El Duendecillo y la Pínfana |
Por Clara Campoamor (seudónimo)
Me llamo Lamín y soy un duendecillo. Nací en Aranjuez, en un junco a la orilla del Tajo. Frestón, nuestro Duende Mayor, decide el momento en que debemos hacerlo y nos encomienda una misión que cumplir. Después de celebrar con una gran fiesta mi nacimiento, nos sentamos debajo del junco y me habló cariñosamente. -Lamín, escucha con atención. En la calle Capitán, hay un caserón enorme, con una gran puerta de madera, flanqueada por dos lanzas que soportan un techo de cristales. Es el Colegio de Mª Cristina, se le conoce por “La Casona” y en el estudian y se educan niñas de todas partes de España .Son todas huérfanas, sus padres eran militares del Ejército, y se llaman entre sí “Pínfanas “. Ninguno de nosotros ha traspasado nunca esa puerta, así que te voy a encargar a ti de hacerlo. Irás allí mañana, y por la noche nos contarás lo que hayas visto y oído. Me sentí muy halagado y aquella noche todos durmieron menos yo. Esperaba impaciente que amaneciera. Con el primer rayo de sol, me dirigí a “La Casona,”y entré. Me encontré en un salón muy grande presidido por una pintura de una mujer de gran porte y distinción. Más tarde me enteré de que pertenecía a una Reina, fundadora de aquel lugar.
Una señora muy guapa vestida de negro, morena y con unos grandes ojos
verdes que me parecieron algo tristes, conversaba
con la Madre Superiora. A su
lado sentada entre las dos,
una niña de pocos años
escuchaba lo que decían. Sus
ojos eran verdes también, e
igualmente me parecieron tristes .Al poco rato se levantaron y yo me
escondí en el bolsillo de la chaqueta de la niña.
Atravesamos una puerta de cristales y apareció un patio grande, con
arbolitos y bancos de piedra. Un numeroso grupo de niñas vestidas, con
uniforme negro, cuello blanco, cinturón rojo, zapatos y calcetines
negros y un lacito también rojo debajo del cuello, jugaban.
Fuimos de un lado a otro
Vimos todo el caserón, sus patios, su jardín, los comedores,
la capilla,
la biblioteca, los laboratorios, las aulas, las salas de juegos,
largos pasillos que comunicaban patios entre sí, el salón de actos, y
los dormitorios.
Bajamos de nuevo al patio, pero
esta vez por una escalera de madera limpia y encerada,
con grandes vidrieras y plantas.
Apareció una niña más mayor con una larga trenza y una cinta roja con
una medalla que le caía sobre el pecho. Le dijeron que sería su hermana
mayor, y que cuidaría de ella.
Los minutos siguientes fueron muy tristes. La señora guapa y la niña se
abrazaron, y en los ojos verdes de las dos aparecieron unas gotas de
rocío, parecidas a las que vi en el junco de mi nacimiento, que
resbalaron por sus mejillas.
Se dieron un último abrazo y la señora guapa desapareció tras la gran
puerta del caserón.
La niña se llevó las manos a sus ojos que se llenaron completamente de
gotas de rocío, así que Su hermana mayor la consoló cariñosamente y se
la llevó de la mano.
La vistieron igual que a las otras niñas
y al acostarse la oí gemir y llamar a su mamá muy bajito. Sentí
de nuevo las gotas de rocío por su cara.
-Oye...-le susurré- oye...
Levantó la cabeza un poco asustada y me dijo;
-¿Quien eres tú?
-Soy un duende
-Los duendes no existen
-Ya ves que sí.
-¿Y de donde vienes?
-Eso es muy largo de explicar, pero quiero ser tu amigo; ¿quieres tú?
-Sí, ¿Cómo te llamas?
-Lamín, yo me tengo que ir
ahora, pero mañana vuelvo y me cuentas que tal te ha ido.
-Bueno, hasta mañana.
Salí por la puerta de madera tan pronto como pude, llegué al río y todos
escucharon con atención
lo que les conté.
Al terminar Frestón se me acercó y me dijo con voz cariñosa:
-Lamín, lo que has visto en los ojos de la señora guapa y de su hija, no
son gotas de rocío. Los humanos cuando sufren,
de sus ojos caen lágrimas
y a eso se le llama llorar. También pueden hacerlo de alegría.
Nosotros no poseemos ese don, es sólo de ellos, solo en alguna ocasión
especial algún duende lo ha hecho. Ahora a dormir que mañana has de
volver, y recuerda que tu amiga debe guardar el secreto de tu
existencia, y tú no debes saber su nombre.
En cuanto amaneció volví a La Casona tan rápido como pude.
Busqué a mi Pínfana y me metí en su bolsillo.
