VISITA A ARANJUEZ
(Curso 1955-56)

                                          

1ª PARTE
 

1ª VISITA DEL GENERAL VILLALBA (Papá Ricardo).
 

Por la mañana y durante el desayuno, no recuerdo si se filtró o nos lo dijeron directamente. El caso fue que nos enteramos de la visita para ese día, del General Jefe del Patronato de Huérfanos del Ejército, a nuestro CHOE de LA INMACULADA.
 

En el recreo de la mañana, ya estábamos impacientes los nuevos, y otros no tan nuevos (como yo), que nunca habíamos visto al General, y se preguntaba a los más veteranos. Algunos de estos pasaban del tema y se dedicaron a jugar con las pelotas y demás. Otros más solícitos y complacientes, nos explicaban formando a su alrededor corros espontáneamente.
 

No es mucho más alto que yo (decía un pequeñajo de  3º), eso sí, el tío es de complexión  muy fuerte.
 

Según hablaba, cerraba los puños y subía un tanto los brazos arqueándolos, en ademán que imitaba a un gorila cuando se dispone a golpearse el pecho y ejercer su autoridad.
 

No hay que tenerle miedo porque nos quiere mucho.
 

Cuando se deshacía un corro por falta de información, nos agregábamos al de al lado, y la tónica general era unánime. El General Villalba era muy querido por los Pínfanos, y se había ganado el sobrenombre cariñoso de “Papá Ricardo”.
 

Cuando nos visitaba, quería que todo funcionase como cualquier otro día.
 

Al parecer ya estaba en el colegio. El coche oficial en la puerta con su conductor uniformado, así lo confirmaba.
 

En estos momentos se encontraría con D. Antonio, el Director, más conocido entre nosotros por “El Sasa”, y seguramente viéndonos desde una de las ventanas.
 

Pronto sonó el silbato, y el silencio no tardó en notarse. Las filas tampoco tardaron mucho en formarse. Como siempre, las cuatro frente a las escaleras. Una por curso.
 

Éramos conscientes que nuestro comportamiento, ese día más que nunca, debía ser ejemplar.
 

Al subir las escaleras, dirigí la vista hacia el escaparate de “La Petruska”. Con la novedosa visita, se me fue el Santo al Cielo. Ella sabría perdonar.
 

Llevábamos poco tiempo en el aula, cuando se abrió la puerta, y al ver aparecer al General, el inspector dijo: ¡En pie! Todos obedecimos con celeridad.
 

El séquito del General se había quedado en la puerta, y este, después de dar los buenos días, dijo al inspector:
 

Déjeme solo con los muchachos y cierre la puerta.
 

El inspector, así lo hizo.
 

No sé si los demás pensarían lo mismo; pero a mí, desde el primer momento, me inspiró plena confianza.
 

Se había subido a la tarima, y poniéndose detrás de la mesa, colocó su gorra y su bastón de mando encima de ella, sentándose a continuación en la silla.
 

No recuerdo exactamente las siguientes  palabras que nos dirigió el General; pero usando una voz cariñosa, en esencia fue así:
 

Como sé que vuestras madres no pueden visitaros todo lo que ellas quisieran, lo hago yo de vez en cuando, para que sepáis que no estáis solos; sin embargo, debéis comunicaros con ellas, con vuestros hermanos y hermanas, mayores o pequeños, en casa o en otros colegios, y que esté la familia unida. Así que escribid a la familia, pues las viudas se me quejan de que no  lo hacéis.
 

Además de ser mi obligación, me gusta hablar con      vosotros y saber de primera mano si tenéis algún problema que os pueda solucionar. Como veis, no me acompaña nadie, para que me habléis con toda libertad.
 

    -  Bien ¿Quién tiene algo que decirme?
 

Sabedor de la situación en mi casa, me puse de pie rápidamente diciendo:

Yo mi General.
 

¿Cómo te llamas?
 

Juan Alvarez Pérez, mi General.
 

El General que ya había sacado papel, y cambiando el capuchón de la pluma, de delante para atrás, escribió mi nombre, diciéndome después:
 

Dime Juan.
 

Empezó el curso y el Patronato no ha llamado a mi hermana a ningún colegio. Mi madre dice que con la paga que le queda, no le llega para comer las dos y pagarle un colegio. Tanto es así, que hizo la primera comunión vestida de negro, en lugar de blanco.
 

¿Cómo se llama tu hermana y donde viven?
 

