualando, pero todavía se ve uno más pequeño que el otro. Con el buen tiempo nos llevaban a un solar anexo, muy grande, que no se quién hacia el favor de dejárselo a las monjas para que pudiésemos jugar. Había muchos árboles. Cuando hacía calor en vez de jugar al fútbol, Andrés y yo nos entreteníamos en coger orugas... no nos daban ningún miedo y eso que decían que si las tocábamos nos picaban las manos y nos salían ronchas... pues a nosotros no. Con sus pinchitos eran unos bichos bastantes feos pero a nosotros nos parecían preciosas. Las poníamos en fila, pasaban por debajo de puentes hechos con piedras... se nos asemejaban a un ejército haciendo instrucción. También cogimos un gorrión - se caería de algún nido -. Lo escondimos en el wáter. Le llevábamos miguitas de pan y agua. Nos poníamos un trocito en la lengua y el animalillo ni atinaba... era muy pequeño. Dentro de nuestra ingenuidad pensábamos que se haría grande y le echaríamos a volar desde la terraza y volvería a ser libre. Se murió a la semana siguiente. 

CAPÍTULO 6 : La Tómbola 

Creo que era la fiesta de la Inmaculada. Las monjitas la celebraban por todo lo alto, nos dijeron que tendríamos una gran sorpresa. Nos encontrábamos en la terraza del primer piso, dónde subíamos algunas veces a ver un poquito de calle y los coches. Andrés y yo estábamos acostumbrados a vagar por los pasillo sin que nadie nos vigilara. Subíamos y bajábamos, entrábamos y salíamos... Si oíamos algún ruido sospechoso nos escondíamos en los sitios más inverosímiles. Con el tiempo nos convertimos en expertos del camuflaje. Recorríamos los dormitorios, el de los mayores estaba en el primer piso - era enorme-; en el segundo piso estaba el de las niñas, a ése no entrábamos... ni a ése ni a una puerta que para nosotros era secreta e inaccesible: la de la Comunidad de las monjas. Yo entré una sola vez en todo el tiempo que estuve allí y fue porque me puse enfermo y sor Rosario me metió a ponerme el termómetro. A las monjas estaba prohibido verlas comer, rezar... cuando íbamos de excursión me llamaba mucho la atención que, para comer se ponían delante una sábana que nos impedía verlas comer y lo que comían... circulaba el chismorreo de que comían muy bien, incluso que bebían vino. Oímos unos golpes que procedían del solar contiguo. Me asomé- ¡Caballitos! ¡Caballitos! ¡Están montando unos caballitos! ¿Serán gratis?. - No lo sé. De todas maneras no pienso pagar- contestó Andrés. Montaron los caballitos, una noria y una tómbola. Todos esperábamos con nerviosismo que llegara ese día. -No os va costar nada- nos dijo Sor Rosario. Os daremos unos vales como si fuesen dinero y os los gastáis como queráis. Nos montamos no sé cuantas veces en todo. Cuando las encargadas de poner en marcha las atracciones ( todas eran chicas) se daban la vuelta, nos subíamos de un salto. Al ir todos vestidos igual, no prestaban atención de quienes éramos...

- Voy a echar a la tómbola- le comenté a Andrés.

- Prefiero seguir montándome en cosas- Ve tú.

Compré algunos boletos. No me tocó nada, pero en uno de ellos había un número valedero para un sorteo especial que se haría al final del día. La hora llegó. Sacaron tres números para tres regalos gordos. Nada. - ¡Y ahora el regalo estrella! ¡Una estupenda turmix!. Ya me alejaba de la gente, pues no sabia qué demonios podía ser aquella cosa. De repente miré el boleto y comprobé, asombrado, que coincidía con el número que acababan de sacar.

- ¡Aquí, aquí! ¡Lo tengo yo! ¡Yo!. Me hicieron subir al mostrador de la tómbola, me entregaron una caja y, ese día recibí uno de los mayores aplausos de mi vida. Con la caja en alto -como si de un trofeo se tratara- la gente comenzó a aplaudirme y a gritar ¡bravo! ¡bravo!. No entendía nada. Sor Rosario me recogió el regalo y dijo que me lo guardaría hasta que fuese a casa y se lo llevara a mi madre. Al día siguiente después de clase, volví a entrar a por unas pinturas que necesitaba. No había nadie. Miré a la ventana, encima de una especie de poyete que tenía ¡estaba la turmix!. Me acerqué, la saqué de la caja, busqué un enchufe y la puse en marcha... Aquello empezó a crujir como si se rompiesen todos los cristales del mundo. Me di un buen susto. Miré y vi que la parte de arriba que era de cristal estaba hecha añicos... En un momento guardé todo en la caja y la volví a su lugar. Todos los días rezaba para que a Sor Rosario no se le ocurriera enseñarla... Alguien me escuchó. Al llegar el día que me iba de vacaciones:

