EL AÑO DEL MONO

 

(Yuan siu)

猿岁

por Segol

 

Fue el Año del mono, bueno, quizá fuera el final del ciclo de la mona. Aquel año terminó una época. Siempre se ha hablado del un gran cataclismo, origen del famoso hiato cultural, hace doce mil años aproximadamente, con resultados determinantes para la historia de la humanidad. 

Para el CHOE, en Valladolid, el gran hiato fue aquel año, porque de modo violento, tajante, y de malas formas, se acabó un periodo clásico de la pinfanidad, y también disminuyeron las monas y otros hábitos, que ahora se consideran malsanos.

En Madrid estábamos en otras cosas: Los Cristinos, la Agrupación Tradicionalista, la movida de Forja (camisa azul bajo kaki, o sea, Muñoz Grande), los “ya está bien con tanto Paco”, y las visitas de mi tío con las cartas de Don Juan, escritas en tinta verde...

En Pucela la sinfonía era diferente. Estudiar, estudiar..., se estudiaba, si había tiempo. El ligue era diferente a lo  del Paseo del General Ricardos. Otro estilo. Además teníamos tanto que hacer que no había tiempo para ir a clase, porque con la preparación del guateque, el ir a la Fuente del Sol, remar en el río, echar la partida a los dados  en el SEU o, si se terciaba, mover el esqueleto en la Hípica, se iba casi todo el tiempo disponible, que muchas veces se estiraba con el porrón en el Socia, el Cebreros del callejón de la Fuente Dorada o el Onsurbe, y de tanto estirar se llegaba tarde a la cena, y había que saltar la tapia por el lado del Belén de la calle Ferrocarril, o la verja, según gustos.

Era un vivir plácido, bien asentado. Los más veteranos recordaban años y años así. Nunca pasaba nada, bueno…, casi nunca, porque hubo un intento de implantar una cierta revolución por parte del Viejo, del Coronel, con motivo de un quítame allá esas pajas, bueno, por lo que se dice una minucia. Vamos, por una nadería: liquidaron una sombrerería, y apareció un pínfano con un sombrero de paja, de aquellos llamados canotier, al estilo Maurice Chevalier. Y la cosa gustó.

-         ¿Oye, a cuánto?

-         A cinco duros traigo todos los que quieras- a ellos les habían costado a cuatro, claro.

Se desató la fiebre del trueque, con lo que se devaluó el viejo trapillo, que hasta entonces se cotizaba en diez duros, bajando a ocho. Bueno, con todo el comercio  colegial ocurrió lo mismo: las camisas grises, a cuatro duros, las blancas a cinco, los zapatos negros a seis duros, los de piel vuelta a tres. Una inflación repentina y una fiebre atroz por comprar el jipi-japa. El error por parte del Dire, que antes de  Coronel, había sido pínfano en el propio Colegio,  fue inmiscuirse en aquel asunto, dando órdenes muy directas al conserje, al abuelo de la Velasco (o sea, Conchi), para que nadie entrara o saliera por la puerta del Santiago con el jipi. El abuelo cumplió la orden, dentro de sus posibilidades, porque los sobreros no entraban ni salían por las puertas, sino por las ventanas, mientras el Viejo, viejo pínfano, el Dire, contemplaba su derrota desde el precioso chalet que era su morada.

Aquel episodio, que se resolvió con el triunfo de pínfanos y aspirinos, no fue positivo a la larga.

El primer mosqueo me vino por una pregunta un poco tonta de mi primo, al regresar yo a Madrid para disfrutar de las vacaciones  de Semana Santa.

-¿No es Cencho, tu amigo, ése que aparecía el otro día en las páginas de huecograbado del ABC, paseando por la calle de Santiago? Pues tenía un píe de foto muy gracioso - me dijo-, comentando el saludo de los estudiantes vallisoletanos, quitándose el sombrero al cruzarse en el paseo.

-         No, sé..., sí se parecía...

-         Se ha hablado algo sobre el Patronato y el Colegio de Santiago en el Ministerio. Hay un cierto run-run.

 

Después llovió sobre mojado. Alguien asaltó el almacén que se encontraba junto a la imprenta, llevándose desde trapillos y camisas, hasta algún colchón, y de paso, aprovechó el viaje para arrambrar con tres o cuatro pollos del gallinero contiguo.