Le dije los datos que me pedía y me contestó:
 

Los colegios los tenemos completos; pero veremos lo  que podemos hacer.
 

No tardó dos semanas, y mi hermana ingresaba en el colegio de María Cristina, en Aranjuez.
 

----------------------------
 

2ª VISITA DEL GENERAL VILLALBA.
 

Unos meses después, tuvimos otra visita del General.
 

Preguntado quien tenía algo que decir, me levanté. Dije mi nombre y apellidos, le agradecí el rápido ingreso de mi hermana y al mismo tiempo le presentaba la siguiente queja:
 

    - A mi hermana Emilia, que como usted sabe está en el   Colegio de María Cristina, le he escrito varias veces y me extraña mucho no recibir contestación de ella. Lo he hablado con algunos compañeros y todos coinciden que  las monjas no les dan las cartas, porque no creen que sean de los hermanos, sino de los novios. Y como usted nos anima a que estemos en contacto...
 

¡Estas... siempre tienen que hacer lo que ellas quieran! No te preocupes que se van a enterar, y tu hermana te escribirá por la cuenta que les tiene.
 

¿Algo más?
 

Sí.
 

Se conoce que el hombre no esperaba mi afirmación, y al oírla, puso las dos manos sobre la mesa, echando el cuerpo hacia delante, como para oírme mejor y con más atención. Creería era otra queja de las monjas y parecía un felino a punto de saltar sobre su presa.
 

Me dice mi madre, que estando Aranjuez tan cerca de Madrid, es una pena que los hermanos no podamos   vernos alguna vez.
 

¿Quieres ir a verla? ¿Tienes dinero para el viaje?
 

Sí señor.
 

Puedes ir este domingo, si te viene bien. Hablaré con la Superiora, para que no te pongan pegas; pero coge un tren de cercanías, no vaya a ser que aparezcas por allá abajo, por tu tierra.
 

Se refería a Andalucía, pues lo que antes escribí con eses, debió sonarle algo así: “Zi zeñó”.

 

---------------------------

 

 

EL DOMINGO
 

Aquel domingo por la mañana, me levanté muy temprano. No recuerdo quien me despertó; pero si, que me indicaba con el dedo en la boca no hiciese ruido, para no despertar a los compañeros.
 

Me dirigí a la taquilla a recoger  mis bártulos de aseo, después fui a los servicios y encendí la luz. Como aun no me había despertado, me pregunté por qué tenía la maquinilla de afeitar dentro de la toalla enrollada.  Era la manera de recordar que tenía que afeitarme. Hacía un año que acostumbraba rasurarme regularmente en días alternos; sin embargo no parecía tener mucha falta, ya que me afeité el día anterior.
 

Todo tenía su explicación. Debía ir bien afeitado, para visitar ese día especial, a mi hermana en Aranjuez.
 

La maquinilla también era especial, pues la heredé de mi padre, junto con una navaja barbera que dejé en casa, por considerarla más peligrosa. Al igual que mi progenitor, no la usaba con peine y yo solo cambiaba la cuchilla (marca Sevillana), cada dos semanas o más.
 

Después de afeitarme, me terminé de despertar, no sé si me lavé a embozadas (haciendo un cuenco con ambas manos para recoger el agua del grifo) o duchándome, pues por más que lo pretendo, no recuerdo las duchas; aunque las supongo.
 

Cuando terminé de vestirme, fui a apagar la luz de los servicios y salí del dormitorio dejando mis compañeros dormidos como si fuesen angelitos.
 

Al salir a la calle, aun era de noche y hacía fresco.
 

Mientras me dirigía al autobús y al pasar junto a las rejas del patio, pensé: “Otro día más que me libro de la Santa Misa, el Rosario y el aburrimiento de este colegio en domingo”. Tenía la suerte de salir casi todos los domingos; pero la Misa diaria y sobre todo el vespertino Rosario (también diario), era demasiado.

                     

ATOCHA
 

Cuando salí del metro en Atocha, ya había amanecido.
 

El frente de la estación con su gran reloj, me parecía más bonito, que cuando el verano anterior me fui a disfrutar tres meses de vacaciones, sin haberme examinado.
 

A pesar de que no llevaba maleta, sentía algo que no me dejaba gozar el momento en toda su magnitud. En esta ocasión era falta de peso; aunque precisamente en el estomago, pues solo había bebido un poco de agua al lavarme y ya era hora de ingerir algo caliente.
 