- Madre, ¿Puedo coger el regalo que me tocó en la tómbola y llevármelo a casa?. Me dijo que sí. ¡Estaba salvado!. Lo que no había pensado es en lo que le iba a decir a mi madre cuando la viese rota. Al bajar del tren...

- ¡Qué bonita es ! ¡A ver, a ver!. Cuando se dio cuenta de que estaba rota solamente dijo:

- Habrá sido de un golpe en el viaje. No pasa nada. A lo mejor alguna vecina tiene una igual y me deja la parte de arriba para hacer mayonesa.....!!!Lo que no se les ocurra a las madres...!!! 

CAPÍTULO 7: Paperas y Primera Comunión

La Primera Comunión se hacía a los siete años. Como era bastante alto y me sabia el catecismo Sor Rosario habló con mi madre y convinieron en que la haría a los seis. Así que coincidí con Andrés mientras nos preparábamos. En clase hacíamos competiciones de Catecismo. Primero Sor Rosario nos preguntaba y nos iba eliminando hasta que quedábamos cinco. Entre nosotros nos preguntábamos y nos íbamos eliminando. En una de éstas quedamos finalistas Andrés y yo. Hice todo lo posible porque así fuera - le soplé unas cuantas respuestas -. Él se lo estaba pasando en grande, pues su fuerte no era precisamente el estudio. Al pasar a su lado le susurré:

- Como me ganes te parto la cabeza- . Sin darle la mayor importancia comenzó a silbar y a reírse.

Empezaron las preguntas. La primera y segunda ronda terminamos empatados. A la tercera le hice una pregunta un poco complicada, pero se la supo. Contraatacó con una dificilísima -se la contesté bien -. Yo ya me estaba cansando, así que en una de aquellas me despisté y fallé.

¡Ganador y fajín de honor! Andrés Rubio. No volvimos a hablar del asunto. Pasados unos días:

-Fallaste aposta- me dijo Andrés. - Eres idiota o qué- contesté. Tu has ganado con todo merecimiento. La última pregunta no me la sabía. Aunque el colegio tenía una pequeña capilla, la Comunión la hacíamos en una Iglesia contigua a la casa del médico. Allí ensayábamos lo que teníamos que hacer ese día. Una mañana, no había desayunado nada - como casi siempre - la nata de la leche era superior a mis fuerzas y las galletas no me entraban secas. - Te toca, Juan-  me dijo Sor Rosario. No oí más. Se me nubló la vista y caí al suelo redondo como un tronco. Me desperté en la enfermería.

- Tienes mucha fiebre- comentó Sor Asunción, la madre enfermera. - Llamaremos al médico. Al cabo de un rato apareció un ser menudo, encorvado y con un traje lleno de lamparones. Olía a tabaco. Me auscultó y después de un momento pensando dijo:  Este chico tiene paperas.

Se estaba bien en la enfermería. No había ningún enfermo más, así que Sor Asunción - que me conocía de darme clases de Lengua- me daba todo lo que le pedía.

- Quíteme un rato estas cataplasmas. Me pican muchísimo.

- Pero por poco rato. Ya sabes que te tienes que poner bueno para poder hacer la Comunión. Ya verás lo guapo que vas a estar con tu uniforme de marinero.

- Yo quiero ir de Almirante, Madre.

- Déjate de bobadas. El traje de marinero es más bonito, el de almirante con todos esos colgajos pesa mucho. Y se quedaba tan ancha, y además me convencía. Por las mañanas cuando me traía la leche le decía muy despacito:

- Madre, podría quitar  la nata. No me gusta. Me dan arcadas.

- Arcadas, arcadas, eres un caprichoso. Bueno, te la quitaré. Y me traía la leche más limpia que había visto jamás. ¡Lo rica que estaba!. ¿Por qué no nos la darían así en el comedor?. Mi madre vino a verme toda nerviosa y preocupada por si no me curaba a tiempo. Sor Asunción la tranquilizó y le comentó - entre risas- que era un niño muy mimado, pero fuerte como un roble.

