Es ésta una breve aventura acaecida por el mes de febrero de 1949, que protagoniza un grupo de siete muchachos, malos estudiantes pero buenos compañeros, alumnos internos del Colegio de La Inmaculada, para huérfanos de oficiales del Ejército, en Madrid,  “cariñosamente” llamado por todos “El Palomar”. Tres de ellos, Antonio Hernández Navarro, Pacuco Sánchez Navarro y Teófilo Jiménez Muñoz, sesenta y dos años después ayudan a rememorar lo que ahora ven como una insensatez propia de la edad.

Bodega, Cardona (de los que sólo recuerdan sus apellidos), Ángel Sánchez Navarro y Antonio Hernández Navarro, “los mayores”, con una media de edad de 15/16 años, y Francisco Sánchez Navarro (Pacuco, hermano de Ángel), Fernando Solans Rodríguez y Teófilo Jiménez Muñoz, “los pequeños”, de 12/13, son los que en la tarde de aquel domingo de invierno abandonan el centro. Se escapan.

Lo hacen al regreso de la salida de ese día festivo, siguiendo un plan que venían fraguando desde unos ocho días antes, a iniciativa de Hernández Navarro, el cual había logrado contagiar al resto la idea de abandonar los estudios, que tan mal se les daba, e iniciar otra vida en la que no faltasen aventuras. Como lugar al que dirigirse propuso, y se aceptó, las orillas del río Júcar, entre Alcira y Cullera: una zona en la región valenciana de la que el profesor de Geografía había hablado en clase con tanto entusiasmo, y describió de tal forma, que Antonio  quedó embelesado y decidido a conocerla.

La nota curiosa la aporta Teófilo, que, amigo de todos, sin embargo no está al tanto de lo que se venía preparando, y cuando aquella tarde, también de vuelta de paseo, uno de los compinchados le dice “nos vamos a escapar ¿te vienes con nosotros?”, no lo piensa mucho y pasa a ser el número siete y el menor en edad de los fugados.

Los preparativos se limitan a unos bocadillos hechos el día antes, que guardan en el dormitorio. Llega el momento y Pacuco se presta a subir a por tan escasas provisiones, las cuales envuelve en su capa del uniforme, a manera de talego, pero surge el primer contratiempo. Cuando se dispone a bajar, ve a dos inspectores hablando en un descansillo, conversación que se prolonga y prolonga en exceso, lo cual trasmite desde la ventana del tercero a los que le esperan en el patio. Éstos, aprovechando que se estaba remodelando la fachada y los obreros usan una polea de la que cuelga una cubeta de goma, para la subida de materiales, le sugieren que se ponga de pie sobre la misma y ellos, desde abajo y con la cuerda, le descenderán.

Empieza el descenso y cuando va a la altura del segundo un “gracioso” da “el queo” (por entonces, voz de alerta entre maleantes para advertir de la proximidad de alguien que podría perturbar la fechoría en ejecución, y que, aunque ahora cueste creerlo, se usaba en el Colegio). A la voz de “¡queo, queo, el inspector!, Pacuco, en la seguridad de que los de abajo soltando la cuerda desaparecerían, como así fue, se dejó caer desde tal altura resultando con las  manos “quemadas” por el roce con la soga .

Superado el trance sin más consecuencias, se inicia la escapada de los siete, vestidos con el uniforme del Centro, según volvieron del paseo, incluida la capa pero sin la gorra, y lo primero que hacen es alquilar en un establecimiento próximo las seis últimas bicicletas que quedaban; una menos de las necesarias, de modo que uno de ellos tuvo que viajar en el cuadro mientras otro pedaleaba. Un gran inconveniente para los dos, fácil de entender, y para el grupo que hubo de marchar más lentamente. Así y todo, cruzan Madrid, llegando a eso de las diez de la noche a la carretera de Andalucía donde, tras esconder las “bicis”, empiezan el camino a pie.

Los siete marchan por el arcén de la carretera, por la que apenas circulan vehículos, ocurriéndosele, no recuerdan a quién, que podrían parar alguno que les llevase, y para ello nada mejor que usar la pistola. Sí, la pistola que Solans trae consigo, propiedad de su abuelo, general del Ejército, y que debió coger aquella misma tarde en el domicilio familiar. Tres o cuatro veces intentan disparar a las ruedas de otros tantos coches sin que el arma, por suerte, respondiera. El desconocimiento de todos de tener que “montarla” (tirar con fuerza de la corredera hacia atrás), una vez introducido el cargador, tal vez evitó una o más desgracias, con sus consecuencias, impensables para ellos en aquellos momentos.