Bajé la rampa del lateral de la estación que daba al Ministerio de Fomento, entré en la estación y fui a una de las dos colas más grande que había, porque encima de las ventanillas había sendos letreros donde se podía leer: “CERCANIAS”.
 

Gracias a que la gente debía llevar el dinero justo y la gran mayoría sería para el mismo tren, pronto llegué a la taquilla expendedora. Cogí mi billete recién comprado   y me lo guarde en el bolsillo. Cruzaba la primera puerta que vi, hasta que me paró el portero y me preguntó:
 

¿Lleva billete de andén?
 

No.
 

¿De donde es ese uniforme?
 

Le conté la verdad, la buena. Los Pínfanos me entendéis, ya que en más de una ocasión debisteis encontraros en la misma situación y las respuestas eran diversas. Desde Botones del Banco de España hasta de cualquier otro banco, pasando por Correos o Telégrafos y todo era creíble para los ingenuos preguntones.
 

¿Dónde vas?
 

A Aranjuez, para visitar a mi hermana.
 

¡Ah, bueno! Entonces ese mismo billete vale, si lo tienes ahí y me lo enseñas.
 

Se lo mostré y al hombre que se le notaba las ganas de ayudarme, era como si se le hubiese quitado un peso de encima. El billete de andén, creo que por entonces valía unas 3 pesetas por acompañante.
 

Es que, como te vi sin equipaje...
 

Aproveché para preguntarle dónde podía desayunar algo y me señaló el bar que estaba allí, debajo del reloj.
 

Otra vez el reloj grande; pero esta vez por dentro, situado en el centro y en todo lo alto. La pared era la misma. ¿Tendrá la misma maquinaria el de dentro que el de fuera, que accionara las manecillas de las dos esferas? En tal caso, debían estar en distintos ejes de dos en dos, para que todas girasen a dextrorsum.
 

Desde lejos se percibía el olor a café, que aumentaba al traspasar la puerta y mezclados con otros de bebidas blancas: anís, coñac, chinchón, etc. Al mismo tiempo se sentía un calorcito agradable. El ruido de las cafeteras se mezclaba con las voces de la clientela.
 

Levantando la mano para que un barman me atendiera, le pedí un vaso de leche, grande y caliente.
 

¿Quiere algo más el caballero?
 

Me empezaba a poner importante por el título; pero hice como si estuviera acostumbrado a que me lo llamasen todos los días en el CHOE y le pregunté:
 

¿Qué tiene?
 

La retahíla fue bastante larga.
 

-Tenemos magdalenas, churros, porras, montaditos de lomo, sanwichs de jamón, de queso, etc...y magdalenas.
 

Cuando una persona de estas, se sabe todo el menú de carrerilla y te lo dice tan rápido, te haces un pequeño lío; pero siempre queda la musiquilla y en ella tintineando, repetidas las magdalenas. Por un momento pensé, que estaba haciendo mucha propaganda de ellas. Desde que eran más viejas que las vecinas de mi madre, o que eran fáciles de servir o vaya usted a saber. Sin dilación pedí: 
 

   - Una ración de churros.
 

Me puso lo pedido y mientras daba buena cuenta de ello pensé, que me gustaban más, los que llamábamos en Huelva “calentitos”, que tenían un sabor más parecido a las porras. Estos churros, sabían más a patatas fritas y tenían unas ranuras longitudinales. Aun así, no tardé mucho en dar fin a sus calorías.
 

Me limpié bien las manos con las servilletas de papel, pagué y visité otra vez el servilletero, por lo que pudiera suceder en el tren y durante el día. A falta de trapillo, metí el papel p´alpecho en el bolsillo trasero del pantalón.
 

Antes de llegar a la altura del portero, este señalándome  hacia la dirección donde estaba el tren, me decía:
 

¡Date prisa, que está a punto de salir!
 

Siempre he pensado, que el personal de RENFE, nos tenía mucha consideración.
 

Me quité la gorra y adelanté a una pareja que iba delante de mi corriendo. Esta carrera después del desayuno, me dejó muy  agotado. Cuando subí al tren, todo mi cuerpo transpiraba abundantemente. No se veía que alguien se quedase en tierra. Una larga pitada y el tren en marcha. Piiiiiiiiiiiiiiiiii.

 

Fin de la 1ª parte 
Julio de 2005.                               