También aprovechó para preguntar las cosas que necesitaba para el día de la Primera Comunión.

- No se preocupe, se lo damos todo. Bueno, el traje lo tiene que devolver, se lo puede llevar a casa para las fotos... ¡Y cuidado con mancharlo!. Cuando la madre salió un momentito de la enfermería, la mía aprovechó para sacarme unos cuantos plátanos - estaba totalmente prohibido traernos comida-.

- Venga, comételo deprisa, no vaya a venir. Y yo me los comía hasta que me atragantaba ¡Me sabían a gloria bendita!

Y llegó el gran día. Nos llevaron al dormitorio de los mayores. Encima de cada cama teníamos todo lo necesario para vestirnos. Inmaculadamente limpio: ropa interior, calcetines... los zapatos me venían un poco grandes y Sor Rosario lo arregló poniéndome algodones, como podía andaba intentando no tropezarme. También el rosario y el misal, pero eso creo que nos lo compraban nuestras madres.  La ceremonia fue muy bonita. El yo renuncio.... todavía tengo fotos con Andrés- nos pusieron de pareja - y algunas del convite.

- ¡Banquete, banquete!, nos van a dar un banquete, comentábamos entusiasmados.... bollos, chocolate, bocadillos.... que, acostumbrados a la comida diaria, nos pareció un gran banquete... ¡Ah! ¡La leche no tenía nata!. Mi madre me regaló un reloj, a mi me pareció precioso, pero más que nada la importancia de que ya era mayor para llevar reloj. Mi madre no me quiso comprar ninguno hasta que no hiciera la comunión. Era un Festina, redondo, con los números muy grandes.

- Es de cadete. Cuídalo. No lo pierdas, que no te lo quiten, no se lo dejes a nadie... Me ha costado muchos sacrificios comprártelo. Y no lo perdí.... aún lo conservo como oro en paño. 

CAPÍTULO 8 : Salimos a comprar

Como premio, a los más aplicados, la Madre Superiora nos llevaba a comprar con ella. Íbamos al centro.Yo no conocía el metro. Me pareció una cueva hondísima, húmeda y fría. No me gustó. La Superiora me llevaba de la mano y me preguntaba cosas, haciendo que, poco a poco, estuviera más tranquilo. Me causaba mucho respeto, bueno a mi y a todos. Pero intentaba hacerlo lo mejor que podía.Me apabulló tanto coche. La ciudad me pareció negra y triste, como llena de niebla. Los coches todos de color negro, menos algunos que llevaban una franja roja. Sí que me gustaron los autobuses, sobretodo los de dos pisos, además la madre me dejó subirme solo arriba, y fue maravilloso. Fuimos a unos grandes almacenes a comprar ropa para los niños y niñas del cole. Nos atendían con mucha amabilidad. Después fuimos a una zapatería grandísima y allí me pobre muchas botas "Gorilas", que era las que mi madre siempre me quería comprar pero no podía.Comimos unos bocadillos sentados en una terraza, el mío - grandísimo- era de calamares, de beber una zarzaparrilla. ¡Qué bueno me supo todo!.

- ¿Qué quieres de postre? - Los ojos se me fueron a los helados.

 - Tomate el que quieras. Pedí uno de chocolate, que no olvidaré jamás - era enorme- y para que me durará más me lo fui comiendo muy despacito.

- Límpiate, que nos vamos -.

Parecía un porteador de esos que salen en las películas de la selva, todo lleno de paquetes. Pero no me importaba ni me pesaban. Me lo había pasado tan bien que cuando llegamos al colegio y  - en un exceso de confianza- le dije:

- Madre, cuando quiera me vuelve a sacar otro día.

- No hijo, no podrá ser. Cada vez os toca a uno distinto. Adiós y gracias... y me metió unos cuantos caramelos en el bolsillo. 

CAPÍTULO 9. Decisión irrevocable 

Ya tenía nueve años y estaba preparándome para el examen de ingreso, me sabía bastante bien la Enciclopedia, así que creía que me dejarían presentar. Andrés se presentaba y yo quería hacerlo también. Habíamos planeado hacer Bachiller en la misma ciudad, en otro Colegio que tenían los militares dónde se hacía hasta 4º y Reválida y nos habían dicho que se podía salir sin autorización.

- Es muy pequeño,- dijo mi madre a Sor Rosario.

- Pues, si Vd. quiere, le dejamos un año más, total como cumple los años en diciembre, no se nota tanto.