 

* * *

 

 

Era un atardecer de primavera con cielos cárdenos y malvas, esa hora en que todos los sonidos de acallan y el tiempo parece acompasarse en una mezcla de nostalgia por lo que se va, y la esperanza expectante de un posible mañana; tiempo misterioso y plácido, preludio de la noche y de un amanecer postrero siempre incierto.

Aquel día habíamos ido paseando a merendar a la Fuente del Sol con unas chicas. Ellas ponían el chorizo y el salchichón. Nosotros aportábamos el vino y unas pastas duras, pínfanas, compradas en Casa Mata, en los soportales de la Fuente Dorada, a dos cincuenta el cuarto de kilo.

Todavía tenía el buen sabor de aquella excursión. Tito había pedido prestado un jersey  que casi le llegaba a las rodillas, yo estrené un niki negro y llevaba prestados unos zapatos de suela enorme, unos tanques; Lillo cambió sus gafas por las de concha de mi hermano que hacían furor aquel año y, de la Vega llevaba en la cabeza un gorro con borla, de colores rojo y verde de la con escarapela de la Universidad Gotinga. Un día memorable, vamos, un día redondo. Para pasar a la historia… Volvimos a las nueve y media cansados, yendo directamente al dormitorio para cambiarnos de trapillo y bajar a cenar.

Cuál sería nuestra sorpresa al encontrar el comedor en silencio.  Medio aforo; la gente de píe junto a las mesas.

-        Venga, venga, a vuestro sitio- nos dijo El Viejo, que, para nuestra sorpresa, no nos explicábamos qué hacía allí, a aquellas horas, rodeado de los inspectores que nos hacían señas, cariacontecidos, para que nos diéramos prisa.

Empecé a entender algo cuando reconocí la figura de un hombre impecablemente vestido, bajo, fornido: era el  General del Patronato, (otro viejo pínfano de los del colegio de Toledo, de los que vendían el burro aguador, sacándole a hombros por encima de la tapia); detrás  del general estaba su ayudante y otros dos señores que no conocía.

           

-         A ver…, que cierren las puertas del Colegio..., y dadme la lista, que voy a pasar lista yo.

-         Pero, mi general..., - empezó a terciar, el Viejo.

-         ¡Cállate! ¡Las listas!

 

En un rato, en la calle, una barahúnda de pínfanos, que habían recibido el chivatazo, al parecer, telepáticamente, pugnaba por saltar la verja del jardín por el lado “bueno”. Más de dos mascullaban tacos, mientras de desenganchaban el fondillo de los pantalones del extremo de la  verja, antes de que Larra, que traía una mona de campeonato, viniera trastabillando, se apoyara en la puerta de hierro de la verja y cediera sin resistencia.

Los que esperaban a trepar, al percibir la jugada, se introdujeron en tropel en el jardín y, tras a volver a entornar la puerta, llevaron  en volandas a Larra, y auparon su menudo cuerpo, agradecidos, hacia la ventana lateral del primer piso cuyas barras se desplazaban sin problema, para ayudarle a introducirse a toda prisa; entrando ellos a continuación. (Larra,  días más tarde contaría, que aquellas meigas de las que hablaban las monjas del Colegio de Padrón, le habían levantado por los aires la noche de autos, y le habían metido en el CHOE en un periquete).

 

El General, que iba y venía a grandes zancadas a lo largo del comedor lanzando improperios, de repente se para delante de mí, mirando  la fuente del primer plato que se iba a servir.

-         ¿Qué hay de primer plato?

-         Arroz con calamares, mi general.

-         ¿Y dónde están los calamares? ¡No me extraña que los chicos no vengan a cenar!

 

Por la puerta del comedor aparecía en ese momento el pater tan tranquilo. Estaba claro que ya le habían soplado el asunto.

-         ¡Y hasta el pater llega tarde!¡Ya tenía que haber bendecido la mesa!

-         Mi general, vengo de la enfermería..., de atender a los colegiales que están de baja.

-         ¡Viendo la comida que se sirve, no me extrañaría que estuviera medio colegio de baja! ¡Tú mismo - señalándome con un dedo imperativamente imponente, vete a buscar a los que estén de baja sin fiebre!