 

2ª PARTE

                    

 

 EN EL TREN
 

Ya acomodado en mi asiento, pensé que mi hermana me estaría esperando con mucha alegría; pero todo lo demás para mí era una gran incógnita. Desde las monjitas con su Superiora al frente, hasta unas cuatrocientas Pinfanas de diversas edades y a cual más guapa.
 

Sabía algunas cosas y otras me las imaginaba; más lo que era seguro que me perdería, no merecía  apenarse, ya que ese día por ser domingo, ni siquiera leería u oiría leer, a alguno de mis compañeros fantásticas aventuras. 
 

Alguien había tenido la brillante idea, que todos los días durante la comida, se leyesen algunos capítulos de una obra de Julio Verne. Con esto nos librábamos de oír el griterío ensordecedor que salía (sobre todo) de las gargantas de la gente menuda. Las obras leídas que recuerdo son:

  • 20 mil leguas de viaje submarino.

  • Viaje al centro de la Tierra.

  • De la Tierra a la Luna.

Un día, al pasar por delante del cine López de Hoyos, vi anunciada en grandes carteleras que llenaban la fachada y a todo color con submarino incluido, la primera de ellas, 20 mil leguas de viaje submarino. Ni que decir tiene, que no tardé mucho en disfrutarla y en ese mismo local. 
 

El comedor de Chamartín se encontraba, al final del pasillo de la planta baja. A mano derecha según se entraba desde la calle. Nada más pasar la puerta, podíamos ver a la izquierda unos estantes, donde se colocaba la vajilla y las paneras con las servilletas*. De frente estaba la puerta de acceso a la cocina. A la derecha, el salón rectangular con tres filas de mesas cuadradas, cada una con cuatro sillas. Al final y en el mismo lateral de la puerta de entrada, se encontraba otra puerta; aunque siempre estaba cerrada. Junto a ella, la última mesa de la primera fila, donde ocupé un lugar, desde que ingresé hasta que dejé el colegio. Creo recordar siempre a Orellana enfrente de mí, de los otros dos, soy el primero en lamentar no acordarme.
 

LAS SERVILLETAS*
 

Recuerdo perfectamente, que el primer día que comí allí, al coger la servilleta un compañero me dijo “Ahora tienes que inventarte algo con tu servilleta, para que se distinga de las demás, sobre todo, de las de esta mesa”. Me fijé en las de esta mesa y en las más cercanas, efectivamente, alguna tenia un nudo  de lo más simple, otras formaban figuras más complicadas y la mayoría estaban desdobladas en aquel instante. El reto no era fácil de superar; no obstante la dificultad de no tener mucho donde escoger, probé a hacer una figura demasiado compleja para mi entendimiento practico, que en el primer intento, muy poco se podía adivinar la intención del artista.
 

En los recreos practicaba con mi pañuelo y por fin pude conseguir una bonita tortuga, que dada la lentitud con que estos animales se desplazan, intentaba asombrar a algún que otro de mis compañeros. Para ello, ponía el brazo estirado al frente, con la palma de la mano hacia arriba y encima la tortuga mirándome.  Le pedía la acariciase y cuando lo conseguía (con el habitual recelo que podéis imaginar en estos casos), le animaba a que lo hiciera desde la cabeza hasta las patitas traseras, sobrepasándola un poco; pero con mucha lentitud (lo que me dejaba más margen de maniobra), para  impulsarla con  presteza, lo más fuerte posible con mi dedo corazón. Esto ocurría, en el preciso momento que su mano tapaba mis dedos e impresionaba mucho más, si se acompañaba de un  fuerte y rotundo ¡¡¡jey!!!
 

Algunos me decían que parecía más una rana que una tortuga, por los saltos tan grande que daba; pero el caparazón no dejaba la  mínima duda que se trataba de un quelónido. Cuando me preguntaban que como se llamaba, les decía que su nombre era Chelónia; pero yo en la intimidad le llamaba Cheli, además de más corto, también era más cariñoso y ella se lo merecía por buena chica.
 

LLEGADA A ARANJUEZ

 

Faltaba poco para llegar a Aranjuez y se notaban los campos verdes y las arboledas típicas ribereñas; más no solo junto al río, sino también alejados de él, formando un gran vergel.  No era extraño recordar sus fresas y los no menos afamados espárragos. También era de suponer, que sus jugosas hortalizas  abastecieran el mercado local de manera absoluta y gran parte del de Madrid.
 

Al salir de la estación, me encuentro en una población desconocida. No tengo otro remedio, que preguntar por el colegio de María Cristina. Así que pongo manos a la obra.
 