- De acuerdo. Lo que Vds. Digan. A mi me fastidiaron bien. Yo quería hacer el examen. No es que estuviera mal en el cole, pero ya me apetecía salir todos los fines de semana y sobretodo lo de fumar me atraía mucho. Fui a hablar con la Madre Superiora. Era extraño, pero no estaba nada

nervioso. Se lo expliqué todo. No había solución. Ya habían decidido, con el beneplácito de mi madre, que me quedara un año más, y que, en vez de hacer el Bachiller en la misma ciudad, me iría a Galicia, donde las Madres tenían otro colegio.... y así no cambiaba de monjas. Me puse furioso. No quería ni estarme un año más allí, ni irme tan lejos. No había nada que hacer. Estuve unos cuantos días enfadado. Tanto es así que Sor Rosario me tuvo que llamar la atención por mi mal comportamiento.

- Juan. ¿Qué te pasa?. Estás muy alterado. No te sienta nada bien hacerte mayor. Lo hacía aposta. Imaginaba que al portarme mal ya no me querrían allí... pero nada. Y llegó el verano. Me olvidaría de todo y me dedicaría a pasármelo bien. 

CAPÍTULO 10: Afectos

Era por la tarde. Las clases ya se habían acabado y había chicas - las asistentas las llamaban- que se hacían cargo de la limpieza. Entré en la clase como si fuera un torete, corriendo y con la cabeza gacha... tenía prisa porque me había dejado olvidadas las pinturas... Me tropecé, el golpe fue bastante fuerte. Al levantar la cabeza vi a una chica rubia con un lunar en la boca, como dice la canción.

- Me has hecho daño.

- Perdona. Iba despistado. Tengo que coger unas cosas antes de que cierres. Entonces empezó a preguntarme que de dónde era, que a qué curso iba.....

- Te pareces mucho a mi sobrino ( eso ya lo había oído decir en otro sitio). Me agarró de la cabeza y me dio dos besos, uno en cada mejilla, que aún hoy

me dejan patidifuso. La busqué otras tardes. Pregunté por ella a Sor Rosario...

- Se ha ido al pueblo a cuidar a su madre. ¿Por qué?

- Por nada, es que alguna vez me daba caramelos....

Durante días sentía una sensación muy rara... de afecto.... me acordaba de mi hermana que hacía un montón de tiempo que no veía... 

CAPÍTULO 11: Castigos ejemplares 

Ya dormíamos en el dormitorio del primer piso. Era grandísimo. Al irse mi curso, empezó una etapa en la que apenas conocía a nadie, así que me dio por escuchar la radio. Me habían regalado una pequeñita y estaba todo el tiempo escuchándola. De vez en cuando se acercaba algún compañero y hablábamos. Sobretodo me preguntaban cosas del colegio - como yo era el mayor...-.- Me hice más observador, meditaba todas mis decisiones, reflexionaba mucho... así que desarrollé una vida interior que luego me ha hecho ser sumamente introvertido. Nos tocaba bajar y subir muchas veces al cabo del día. Una mañana ya estábamos en fila. Después de un inicio de bajada hubo un parón - cosa rara, pues las filas eran extremadamente rígidas-. Continué bajando y, al llegar al descansillo me encontré a alguien con una sábana puesta encima ( como los fantasmas). La sábana tenía una gran mancha amarilla.

- ( Se ha meado !, comentaban algunos. Pasé a su lado. No sabía ni supe quién era. En ese momento me entró una rabia infinita... pero no hice nada. Además luego me enteré que el compañero tenía problemas para orinar.

 En clase - con Sor Rosario si que tenía algo de confianza - Pregunté:

- ¿Por qué le han hecho eso?

- Cuando se hacen cosas que no se deben hay que poner un castigo.

No lo entiendo ni lo entenderé. Pero todavía era un niño.

- Ya lo entenderás cuando seas mayor- me dijo Sor Rosario. Pero nunca lo entendí... 

CAPÍTULO 12: La muerte de " mi abuela" 

Al llegar nuevos al pueblo, mi madre realquiló una habitación de esas con derecho a cocina. En la casa vivían una señora - que después la llamaría tía -, viuda también, y su madre muy mayor. Mi madre, por ayudar en la casa, poco apoco se fue haciendo cargo de ella, la cuidaba, lavaba... y a mi me fue tomando cariño. No conocí a ninguno de mis " verdaderos" abuelos. A la que me agencié la llegué a querer como si hubiese sido la mía. Me quería mucho. Me llamaba   " su Juanillo" y de cuando en cuando me daba alguna perra para golosinas. Íbamos a pasear, cuado podía, pues se fue deteriorando rápidamente. Ya no se levantaba. Si quería algo empezaba a gritar mi nombre hasta que aparecía y se trataba de cualquier tontería... Me contaba cuentos muy tiernos y era muy bondadosa.