Al salir, el inspector que está en la puerta, me susurra para que avise a los que están en el garito. Tras pasarme como una exhalación por la enfermería, subo a la última planta y aporreo la puerta del garito. Me abren la puerta y me meten de un tirón. Allá, como la única vez que había entrado amteriormente, las mesas, los tapetes verdes con sus cartas repartidas, el humo que se podía cortar con un sable, y todos los ojos de los timberos clavados en mí. Echando los bofes por la carrera les pongo en antecedentes.  En un pestañear había desaparecido todo indicio de juego, y estoy por jurar que hasta se habían tragado el humo.

Al llegar a la puerta del comedor una retahíla de pinfanos con la más variopinta indumentaria esperaban para entrar. El primero Larra, que nadie podía sujetar en su afán de llamar a la puerta; en la fila había unos cuantos de medicina que intentaban despejar la azotea a otros dos a fuerza hisopazos de amoniaco bajo la nariz.

Cuando se abrió la puerta entré el primero. Vi al General, piernas abiertas, brazos en jarras subido en una de aquellas mesas enormes de mármol blanco del comedor, me di cuenta de acababa de pasar lista. Sin una palabra, su dedo imperator, me señaló mi sitio.

 

¡Que vayan entrando ordenadamente los que han llegado tarde!¿Quién es éste?

-    Larrazoriechea, mi general, - apuntó el administrador, un poco azorado.

-    ¿De dónde vienes?

-    Del gimnasio, mi general.

-    ¡Pero si me llega el olor a vino hasta aquí!

-    Es linimento “Sloan”, mi general, -afirmó tan serio Larra, con lengua estropajosa, haciendo pinitos.

-    ¡Pues a paso ligero por el patio, hasta que se te pase el olor a linimento! A ver..., tú ¿por qué cojeas?, -        Elosúa, cojeaba de mimo, como si se hubiera hecho toda su vida.- ¡Levántate la pernera!

 

El tío lucía un magnífico y genuino moratón, que un momento antes no tenía, porque yo mismo le había visto bajar la escalera saltando de escalones de cuatro en cuatro.

-         Hemos tenido un partido esta tarde, mi general.

-         No sé contra habréis jugado, pero viendo la cantidad de cabezas y brazos vendados, debían ser los hunos.

-         Era una liguilla interna, mi general.- aseguró Elosúa, con cara angelical.

-         ¡Bueno, no tengo tiempo de quitar las vendas a todos! Mañana que me haga un informe el capitán médico. ¡Que se sienten los heridos y sigan pasando los sanos!

 

Lo de Elosúa tuvo éxito, y alguien me contó, que aquella noche se llegó a cobrar a dos duros por mamporro o puñetazo experto, que asegurara cardenal o chichón, haciendo el menor daño posible. Los de medicina, que eran los que más entendían de aquello, fueron los que se pusieron las botas arreado estopa o imitando magulladuras; de todos modos, los mamporros que ellos dieron fueron altruistamente y con gran profesionalidad a diferencia de otros.

 

Tras los heridos pasaron aquella colección abigarrada de pínfanos con los más inimaginables atuendos, desde Patuche y Pepelito en pijama (aquel día se habían levantado para desayunar y vuelto a la cama, como los últimos doce días, en el postrer e inacabado campeonato de encamamiento, que ya estaba batiendo el récord), luego, detrás de los empijamados, Fifo Guti, no sé a cuento de qué, aparecía vestido de monaguillo, Juanete de futbolista..., y otros más, con vestimentas y extrañísimas explicaciones para el general, que botaba encima de la mesa, diciendo tacos, hecho un basilisco, mientras el pater miraba al techo, que le interponía entre él y el cielo, como implorando el divino perdón. 

 

Recuerdo con tristeza, que tras las vacaciones siguientes algunos pinfanos no aparecieron por el Colegio. A partir de entonces, el CHOE, perdió mucho de su encanto: dejamos de ver al curso siguiente al  Viejo, al pater y a compañeros, pitilleros incluidos, algunos de aquellos que llevaban años y años sin aprobar no más que la gimnasia, y eso porque con llevar las zapatillas de correr a Las Pistas, y enseñarlas cuando pasaban lista, ya se tenía el aprobado. Bien es cierto que había más de uno que hasta la gimnasia la aprobaban “por poderes”.

Fue del Año del Mono. Fin de aquel status quo, periodo fantástico, fin de una era irrepetible, que se llama juventud, vivida en una pinfanidad,  que marcó nuestras vidas.