Parece que a todos y todas a quienes pregunto, le es conocido el colegio; pero se me hace que está muy lejos de la estación para males de mis pobres pies, que no acaban de adaptarse al par de zapatos de “Segarra”. Lo contrario es imposible.
 

Por fin y cuando ya desesperaba de tanto andar me dicen señalando hacia él: Ese es el colegio y la puerta principal esa con... unos hierros sujetando un toldo o algo así, para guarecer del sol y sobre todo de la lluvia, mientras esperan a que abran la puerta.

 

 

ESPERA EN LA SALA.
 

Junto a la sala de espera, había una habitación, que según parece, era la sala de las transmisiones, donde una monja sin menoscabo de su hábito, se colocaba el microplastón encima del velo, toga, toca o como narices se llame la prenda de cabeza y con una clavija en cada mano, enchufaba una a un jack y otra a otro. A veces mantenía una de la llaves conmutadoras apretada con la mano izquierda, mientras que con la derecha daba vueltas a la manivela de la magneto con una viveza impresionante.
 

Creo que esta monja era la que me recibió en la puerta y me hizo pasar a la sala de espera.
 

Los domingos debía tener trabajo extra, pues las madres que podían, llamaban a sus hijas y aquella monja no paraba de accionar sus manos. A veces decía palabras y frases muy cortas que repetía a menudo: ¡Sí! ¡Diga! ¡Le paso! ¡Con quien! ¡Hablen, hablen! ¡Terminaron... terminaron... corto!
 

Supongo que el General Villalba tampoco podría con ellas en el momento de las escuchas ilegales; aunque después  guardasen o no el secreto profesional de las transmisiones.
 

La central se me parecía con un piano. En el siguiente año supe que se trataba de la centralita Standard de 150 líneas, sin que por ello tengan que estar cubiertas todas.
 

En los años cincuenta, la mayoría de los pueblos de España, lo mismo que los Acuartelamientos, Bases Aéreas o de la Armada, tenían este aparato.
 

En mi casa nunca habíamos tenido teléfono, ni en la casa del pueblo ni en las otras de los distintos destinos de mi padre; pero mis tíos de Madrid, todos tenían. Mis tíos de la calle Escosura tenían el 24.65.04. Fue el primer número telefónico que me aprendí de memoria y como veis aún lo recuerdo, o sea, que la memoria falla para unas cosas y para otras no.
 

Yo estaba desinquieto por la espera tan larga y andaba de un lado para otro. De vez en cuando, me paraba para espiar a la centralista. En un par de ocasiones me dijo:
 

   - Siéntese por ahí que no tardaran.
 

Menuda bronca le habrá echado “Papá Ricardo” a la Superiora, para que me castiguen tanto tiempo esperando aquí. Por más que miro por la ventana poniéndome de puntillas no veo alma viviente. Tampoco oigo voces que no sea la de la centralista, que repite las palabras como un loro. Fijándome bien en su cara afilada y su nariz un tanto  aguileña, bien pudieran haberle puesto ese mote. ¿Dónde tendrán encerradas a las chicas? Supongo que les estarán leyendo la cartilla, para que no alboroten cuando me siente a comer con mi hermana y otras dos compañeras. La que me deje su sitio en la mesa, pudiera ser que lo perdiese jugando a los chinos. Al menos, eso sería lo que haríamos los chicos en Chamartín; pero claro, a ellas no les permitirán estos pecaminosos juegos de azar.
 

Cansado de ir y venir del alto ventanal, a la puerta de la sala, cuando oigo unos pasos que se aproximan y haciéndome el bueno, me siento, levantándome cuando entra mi monja-superintendenta.
 

Venga conmigo para llevarle a comer.
 

Cruzamos dos patios e incluso me parece que atravesamos un tercero, porque el cuarto donde entramos estaba al extremo contrario en diagonal, es decir, entramos por el lateral derecho y al llegar al final giramos a la izquierda, haciendo una L, encontrándonos la puerta de frente. El cuarto era bastante amplio.

Yo creí que comería en el comedor con mi hermana.
 

Ella está comiendo con las compañeras. Este cuarto es donde normalmente planchamos; pero esperamos que se sienta aquí cómodo, ya que  es un  lugar discreto y lo mejor que podemos ofrecerle. Siéntese mientras le voy por la comida.
 