Un día me llamo la Madre Superiora. - Tengo que darte una mala noticia- Tu abuela ha muerto. Me entró de todo. Yo no sabía lo que era morirse un familiar. Ni a mi padre - al que ni siquiera conocí - pues murió siendo yo muy pequeño. Vinieron mi madre y mi tía. Me abalancé hacia ellas y me puse a llorar. Ha sido la primera vez que he llorado de sentimiento por alguien.

CAPÍTULO 13: El Reencuentro 

Me aburría soberanamente. Era el mayor de la clase y todos mis amigos ya se habían ido a otro Colegio. Me enteré que Andrés estaba haciendo Bachiller en la misma ciudad. Me acordaba de él y de los buenos ratos que pasamos juntos. Pero ya no estaba y me tenía que buscar la vida por mi cuenta. Me sabía casi todo lo que dábamos en clase, así que allí también me aburría... Sor Rosario ya no me hacía mucho caso, pues bastante tenía con los otros. De vez en cuando me cogía aparte y me decía que tenía que dar ejemplo, pues era el mayor de la clase y los demás se fijaban mucho en lo que yo hacía. Me aficioné a la lectura. Me pasaba los recreos en clase, leyendo. Todo lo que caía en mis manos: El ABC, cuentos, libros, tebeos. Un sábado vino a sacarme de fin de semana una amiga de mi madre que vivía cerca. Me alegré lo indecible. Por lo menos hablaría con otra gente. Me llevó a ver "Tómbola" y cenar un bocadillo. Lo pasé como nunca. El domingo por la tarde ya me estaba entrando el cosquilleo de tener que volver al colegio.

Alguien llamó a la puerta. Oí voces, una de un chico. - Pasad, pasad-...Mis ojos no daba crédito a lo que veían.

- ¡Andrés!, ¿Qué haces tú aquí?

- ¿Y tú? ¡Qué alegría!. Nos dimos un fuerte abrazo

- Soy hijo de la amiga de la amiga de tu madre.

Me  la  presentó. Había  venido  a  verle  desde  su  tierra.  El también  estaba  un poco  con  el  " cosquilleo", pues se acababa lo bueno y tenía que volver al colegio - como yo -. Hablamos de muchísimas cosas, nos reímos de las travesuras que hacíamos cuando éramos pequeños. Nos contamos cómo nos iba la vida...Como el tenía más facilidad para salir, aún vino a verme algún domingo. Más tarde me enteré que su madre había muerto y se fue a vivir a Cataluña con unos tíos suyos. No he vuelto a saber más de él. 

CAPÍTULO 14: Visita de Cortesía 

Y llegó el día del examen de Ingreso. Lo hacíamos por libre, en un Instituto - me pareció grandísimo -, las paredes estaban húmedas y las bancos y las sillas eran alargados. Nos pusieron muy separados unos  de otros. No veías nada. Estaba nervioso. Me habían dicho que para aprobar sólo podías tener tres faltas en el dictado y tener bien la división. Nos hizo el dictado una señora muy mayor, que chillaba mucho. No aceptaba repetir ni una palabra. Después hicimos las matemáticas. Comimos en el patio. Por la tarde era la segunda parte. Ante cuatro personas, contestabas a preguntas de todo tipo. Cuando salí y comprobé que tenía bien la división, respiré tranquilo. ¡Aprobé! ¡menuda alegría!. Llamé enseguida a mi madre y se lo dije. Ese día y como un regalo, a todos los que nos examinamos nos dejaron llamar a casa.

Volví al colegio al año siguiente. Las monjas me recibieron con mucha alegría. Les enseñé las notas de bachiller y se pusieron  muy contentas. Pero tuve una pena. A Sor Rosario la habían destinado a Roma. Mientras tanto mi madre estaba feliz y no paraba de dar las gracias a todas. La Madre Superiora también me recibió. Sin alegrías. Me limité a besar su crucifijo. Dándome un papel me dijo:

- ¿Me puedes escribir la Editorial del Diccionario de Lengua Española que habéis tenido en este curso?. Se lo escribí. Me acordaré toda la vida: BOSCH.