Continúan la marcha, y el cansancio y el sueño les aconsejan buscar un sitio donde resguardarse y pasar la noche, para lo cual se van separando de la carretera, completamente desorientados, y a la vez acercándose a unas vías de tren que por allí pasan; y esa es su suerte, porque se encuentran con una caseta de Renfe abandonada, en mal estado pero suficiente para que, tumbados en el suelo, procurándose el “calor mutuo” y con el abrigo de las capas, intenten descansar. Era la media noche.

Se despiertan al amanecer, con mucho frío y hambre, así que devoran lo poco que llevan de comer y reemprenden el camino. Ángel Sánchez, intrigado, pronto averigua lo de “montar” el arma, se efectúan algunos disparos de prueba a unos matorrales y la pistola se guarda hasta otra ocasión, que afortunadamente no llega a presentarse. Pero lo que preocupa a todos es qué comer ese y los siguientes días, y en eso estaban cuando ven una cabra atada a una cuerda, sin nadie a la vista por los alrededores; Antonio Hernández se presta a  “sacrificarla”, y lo hace golpeándola fuerte y repetidamente en la cabeza con un tornillo de rosca, muy grande, de los que se usan para la fijación de los raíles del tren.

No habiéndose tenido la precaución de llevar una navaja o cuchillo con que despiezarla ocultan el animal muerto, y prosiguen la caminata sin haber resuelto lo del sustento. Más adelante, de un sembrado que bordean cogen unas coles, pero acaban por tirarlas ante la necesidad de prepararlas y no ser capaces de comerlas crudas. Ya es el mediodía y siguen andando, cada vez con más hambre.

Están “entre Pinto y Valdemoro”, de verdad, y de pronto la sorpresa: como saliendo de varios escondrijos en el suelo surgen tres o cuatro guardias civiles que les rodean al grito de ¡Alto, la Guardia Civil! Los fugados hacen un amago de dispersión y sin oponer resistencia se van entregando uno a uno. Todos no, porque Antonio Hernández sale corriendo con todas sus ganas y no por miedo, recuerda ahora, sino en un gesto de resistencia o rebeldía ante la adversidad y la frustración de la aventura soñada.

Fue una operación bien preparada por la Guardia Civil, sin el riesgo de confrontación alguna, dado quienes eran los buscados y por la procedencia de la orden de encontrarles, a través del Patronato de Huérfanos. Intervino además una pareja a caballo, en un primer momento oculta, puesto que un “guardia montado” salió después en busca de Antonio, ya algo lejos del lugar; cuando le alcanzó le dijo, exagerando, que casi agota al caballo.

Desde allí fueron llevados a la Casa cuartel de Pinto, en cuyo exterior, junto a la puerta, se encontraba el dueño de la cabra, al que le debió resultar fácil averiguar, si es que no lo vio a distancia, quiénes la mataron, tratándose de un grupo de siete muchachos e igualmente vestidos. El caso es que el pastor se había adelantado a dar cuenta a la Guardia Civil y allí estaba. Su reacción al verles fue de una enorme violencia, obligando a los guardias a contenerle en sus repetidos intentos de agresión con el garrote, que no dejaba de blandir, junto con los justificados y airados reproches, porque la cabra que habían matado le proporcionaba la leche para una hija suya enferma.

No faltó tampoco, en medio de los gritos de queja del pastor, cierta ironía o guasa en una de las réplicas, precisamente del “matarife”, quién ahora reconoce que se atrevió a ello por la seguridad que los guardias le procuraban, así como lamenta que su inmadurez juvenil le impidiera disculparse ante aquel hombre sencillo. Y serenados un tanto los ánimos, parece ser, al prometérsele desde “el Patronato” una pronta reparación por lo sucedido, el asunto se resuelve por la vía amistosa (seguramente, en consideración a quienes eran, o a qué centro pertenecían). A lo largo de la tarde reciben, por parte de los guardias, un trato excelente, si bien superado por sus mujeres quienes, enteradas de lo sucedido y del hambre que traían, les prepararon una magnífica paella. Un gesto que al recordarlo de nuevo agradecen.

La segunda noche de escapados la pasan todos en un mismo cuarto de la Casa cuartel de Pinto, durmiendo en el suelo, cuyo frío vuelven a combatir con el mutuo “calor humano” y   las capas por abrigo. Lo hacen resignados a ser devueltos al Colegio al día siguiente, y se preguntan cómo y qué pasará luego.