Me senté en la silla que había junto a la mesa y cuando salió, me quedé pensando donde pondría la gorra. Si encima de aquella enorme mesa o ... ¡¡menudo susto!!  En un instante apareció en la entrada, portando una bandeja entre sus manos. Era imposible que hubiese ido a algún sitio; aunque hubiese sido volando, cosa poco probable, y en las inmediaciones, yo no había visto ninguna puerta donde poder ir y volver tan rauda.  Solo se me ocurrió, que otra persona se la acercara y se la entregara por el camino.
 

Las niñas estarían en el comedor; pero ¿Donde estaría el comedor, que desde allí no se oía ni el vuelo de una mosca?
 

Al menos la bandeja venía bastante surtida, varias clases de quesos formando cuñas e incluso uno pequeñito redondo que me pareció muy raro, mantequilla y mermeladas de varios colores. Yo esperaba que me dejase solo para poder atacar a gusto; pero ella al verme indeciso empezó a destapar mermeladas, animándome a que empezase sin demora.
 

Yo suponía que aquella comida, no era lo que le daban a las chicas de aperitivo, ni siquiera en domingo,  más bien sería como consecuencia de alguna buena reprimenda procedente del Primer Jefe de los Pínfanos de España; no obstante pregunté, más que nada, por hablar algo:
 

¿Todos esto le ponen a las chicas los domingos para comer?
 

No, esto es un aperitivo que le ponemos a usted, por gentileza de la Madre Superiora. Toda esta comida, es de su propiedad particular.
 

Siempre había oído, que a las monjas, tenían que dotarla de un ajuar, su familia o alguna amistad; pero que  no podía tener otros bienes privados. En este caso, no me importó lo más mínimo que existiera alguna excepción a la norma y no iba a ser yo quien pusiera alguna clase de reparo.
 

Nunca me podré olvidar de aquel buen hombre, que hizo posible, que ese día, me diera el banquete más copioso de mi vida. A decir verdad, todo era copioso a excepción del pan, que era simplemente abundante. Vamos, que me di una panzada, que ni el mismísimo Sancho (sí, sí, el escudero más famoso del mundo), la hubiere imaginado mejor.
 

Cuando me trajo el primer plato (supuestamente del menú general de Mª Cristina), me dice la Sor, refiriéndose a los entremeses:
 

Se lo puede comer todo ¡eh!, pues todo eso, es solo para usted; aunque yo no dejaría enfriar el primer plato y luego continuaría.
 

En cuanto salió, pensé que no sería capaz de comerme ni la mitad, ni aun forzando el estomago hasta reventar.
 

Desde el principio, comía un trozo de queso de este, otro trozo de ese otro, de manera que cambiase de sabor a cada momento. Algunas veces repetía sabor.
 

Cuando creí que ya estaba bien de queso, me pasé a las mermeladas. Había probado un par de ellas, cuando al catar la tercera me llevé la sorpresa, era más amarga que la hiel. Ni que decir tiene, que le puse su tapa y la aparté de mi.
 

El dilema llegó, cuando quise volver a los quesos, porque después de lo dulce, podían hacerme daño. Tenía a primera vista dos opciones: Tomar mermelada amarga como paso intermedio (desechada al instante) o simplemente probar sin más. Esta vez los trozos son más pequeños y el pan el mínimo; no obstante me di por vencido ante tanta abundancia. Quizás influyera un poco, la manera de hacerme ver, que era posible comérmelo todo. Parecía que era una obligación.
 

En todo el colegio de La Inmaculada, no creo que hubiera un carpanta, capaz de dar fin a tanto condumio.
 

No recuerdo que comida tenían; pero debía estar buena porque comí bastante a pesar de los entremeses.
 

La monja solo estaba conmigo lo imprescindible para llevarme un plato u otro. Al final viendo que terminé con el postre, me preguntó.
 

¿Se ha quedado usted satisfecho?
 

Sí, gracias Sor.
 

Vayamos entonces a la sala de espera y  espere allí a que llegue su hermana.
 

Nada más dejarme solo en la sala, corrí dos o tres  agujeros del cinturón.
 

Llegada de mi hermana, con una sonrisa que casi no le cabe en la cara, los besos de rigor y enseguida ella que está loca por salir de allí, me lo dice y salimos por aquel gran portalón a la calle, en dirección al Jardín de la Isla.
 

Por el camino me dice, que ya las monjas le habían dado las cartas que yo le envié.
 

Fin de la 2ª Parte

Juan Andrés Álvarez Pérez  - Alias MARZITO

28-08-2.005