-Ya estoy aquí. Pínfana no debes decir a nadie que existo, es un
secreto, si lo haces no podré volver.
-Bueno... te lo prometo.
Así, durante todo el tiempo que duró el curso, yo asistía puntualmente a
mi cita en La Casona.
La ví hacer amigas en poco tiempo. Observé lo mucho que aprendía en sus
clases, en los recreos aprendió
a andar sobre patines y a montar en bicicleta.
La ví enfadarse
cuando tenía que dar unos cartoncitos que me dijo que se llamaban
Bonos y que las Madres se los pedían cuando se portaban mal. Cuando los
conservaba, le ponían los sábados una medalla en el cuello que me
mostraba orgullosa.
Fuí en su bolsillo cuando iban de paseo a los jardines de La Isla y del
Príncipe Allí jugaban todas juntas y yo terminaba cansadísimo de tanto
traqueteo, pero la quería cada día más y los amaneceres eran cada vez
más deseados por mí.
Ya sabía peinarse y lavarse sola; Pronto no necesitó de su hermana
mayor.
Le gustaba mucho leer y en los
días de lluvia jugaban al parchís y al Palé y me enseño cómo se hacía.
Llegó el buen tiempo, y con el calor, los días se alargaban y las noches
eran más cortas.
Una mañana, al llegar a La Casona, había mucho ajetreo.
Mi Pínfana me contó que se iba a pasar las vacaciones a su casa. Por la
noche, y muy triste, le pregunté a Frestón y me lo confirmó.
-Se van a pasar el verano. Vuelven a sus casas van a ver a su mamá
después de nueve meses de curso.
Cuando volví al día siguiente todo eran risas en las Pínfanas,
ya no llevaban el uniforme y
preparaban sus maletas con alegría.
-No estés tan triste Lamín- me dijo mi amiga- volveré el curso que
viene, mi mamá ya ha llegado así
que nos tenemos que despedir, pero me acordaré mucho de ti, y quiero
darte un beso.
Se escondió tras una columna, me depositó en su mano y me dio el beso
más dulce que he recibido. La señora guapa la cogió en sus brazos y
besándola sin parar lloraron las dos; esta vez de alegría.
Volví al río y les conté a todos que se había ido y que estaría mucho
tiempo sin verla. Frestón habló con seriedad, pero con cariño,
-No la verás más Lamín .Es decir
sí la verás pero no podrás hablar con ella, y olvidará que has
existido en su vida, son nuestras reglas.
Sentí algo por dentro que no me dejaba respirar… De repente sentí algo
que resbalaba por mis mejillas. Estaba llorando.
Todos vinieron. Primero me miraron, y luego tocaron mis lágrimas.
Después empezaron a hablar entre ellos con gran algarabía. Yo cada vez
lloraba más y en mi corazón sentía una tristeza infinita.
-Querido Lamín;-dijo Frestón- has conseguido llorar, eso quiere decir
que tus sentimientos hacia tu amiga son sinceros.
Podrás todos los años escoger
una Pínfana a quien cuidar durante su primer curso, en las mismas
condiciones que este.
Me sentí algo más reconfortado.
Pasó el verano y ni un solo día dejé de pensar en ella. Cuando las hojas
de los árboles empezaron a ponerse amarillas y los días fueron más
cortos, me acercaba a La
Casona diariamente para ver si llegaba. Por fin, una mañana aparecieron.
Mi corazón latía
apresuradamente. Con ellas venía otra niña con dos largas trenzas.
Pensé que sería su hermana y la escogí para hacerme cargo de ella.
Así lo hice siguiendo el mismo ritual que el año anterior. La quise como
a su hermana y la cuidé cuanto pude. También lloré cuando se fueron de
vacaciones, y sentí latir mi corazón cuando volvieron. Al cabo de cinco
años el día que regresaban les
acompañaba otra niña muy pequeña. Era su otra hermana
y compartí con ella su primer
curso.
A lo largo de los años tuve siempre una Pínfana a mi cuidado. Todas eran
diferentes, a todas las quise y estuve con
ellas sus momentos de alegría y tristeza.
A mi primera pínfana la ví
convertirse en una jovencita responsable y llena de inquietudes,
cultivar la amistad con sus compañeras, y
terminar sus estudios en el
colegio. El día que se fue para siempre, mis compañeros me consolaron
toda la noche. No la volvería a
ver más, su recuerdo es lo único que me quedaría, y lloré mucho, tanto,
que Frestón tuvo que ordenarme que dejara de hacerlo bajo amenaza de no
volver a La Casona.
Todas me olvidaron cómo se me dijo al principio.
Nunca supe sus nombres, para mí fueron siempre mis Pínfanas, unas niñas
que me quisieron durante un año,
a las que yo quise siempre, y que me enseñaron a llorar. |