El que se lleva la gran sorpresa es Antonio Hernández Navarro, que es conducido por un guardia civil, esposado y al margen de los otros seis. Como un delincuente, y por si fuera poco, por un medio tan impropio y humillante como el “auto-stop”. El agente, tras varios intentos, consigue sitio en un camión con destino Madrid, cuyo chófer accede a llevarles hasta el propio Colegio, y allí, en el momento de entregarlo al Director, el agente le quita las esposas.

Tan duro trato debió serlo por su destacado papel sobre los demás, a manera de líder, mostrado en la idea de fugarse, la toma de decisiones, la autoría de la muerte de la cabra y la huida que emprende ante la Guardia Civil cuando les interceptan. De ser así, se deduce que aquella tarde hubo indagaciones sobre la actuación de cada uno de los siete; pero, tantos años  después, no vale la pena hurgar en ello.

Los otros seis son devueltos en una furgoneta del Ejército, siendo llevados Teófilo Jiménez y Fernando Solans directamente al colegio de la Institución Divino Maestro, entidad que regenta los colegios del “Patronato” en Madrid, La Inmaculada y Santiago, y cuyo director inspecciona o visita una o dos veces al año. Allí están unos tres meses como auténticos presos: encerrados en una habitación con unos colchones sobre una mesa de reunión, sin actividad alguna, sin cortarse el pelo y teniendo que avisar cada vez que necesitan ir al cuarto de baño; en estos casos venía una empleada a abrirles, la misma que a diario les hace la limpieza y sirve la comida.

Eso sí, pueden hablar con Antonio Hernández, que corre igual suerte en la habitación contigua, en la que ingresa un día después, tras pasar la noche de llegada en La Inmaculada. La única diferencia, no se sabe por qué, es que come con los demás alumnos del centro. Un ventanillo en lo alto en la pared medianera permite la conversación desde ambos lados, y hasta verse si se suben a la mesa. Pasado el período de unos tres meses de reclusión, el trío vuelve a La Inmaculada y allí se separan.

Antonio Hernández es baja en el Colegio y pasaportado para Las Palmas de Gran Canaria, donde se aplica en el estudio y en septiembre, por libre, aprueba el cuarto curso. La medida disciplinaria que se le aplica, sin embargo, no le impedirá un par de años después ser admitido en el Colegio de Santa Bárbara, de Carabanchel Alto, y seguir en él un curso preparatorio, en su único intento de acceder a la carrera militar. Solans, cuya familia, con recursos suficientes, reside en Madrid, al parecer causa baja a petición propia; de él se sabe que ha fallecido.

Y en cuanto a Teófilo, nada más reincorporarse a La Inmaculada es pelado al cero. En todas las clases, desde el comienzo, se le pone de cara a la pared, y en los recreos está permanentemente observado por el inspector de turno. Si éste le perdía de vista hacía sonar el silbato, paralizando todos los juegos hasta que era localizado. Un trato muy severo, que el afectado aún no entiende, máxime cuando es el último en unirse a la fuga, el de menor edad y en nada se significó sobre los demás durante la escapada. Tal vez fuera el precio a pagar por permitírsele su continuidad en los Colegios, en los que en los años siguientes gozaría de un extraordinario afecto por parte de todos los compañeros.

De los otros cuatros “viajeros” devueltos en el microbús militar a La Inmaculada, Cardona y Bodega, con familia o residentes en Madrid, causan baja de inmediato en el Centro, y otro tanto pasa con Ángel Sánchez Navarro (también fallecido), al que se le pasaporta para Las Palmas de Gran Canaria, su lugar de residencia. Su hermano Pacuco, en cambio, siguió en el Colegio e, incluso y contrariamente al trato recibido por Teófilo, no sufre medida sancionadora alguna.

Por las bicicletas abandonadas, y puede que por la parte alícuota del coste de la cabra, las madres recibirían más tarde del “Patronato” un cargo, que se supone hacen efectivo, aunque también la hubo que se negó a pagar, alegando su modestísima e insuficiente paga de viuda y que, en todo caso, de la custodia y la responsabilidad contraída su hijo durante el tiempo de estancia en el Colegio responde la dirección del mismo.

Hoy día, Antonio, Pacuco y Teófilo, septuagenarios y residentes en Las Palmas de Gran Canaria, sonríen y les divierte el recordar todo aquello; no tienen remordimiento por lo que sólo fue un pecado de juventud, y llevan, como han llevado siempre, con gran sentido del humor que se les conozca por “Los Matacabras”. Pero se preguntan: ¿Por qué “Matacabras”, en plural, si sólo se mató una?

 

            Las Palmas de Gran Canaria, Febrero de 2011